Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

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Salomé Guadalupe Ingelmo: Alba Mater. Bendito el fruto de tu vientre / Alba Mater. Blessed is the fruit of your womb

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Era virtud no permanecer
Ir a nuestra heroica, terca manera
A buscarla en la cima del volcán
Entre témpanos de hielo
O donde el rastro se desvanece
            Robert Graves, La diosa blanca



La Reverenda Madre aparta la vista disgustada. El férreo entrenamiento le ha permitido superar la agonía de la especia, pero no la agonía de esa especie. Son primitivos, violentos, presuntuosos, voraces… destructivos. Una forma de vida no muy superior a la de los gusanos de arena. Ansía el reconfortante olvido que le niegan sus Otras Memorias. No merece la pena seguir sacrificándose por ellos. 
Ella, encarnada siglo tras siglo en todas las Bene Gesserit anteriores, fingiéndose sumisa compañera de un mezquino señor mandato tras mandato, ha intentado conducirlos discretamente desde la sombra: aconsejarlos, aguardando pacientemente que el rudo guerrero madurase. Pero su esfuerzo se ha revelado vano. Han seguido conquistando y rapiñando, destruyendo y esclavizando. 
Ha esperado lo suficiente el milagro. Han de volver atrás, aún más atrás. Antes de toda esa barbarie. Hasta el principio de los tiempos, cuando la Gran Madre aún no había sido sometida. Se concentra en las formas rotundas y acogedoras de la estatuilla a la que antaño sus acólitos veneraron con fervor y que después las mentes corrompidas tildaron de esteatopígica. Su mano acaricia con insistencia el vientre aún deshabitado. Capaz de controlar por completo el complejo metabolismo, su deseo moldea la semilla. Y en ese recinto sacro la perfección comienza a tomar forma. 
En la habitación contigua, el cuerpo tosco descansa, inconsciente del privilegio que está a punto de arrebatársele: nunca más será instrumento de Sus designios. Ella se convertirá en la última concubina humillada; se acabó la hierogamia. 
Porque esa niña que ahora concibe sola, con el poder de su mente y la letanía que hilan sus palabras, recuperará la autoridad perdida durante tantos siglos oscuros. La emperatriz divina alumbrará, generación tras generación, una nueva especie, por fin completa. El retrovirus, con el que cada contrincante ha sido infectado, será liberado. El hombre, del todo superfluo, se extinguirá como débil llama. Y Ella, resurgida, heredará definitivamente el universo. 

Salomé Guadalupe Ingelmo: La nueva raza

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Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Lo contrario de la belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, sino la indiferencia entre la vida y la muerte.

El Sol se alza sobre un paisaje desolado, sobre los decadentes restos de una civilización casi olvidada, de una humanidad extinta. Atraídas por la promesa de calor, de entre los escombros surgen figuras de pequeña estatura y pieles pálidas. Se asemejan vagamente a hombres, pero sus cuerpos lucen huellas de impresionantes mutaciones.

Los dedos huesudos de nudillos prominentes revuelven entre lo que, en otro tiempo, en otro mundo, se habría denominado “basura”. Recogen la cabeza de una muñeca de cara sucia, ahora tuerta y medio calva. El ser la sostiene a la altura de sus enormes ojos negros y escruta, en apariencia conmovido, el iris azul de vidrio, solitario.

―Qué raza extraña la de los hombres. Unos desconocidos hicieron del atesoramiento el objetivo principal de sus vidas y mira ahora… Todos sus sueños terminaron aquí, en estos enormes montículos que se descomponen bajo el sol. ¿Qué valor tenían sus ilusiones? Quién sabe cuánto ansió alguien cada una de estas cosas ―dice con esa inconfundible forma de hablar, entre jadeos, que los distingue―. Cuántas noches en vela proyectando cómo conseguirlas, imaginando el placer que les habrían proporcionado…

―Esos hombres debían de ser muy estúpidos para luchar entre sí por todos estos objetos inútiles. Sólo la comida puede dar la felicidad. Sólo por ella vale la pena morir o matar.

El ser comprende que, pese a su juventud, el compañero ha entendido ya: hambre y humanidad no son compatibles. Impresionado, lanza la cabeza lejos y deposita la mano en su hombro para expresar de alguna forma lo orgulloso que se siente de él.

El pequeño parece desconcertado y meditabundo. Observa con insistencia la extremidad que reposa, inmóvil, cerca de su cuello, como una araña exótica. Mira fijamente los peculiares dedos, aunque grotescos, especialmente aptos para hurgar entre las montañas de restos. Deduce que su curiosa forma ha de ser producto de una evolución en absoluto fortuita, de una estrategia bien calculada por la naturaleza. Compara entonces esas manos con las suyas, diminutas y rechonchas, y lo embargan la envidia y la ira.

Salomé Guadalupe Ingelmo: De Profundis Clamavi ad Te, Domine: El evangelio según Pazuzu

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Per me si va ne la città dolente,

per me si va ne l’etterno dolore,

per me si va tra la perduta gente.

Dante Aligheri, La Divina Comedia, Infierno, Canto III 1-3

 

Los demonios son como perros obedientes; vienen cuando se les llama.

Remy de Gourmont, “Péhor”, en Historias mágicas

 

Mi opinión es que si el diablo no existe, si ha sido creado por el hombre, éste lo ha hecho a su imagen y semejanza.

Fiódor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov

 

‒Magia negra. El kišpū[1] es poderoso ‒anuncia, circunspecto, el āšipu[2]

Su diagnóstico no deja lugar a dudas. Reconoce inmediatamente los indicios; lleva demasiado tiempo ejerciendo la profesión.

‒¿No es posible otra explicación? ‒pregunta el paciente.

‒Los signos parecen claros. Un brujo está utilizando sus malas artes contra ti. Quizá haya sido contratado por alguien. ¿Recuerdas haberte ganado enemigos últimamente?

El tamkāru[3], como casi todos los clientes de buena posición, niega raudo, demasiado raudo. Sin embargo, en su fuero interno, el adinerado mercader se pregunta si su padecimiento no tendrá algo que ver con los juicios en los que aportó testigos falsos que respaldasen sus perjurios, con el adulterio cometido junto a su vecina, con la calidad de sus tejidos, con las pequeñas sisas en el peso de las mercancías que vende o con otras inocentes deshonestidades inherentes a su oficio...

En cualquier caso, lanza un suspiro de alivio: al fin y al cabo, por cuanto parece, todo se debe a la intervención humana. En vista del largo periodo de infortunios, temió haber contrariado a los dioses inadvertidamente, y eso hubiese resultado mucho más grave.

No, claro que no. Sus divinidades son resueltas y fuertes, dioses para triunfadores como él, y por tanto únicamente pueden sentir simpatía por su persona. Así que, inmediatamente, destierra de un plumazo sus infundadas sospechas y se reprocha el haberse permitido, siquiera por un momento, la debilidad de la duda. Si sus negocios han marchado siempre tan bien es, por supuesto, porque cuenta con el favor de las deidades.

–No te equivoques –dice el mago, que parece haber leído sus pensamientos–, la magia negra se revela muy poderosa. Con sus inmundas prácticas, los hechiceros son capaces de esclavizar a los demonios y someterlos a su voluntad para lanzarlos después contra sus víctimas. Y todo por vil plata –añade en voz baja, asqueado y con gesto agrio. Le repugnan esos vulgares mercenarios; el trato con los espíritus debería estar reservado a las vocaciones desinteresadas–. La codicia de los hombres no tiene límites y es muy peligrosa. Has de cuidarte de recoger mechones de cabello y uñas cuando los cortes. Esas partes de ti han de ser cuidadosamente guardadas en un recipiente que lanzarás al río. Así, la corriente las transportará a los confines del mundo, de donde no podrán ser recuperadas por tus enemigos. ¿Sabes si alguien ha tenido accesos a ellas últimamente? No importa –interrumpe con brusquedad, sin esperar una respuesta–. El daño ya está hecho y ahora sólo podemos intentar liberarte. Necesitaremos mucha ayuda para desviar la atención de quien te persigue sembrando la negatividad a tu alrededor. Habremos de recurrir a la magia de sustitución: tendremos que buscar un chivo expiatorio a quien transferir la maldición.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Hotel Carcosa

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En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder  que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de  forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos,  resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.

Ambrose Bierce, Un habitante de Carcosa

 

We are all just prisoners here / of our own device [...] You can check out / any time you like / but you can never leave.

The Eagles, Hotel California

 

Cuatro treinta de la madrugada. Sólo cuatro minutos desde la última vez que miró el despertador. Una eternidad.

Borborigmos que sacuden las cañerías, suspiros que escapan por el desagüe, silbidos, gemidos, crujidos, un rechinar persistente como el de quien, para resistir el dolor, aprieta los dientes… Abundantes y variados, toda suerte de rumores turbadoramente similares a sonidos corporales, se adueñan de la casa. A esas horas cualquier  susurro se impone en el silencio sepulcral de la noche. Y él paralizado en la cama, presa de un insomnio pertinaz, escucha atentamente cada uno de ellos. Como si en las voces de esa casa esperase descifrar un mensaje. Como si en ellas aspirase a encontrar el remedio o al menos el origen de su mal.

Y su casa está llena, llena de voces que parecen deseosas de sincerarse, de desahogarse. Ya se sabe, todas las casas viejas cargan con sus achaques. Tienen un pasado a las espaldas repleto de historias. Y esas historias no se pueden borrar.

 

“El retiro constituye un momento importante en la vida del hombre. Cuesta habituarse a las nuevas circunstancias. Es normal que echemos de menos nuestra rutina en el trabajo. Los cambios a menudo generan ansiedad, y esa ansiedad produce alteraciones del sueño. Búsquese un pasatiempo y tenga paciencia”. Eso le había dicho el médico.

Salomé Guadalupe Ingelmo: En el ojo que mira



La mujer rota es la víctima estupefacta de la vida que ella misma eligió: una dependencia conyugal que la deja despojada de todo y de su ser mismo cuando el amor le es rehusado.
                                                                                   Simone de Beauvoir


El sonido del agua no es un relincho vigoroso sino un lamento pertinaz y resignado, un llanto quedo, aparentemente fruto de un dolor familiar, apaciguado de tan antiguo. Se inclina sobre la fuente. Puede ver su imagen reflejada en el espejo líquido. Los chorros que lanzan los caños turban la quietud de la superficie. O quizá una superficie cristalina e imperturbable entrañe un imposible. Quizá las ondas constituyan la única prueba de que el agua existe. Los círculos trémulos se ensanchan hasta apoderarse por completo de su figura; la mujer del agua tiembla. Ella vacila. Desearía asirse, aferrarse con fuerza hasta que el estremecimiento cese, hasta saberse firme de nuevo… Pero no tiene prisa. La intuición le dice que todo lleva su tiempo. De momento se limita a buscar en el fondo de esos ojos. No se encuentra, aunque tampoco ve el desconsuelo de los últimos años. Todavía no está derrotada. La mujer del agua parece guardar algún secreto. Sonríe casi imperceptiblemente, como quien reserva una sorpresa y disfruta imaginando el asombro que habrá de provocar cuando por fin la revele. Ella desearía interrogarla, pero sabe que de nada serviría: la mujer del agua es muy testaruda. Quizá sólo eso la haya salvado.
Siguiendo un impulso inexplicable, pasa las yemas de sus dedos sobre los labios de ella. Lejos quedan los tiempos en los que su espontaneidad se veía coartada; en los que alguien le impedía siempre hacer cosas “inadecuadas” en público. A pesar de que el toque es levísimo, los labios de agua ceden bajo el peso de la carne: acogen sus dedos tiernamente. De alguna forma, se encuentra dentro de su boca. Por supuesto está húmeda. Sin embargo le sorprende descubrir que también es ardiente, mucho más cálida de cuanto habría podido imaginar. La única explicación razonable puede encontrarse en el sol: sus rayos resultan tan abrasadores que el agua casi hierve. La fuente se diría un brasero lleno de ascuas encendidas.
Él observa hechizado la escena. No pierde un solo detalle. Su mano derecha se mueve involuntariamente en el aire, como si echase en falta algún utensilio que acostumbró a usar en el pasado.
―Demasiado caliente. Es una pena tener el agua tan cerca y no poderla beber, ¿verdad?
Ella se sobresalta. No le inquietan los extraños, pero creía estar sola mientras ejecutaba el insólito ritual. Sin embargo, por alguna razón, no le produce ningún pudor saber que ese desconocido la observaba en un momento de intimidad. Le ha bastado una mirada para intuir que él es casi como un confesor, que está acostumbrado a escuchar y guardar secretos.
―Si esta es la Fuente del Potro, el Museo de Bellas Artes debe de estar por aquí. ¿No es así?
De sobra sabe que el edificio se encuentra a sus espaldas, pero no ha querido perder la oportunidad de acercarse a él. Parece muy agradable, un caballero de otro tiempo, y la galantería en los hombres de una cierta edad le resulta especialmente adorable. Además, no pocas veces se sorprende pidiendo indicaciones sobre un monumento del que conoce la localización exacta. Aunque lleva un plano en el bolso, no le gusta sacarlo. Desplegarlo le parece un engorro y le molesta parecer una turista, porque no se siente exactamente así en ningún lugar. Prefiere pasear tranquilamente por las calles y preguntar a los viandantes por los lugares que quiere visitar. De esa forma dispone de la excusa perfecta para detenerse a hablar con las personas.
Se trata del primer viaje que emprende desde la separación. Lo ha hecho más por imposición que por ganas. Es una mujer muy disciplinada y se ha propuesto demostrarse a sí misma que aún es capaz de aprender a vivir de nuevo. Que todavía puede recuperar viejos hábitos negados durante muchos años, como el de acercarse a los extraños.

Salomé Guadalupe Ingelmo: No haré nada por lo que el dios de la biomecánica me impida entrar en su cielo / Nothing the god of bio-mechanics wouldn't let you in heaven for

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Antes eran hombres, hombres como nosotros…
                    La isla del doctor Moreau, H. G. Wells

Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo…”. Acostumbra a repetir ese paso de la Biblia mientras el heterogéneo material genético se funde en las probetas.
Pero ese laboratorio no es un templo. Y de serlo, se habría erigido en honor a un dios cruel, preocupado únicamente por sus mezquinos intereses, siempre ávido de nuevos sacrificios. En las paredes, en nichos excavados sobre el pretendido blanco, tarros con fetos de rasgos zoomorfos que antaño se habrían considerado monstruos. Un macabro homenaje a los orígenes del mayor programa de ingeniería genética y social.
“Sobrevive el que se adapta al cambio”, afirma el director del proyecto. Quizá esté jugando con él. Puede que lo hayan descubierto. Disponen de tantos informantes…
De regreso a casa, en los sórdidos suburbios que se extienden más allá del perímetro de seguridad, compra bajo la lluvia ácida, en uno de tantos puestos ambulantes, tallarines. No tiene tiempo que perder; le espera una larga noche de trabajo.
En su pasillo hace cola una variopinta multitud: humanos mejorados para la gloria del Estado y el óptimo funcionamiento del sistema. Branquias para los operarios de las plataformas petrolíferas; alas para los albañiles asignados a la construcción de los rascacielos desde donde la élite dirige sus destinos; enormes y sensibles pabellones auditivos para los zapadores ‒ciegos‒ encargados de excavar el laberinto subterráneo que alberga los niveles más desfavorecidos del desgarrado tejido social...
Aunque no podrá revertir la manipulación genética que les dio vida, procurará paliar sus secuelas con cirugía y tratamientos farmacológicos. 

Salomé Guadalupe Ingelmo: Más allá del último río / Beyond the Last River

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Todos los niños crecen, excepto uno.
James Matthew Barrie, Peter Pan

La realidad no es lo mismo que la verdad ‒respondió el general‒. La realidad son sólo detalles. 
Sándor Márai, El último encuentro


El estruendo precede a un fogonazo tan intenso como fugaz. Luego, una indescriptible quietud. Se encuentra en un paraje familiar, un denso bosque salvaje. Un lugar donde la noble barbarie no ha de temer las intrigas de la artera civilización. En ese paraíso pagano no cabe la culpa cristiana; allí cada hombre es dueño de su destino, de su vida y su muerte. Aunque el sendero parece estrecho, la vegetación se abre a su paso.
Con andares felinos, el caminante, el joven de semblante afable y cuerpo musculoso en el que nada recuerda su infancia enfermiza, emprende viaje hacia su destino. En sus expertas manos la pesada espada se diría una pluma.
El sol comienza a ponerse tras el denso muro vegetal. Las sombras crecen y parecen acechar, pero no siente temor. Nada pueden ya contra él los espíritus malignos ni los demonios de la mente. No perderá la cabeza. Está en su reino, donde él es dueño y señor, donde le espera su recompensa y la gloria. Porque él, que ha penetrado tantas veces en lo desconocido con paso firme, sabe que en efecto existe otra vida más allá de la muerte. Una eterna. Su brillo no será un efímero fuego fatuo: él no se marchitará bajo los efectos del tiempo. El héroe permanecerá para siempre eterno en su recio vigor. Sus cenizas no se dispersarán en el viento sin dejar memoria de sí. No hay remordimiento ni pesar. Cuanto ha vivido le basta: es mucho más de lo que la mayor parte de los mortales podría soñar a lo largo de una longeva ‒y tediosa‒ existencia.
Aunque no es un mercader adinerado sino un guerrero que alquila su brazo para sobrevivir, no ha renunciado a defender las causas más justas. Porque no se considera un mercenario sin escrúpulos; nunca se ha arrodillado ante los crueles ídolos que juzgan y censuran para ganarse el caprichoso favor y cambiar así su incierta suerte.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Mors tua vita mea

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No sabíamos entonces quién sería el siguiente en morir para servir de alimento, como el pobre desgraciado que acabábamos de despachar.
Owen Chase (primer oficial del Essex), Narrative of the Most Extraordinary and Distressing Shipwreck of the Whale-Ship Essex


El compañero, un hombre bajito y rechoncho, contempla con terror el pedazo de cuerda que sostiene entre sus temblorosos dedos. Comprende inmediatamente que la suerte está echada. El encargado de su ejecución lo despacha rápido con un abrecartas. Con la maestría del carnicero, proceden a descuartizarlo. Para hacer la tarea más llevadera, primero le cortan la cabeza, las manos y los pies. Después lo despellejan. Sin esos signos de identidad tan humanos, podría ser un cordero o un ternero. Les proporcionará unos treinta kilos de carne. Lo suficiente para ir tirando durante un tiempo, hasta ser rescatados. Corazón, hígado y riñones, más perecederos, se consumirán primero. Luego cortarán tiras de carne de la espina dorsal, costillas y pelvis.
Deberían racionarlo escrupulosamente, pero una vez liberado el voraz apetito, ni siquiera esperan a cocinarlo. Los hombres se lanzan sobre el cadáver caliente. Probado el festín, sus miradas se vuelven feroces. La saliva fluye junto a los jugos gástricos. Y cuanto más comen, más hambre sienten. Sólo cuenta el instinto más básico y animal, una voluntad amoral ‒incluso inmoral‒ de sobrevivir a cualquier precio.
Es la ley del mar, el canibalismo de supervivencia. Acabados los víveres, los náufragos echan a suertes quién servirá de alimento al resto. Son cosas que suceden en los desastres. Lo comprobó la tripulación del Mignonette en 1884 y la del Essex ‒cuya desgracia inspiró a Melville‒, en 1821. Y antes, en 1765, los marineros del Peggy. Y en 1710, los del Nottingham Gallery... En los casos de extrema necesidad, la moral puede relajarse excepcionalmente: la conciencia aprende a prescindir de los remordimientos.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Nuptiae Sabbati

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Si uno es escritor, escribe siempre, aunque no quiera hacerlo, aunque trate de escapar a esa dudosa gloria y a ese sufrimiento real que se merece por seguir una vocación.
                 Carmen Laforet

Apenas recibida la noticia hicieron el equipaje. No había tiempo que perder; la enfermedad avanzaba. En las ruinas célticas y romanas de los frondosos bosques de Gwent, en las prácticas populares y paganas, buscó remedio. En vano.
Aunque atraído por las más ocultas ramas del saber desde joven, fue Amy quien le presentó algunos escritores versados en el esoterismo. Poco después apareció Ella, que descorrió definitivamente el velo. Estaba seguro de no conocerla, pero su rostro le pareció familiar. Como esos seres fantasmales de nuestros sueños. Mientras relee La luz interior, contempla la joya en la que le ayudó a introducir el alma de su primera esposa.
 “Tu medicina, querido”. Ella, bellísima estatua griega ‒enajenada bacante cuando se enfurece‒, le ofrece el inocente polvo blanco que toma tras comida y cena. Su melancolía se va mitigando. Podría recuperar el gusto por los placeres mundanos.
“Esta noche vendrán unas amigas. Iremos a bailar al bosque. Tendremos una de nuestras habituales... reuniones”.
Sólo ha atisbado el secreto insondable y, a pesar del horror, no renuncia a ahondar en su espantoso conocimiento. Ha sido distinguido con el privilegio o la maldición de la literatura, esa puerta que le permite descender a las profundidades de todo ser: a la hirviente corrupción y la sórdida podredumbre que nos habita. No puede resistirse a la llamada de lo arcano. Ni a ese matrimonio sacro con las letras, aunque acabe en locura. Está dispuesto a convertirse en sacerdote del “Dios de los Abismos” a cualquier precio. Ningún ojo humano puede presenciar el misterio desnudo y salir ileso.
Se estremecerá convertido en una obscena mancha húmeda, oscura como la tinta, un charco irreconocible sobre las inmaculadas sábanas del tálamo nupcial. Piel, carne y huesos, todo su cuerpo derretido, consumido por ese fuego que lo devora y al tiempo le da vida. De él quedarán dos puntos llameantes entre los cuales algún alma pía, quizá la de un crítico, golpeará una y otra vez. Hasta que finalmente reine el silencio.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Un maullido resuena nítido en el silencio nocturno / A crisp meow sounds in the nighttime silence

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Este gato siempre sabe a qué árbol arrimarse. Llegará a visir.
Terenci Moix, El arpista ciego.

El egiptólogo, habituado a los lamentos del vetusto edificio, distingue inmediatamente la llamada de la bestia. Otra vez un gato callejero ha debido de colarse en el edificio. El vigilante se habrá dejado una ventana abierta. “Maledetto micio”. Posa sus gafas sobre el escritorio y, hastiado, abandona los libros. Se dispone a ir en busca del intruso. Naturalmente esas actividades no entran dentro de sus competencias, pero prefiere perder el tiempo en encargarse personalmente que encontrar unos indiscretos excrementos en el lugar más inoportuno después. “Se vuoi una cosa fatta bene, falla da te”, repite la frase tantas veces escuchada en boca de su padre.
Apenas le da tiempo a distinguir el bulto con el que tropieza. No obstante percibe el familiar crujido de las vendas acartonadas, y a su nariz llega el aroma de las resinas con las que fue embalsamado. Su mente racional se rebela. Abre la boca en un reproche que la brutal caída dejará en suspenso. Durante el vuelo, el rostro ‒congelado en una última mueca de horror‒ mira hacia atrás y constata que, en efecto, es cierto.
A los pies de la escalera yace el cuerpo del arqueólogo. El cuello, partido, adopta un ángulo imposible. El cadáver mira fijamente por la ventana, hacia una luna redonda y enorme como la que lo vigilaba desde el cielo en Biban el-Harim.
Una vez la policía abandona el museo, el vigilante recoge la momia del suelo.
“Es una pieza nueva, descubierta por el difunto. Anoche la estaba catalogando. Debió de resbalársele de las manos mientras perdía el equilibrio y caía rodando. Como homenaje póstumo, pasará a sala inmediatamente”, musita consternado el director.
Los ojos del felino, hierático como en vida, refulgen victoriosos en sus cuencas vacías. Finalmente recobra el protagonismo. Tras verse despojado por los excavadores de los juguetes con los que fue sepultado para que amenizase la eternidad, él, el favorito de la reina y propietario de un vasto harén gatuno, un apreciado semental destinado a dormir, engordar y procrear, aun reducido a mojama, ha obtenido su venganza.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Esquizo / Schizo

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Y si soy el mayor de los pecadores, soy también la mayor de las víctimas.
            Robert Louis Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

“Jamás serás como Él, patético doctorcillo”, dice su irritante compañero.
No lo soporta. Esa inoportuna voz, llevando siempre la contraria, invadiendo su pensamiento noche y día, le produce intensos dolores de cabeza. A medida que ahondaba en sus investigaciones, se volvió progresivamente más huraño, hasta aislarse totalmente del mundo exterior. Sólo el laboratorio ahuyentaba su apatía. Ahora su única compañía es ese doble que le saca de quicio, pero del que tampoco puede prescindir.
El doctor recurre una vez más a la jeringuilla. Como otras mentes privilegiadas, comenzó a consumir cocaína en busca de lucidez. Ahora lo hace para sobrellevar a ese alter ego petulante y engreído. Cuando salta una dosis está más irascible de lo habitual y es incapaz de concentrarse. Reconfortado por la droga, recuerda cómo empezó todo.
Consciente de que el cuerpo es un mero recipiente, fácil de sustituir desde que el gran Víctor Frankenstein ofreciese su aportación a la ciencia, se centró en reproducir el órgano que alojaba su talento y su genuino espíritu: su cerebro, un mecanismo perfecto.
Durante años cultivó células extraídas de su propio bulbo raquídeo con escaso éxito, hasta que una mañana se levantó y la minúscula masa esponjosa había crecido. Fue desarrollándose bajo su atenta mirada, llena de admiración y ternura. Ahora, flotando en su pecera, rodeado de cables que conectan los electrodos colocados en su superficie con la bocina que le sirve de boca, se diría un pulpo grotesco y respondón. Su lóbulo frontal parece anómalo. El hipocampo y la amígdala, pequeños. Más aberración que prodigio, se pregunta si no será defectuoso, si no fallaría algo en el experimento.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Oigo los cascos de mi caliente muerte que me busca


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Era una mañana, 26 de octubre, no se me olvida. Yo iba con prisa. Apenas divisé el taxi, levanté el brazo. Los caballos del motor frenaron en seco. Subí raudo, pero para mi sorpresa constaté que un desconocido había entrado al tiempo por la otra puerta. Ahora los dos compartíamos vehículo. “Yo lo vi primero”, protesté indignado. “Eso no lo niego”, respondió con sorna el Otro, que —finalmente advertí yo— era ciego. “No obstante me corresponde llegar antes al destino: la antigüedad ha de contar algo, señor mío; desde el 86 vengo realizando este trayecto”. De buena gana le hubiese bajado los humos, pero el taxista se volvió a reprendernos: “No dispongo de todo el día. Tengo una cita en Mendoza; unos caballeros me esperan desde el 29”. Arrancó como si conociese la dirección y partimos los tres. Fue en 2010, y desde entonces otros han ido subiendo.

Salomé Guadalupe Ingelmo: De un tiro / With one stone

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Realmente el hombre es el rey de las bestias, pues su brutalidad sobrepasa la de ellas. Vivimos de la muerte de otros.
Leonardo Da Vinci

“A pesar de la carestía provocada por la radical disminución de los recursos y la sucesiva migración de la industria extranjera, la tasa de natalidad ha seguido creciendo a un ritmo brutal en los países subdesarrollados. Debemos buscar una salida para todos esos niños que se hacinan como ganado en suburbios sin apenas servicios higiénicos ni alimentos. Ustedes no han de sentir remordimientos. En sus lugares de origen no tendrían ninguna oportunidad. La experiencia resultará muy gratificante, verán. Generalmente quien prueba, repite. Su actitud es responsable y solidaria; pronto todos tomarán ejemplo”.
Han tardado mucho en decidirse a pedir información, pero según sus amigos criar a una criatura supone una experiencia única. Además el funcionario ha disipado sus dudas. En efecto, mientras esté con ellos, comerá cuanto quiera ‒sano, eso sí‒ y gozará de todas las comodidades. Se trata de un acto de caridad, no de egoísmo.
Tras el papeleo habrán de esperar turno hasta que se les asigne un bebé; cada vez se tramitan más peticiones. Han escogido una niña. Según dicen sus amigos, resultan más tiernas. Son primerizos, así que les falta experiencia. La adquirirán con el tiempo.
Cuando la nena llegó, su habitación llevaba equipada meses. Era todo pellejito y huesos, pero en breve comenzó a coger peso. Ya no se diría la misma: sonrosada y rellenita. En una palabra, saludable. Duerme con el pulgar metido en la boca, cual cochinillo mordiendo manzana. Su aspecto es delicioso. Marido y mujer, orgullosos, cruzan una mirada de complicidad. Su obra parece perfecta. Y se diría en su punto.
La nueva pareja vacila. Los clientes temen llegar a encariñarse. El funcionario remata su faena: “Es el futuro, se lo aseguro. Con este género de ganadería ecológica los consumidores controlan la alimentación de la pieza. El papeleo con el Ministerio de Sanidad vale la pena a cambio de un producto seguro. ¿Quién, hoy en día, suministra carne no engordada a base de hormonas? Y díganme, ¿qué va a ser, niño o niña?”.


Salomé Guadalupe Ingelmo: Bajo el signo del naufragio


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―Yo simplemente intenté evitar el mal mayor. Es lo que hace todo buen militar.
―¿Se da cuenta de que abandonó usted a su suerte a seres humanos? ―pregunta el fiscal reprimiendo a duras penas una mueca de repugnancia―. Algunos no soportaron la idea de morir lentamente bajo el sol, con la piel plagada de quemaduras y úlceras, y se quitaron la vida mientras sus compañeros dormían. Otros, enloquecidos, aprovecharon el sueño del resto de los náufragos para asesinar indiscriminadamente y apropiarse de las exiguas raciones de vino de los difuntos, lo único que les quedaba de las provisiones que transportaba el barco, u ocupar lugares más seguros en la inestable balsa, cuya superficie era a todas luces insuficiente para albergar a la gran cantidad de pobres diablos que se hacinaban en ella. La balsa no estaba preparada para soportar tanto peso, y sus bordes se hundían en el agua. Sólo el centro de la misma ofrecía algo más de protección contra el mar. De hecho, las veinte personas que tuvieron la desgracia de quedar en las orillas de la improvisada embarcación desparecieron durante la primera noche arrastradas por las olas. Los días posteriores se hicieron interminables. Por la falta de espacio y alimentos, los náufragos se vieron obligados a lanzar al mar a los enfermos que tenían menos posibilidades de sobrevivir. El doctor Savigny tuvo que seleccionar a las víctimas, decidir quiénes morirían inmediatamente y quiénes podrían seguir albergando la esperanza de ser rescatados. ¿Sabe usted cuántas personas fueron encontradas con vida? ¿Sabe cuántos fueron recogidos el diecisiete de julio por el bergantín Argus? Quince. Quince de los ciento cuarenta y nueve que usted abandonó. Quince esqueletos ambulantes. Quince espectros demacrados que casi habían perdido el juicio a fuerza de beber agua de mar y orina y de alimentarse de los cadáveres. Sus cuerpos estaban tan consumidos que cinco de ellos murieron pocos días después de su rescate. Las mentes de los que sobrevivieron nunca volverán a ser las mismas. Les cambió usted la vida para siempre. Su decisión les cambió la vida para siempre.
―¿Qué quería que hiciese? ―pregunta no sólo con una serenidad que casi raya en la indiferencia, sino incluso con la arrogancia con la que los aristócratas como él acostumbran a dirigirse a quienes consideran meros subordinados―. Los botes salvavidas eran insuficientes para trasladar hasta tierra firme a toda esa tripulación y pasaje. Le aseguro que intenté remolcar la balsa hasta la orilla con los únicos seis de los que disponíamos. Pero pesaba demasiado. Habría sido imposible salvarlos a todos. Al final cedí a la petición del pasaje y la oficialidad y corté los cabos de remolque. Pensé que sería mejor que se salvasen unos cuantos a que muriesen todos.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Salvo veintiún gramos de diferencia

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Cinco espantosos crímenes perpetrados en menos de tres meses bastaron para que Jack el Destripador, cuya identidad sigue siendo un misterio, aterrorizase a la violenta e impasible Londres. Después, el considerado padre de los asesinos en serie modernos desapareció sin dejar rastro ni certezas.


―Por Dios, Charles, sabes tan bien como yo que este experimento no puede llegar a buen puerto. Es antinatural. Casi abominable. ¡Una mujer deambulando por los pasillos del London Hospital disfrazada de médico!
―Es que es médico.
―No digas sandeces. Puede que haya traído consigo un título, pero ni todas las prestigiosas universidades de Europa juntas lograrían anular un hecho fundamental: Dios la creó mujer. Eso no cambiará simplemente porque se ponga una bata igual a la mía. ¿Acaso crees que los enfermos no se dan cuenta de lo que hay debajo? Su presencia aquí puede turbar a… los pacientes. He sido testigo de demasiadas miradas lascivas en el corto periodo de tiempo que lleva entre nosotros. Me basta para saber que está de más aquí. Tenemos que hacer algo para poner fin a esta violenta situación. Hay que restaurar la armonía perdida. La reputación del hospital está en juego. No podemos permitir que los caprichos de una muchacha testaruda a la que se le ha metido en la cabeza jugar a ser doctora pongan en peligro una institución honorable como ésta. ¡Oh, vamos, Charles! Lo digo por su propio bien. La mujer es un ser delicado; el Señor la creó así. Por eso la obligación del hombre es protegerla. Aun en contra de su propia voluntad si es necesario. Ellas, seres obstinados, rara vez calculan las consecuencias de sus actos. Para eso estamos nosotros, para poner freno a los pájaros que tienen en la cabeza y evitar que se hagan daño. No niego que parece una joven de gran cultura. Y se diría todo lo inteligente que puede llegar a ser su sexo. Pero no es prudente, Charles. No es prudente en absoluto. No sabe cuál es su lugar. Debería casarse. Es bien parecida y no le costaría encontrar marido. Podría elegir a un médico con consulta propia y ayudarle en sus tareas como recepcionista o incluso como enfermera.
***
Acaricia tiernamente la cabeza del ser deforme que se acurruca entre las sombras, en una esquina de la celda. Al principio sus músculos se tensan. Se retrae igual que ante la escasa luz que se filtra entre los barrotes del ventanuco. La teme como al sol, al que debe las pústulas esparcidas por su cuerpo. Sólo su hirsuta cara, gracias a la densa pelambrera que la protege, está libre de esos estigmas. Pero entonces la bella joven empieza a tararear una nana muy dulcemente, apenas en susurros. Una canción de cuna al ritmo de la cual el ser se mece. Sus ojos acuosos la miran con adoración, como si se tratase de una Virgen. Un reguero de baba cae por la comisura de sus labios entreabiertos, tras los cuales se vislumbran unos dientes irregulares y rojizos, incrustados en encías lívidas y atrofiadas. Jadea agradecido, emitiendo un sonido más digno de piedad que de horror. Una especie de gruñido animal desagradable pero necesario; apenas puede respirar a través de esas oquedades purulentas por las que escapa un hilillo de sangre que ella restaña delicadamente con su pañuelo.

Ricardo Acevedo Esplugas - Salomé Guadalupe Ingelmo: Impedimento non mi piega


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Medita el mono
a lo largo de la noche
¿Cómo atrapar la luna?
Masaoka Shiki


Haga usted algo, doctor ‒le ruega Leocadia a Arrieta‒. Va cada día a peor. Ahora, además de estas figuras repulsivas de las paredes, dibuja mozos con alas en los papeles. Se ha significado tanto y es tan difícil la relación con la corte… Imágenes del demonio... Quién sabe lo que podría pensar la Santa Inquisición si las vieran.

Está bonita esta noche, ¿verdad? ‒señala fascinado a la luna‒. A usted se lo cuento, Arrieta, porque, además de amigo, es hombre de ciencia. Sabrá entenderlo. Todo visionario parece loco a los ojos de este mundo podrido que prohíbe soñar. Pero yo no pretendo un pueril juguete, un ingenio con el que revolotear sobre este reino miserable como un murciélago ciego. No. Hay que escapar de esta tierra estéril, lejos de sus limitados hombres. Muchos lo han ido anunciando hace tiempo. Dejando mensajes para quien quisiese verlos. El Bosco, da Vinci…. Quizá los más avispados nos estén esperando ya allí arriba.
Goya, súbitamente rejuvenecido, mira esperanzado hacia el cielo. Ya no escucha el soliloquio de Arrieta: “La Luna es un lugar terrible, escarpado. Apenas hay aire y el frío te mataría. Sin embargo en…”
—La Luna no desea quemarte; puedes mirarla todo el tiempo. Está hecha de nácar y sus edificios son de coral: domos colosales adonde acuden los grandes pensadores de todas las épocas. En la Luna no vuelan las balas de cañón, por lo que no caben las guerras y el oxígeno no arde. ¡Adiós a la Santa Inquisición!
El doctor trata de apagar sus requiebros con linimentos y paños calientes.
—Estás delirando, amigo. Son las fiebres.
—¡Llévame contigo, bella Asmodea! ¡Llévame contigo más allá de Nínive, hasta aquella gran roca en la Luna!
Era el 16 de abril de 1828. Nadie pareció distinguir la figura embozada en rojas sedas que aguardaba posada sobre el alféizar.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Cthulhu 5.0


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Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn (“En la ciudad de R´lyeh, el difunto Cthulhu, espera soñando”). H. P. Lovecraft, La llamada de Cthulhu.


En efecto ha leído cosas espeluznantes sobre la Deep Web. No esas chorradas de monstruos que se introducen en casa a través de la pantalla del ordenador, obviamente; sino amenazas muy reales sobre tipos que consiguen tus datos y te raptan y te cortan una oreja ‒o incluso peor‒ para cobrar rescate en una moneda virtual imposible de rastrear y, en el mejor de los casos, te sueltan en un descampado con una mano delante y otra detrás ‒lo único que te queda para el resto de tu vida‒. No se considera idiota, es un tipo juicioso: nunca se le ocurriría entrar en ese submundo de traficantes, pederastas, asesinos y todo tipo de indeseables. Nunca se le habría ocurrido de no ser porque su editor ‒siempre tan original‒ exigía un relato sobre ese infierno. Así que el tipo juicioso, salvando su natural reticencia, se descarga un programa para, al menos, no dejar pistas y tener las espaldas cubiertas. Y se sumerge en ese turbador universo. Para su sorpresa, no descubre nada sórdido: información muy trivial que, por un motivo u otro, no encuentran los buscadores. Si de verdad es un paraíso para los maleantes, estos saben esconderse muy bien o utilizan un lenguaje en clave que él no detecta. Así, el hombre precavido comienza a bajar la guardia. Tras unas cuantas sesiones, incluso le coge el gusto. Y curiosea, husmea y fisgonea por todos lados. Cada día ahonda más. Cada día, más descarado e imprudente. Hasta que, durante una de esas sesiones, escucha una voz recóndita. Juraría, en su cabeza.
¿Cómo te atreves a despertarme? Era muy profundo mi sueño, piensa. Y se resiste al principio. Pero el extraño llama insensatamente a su enorme cabeza de pulpo.
En el nivel más profundo, ése al que nadie ha bajado desde el principio de los tiempos, algo oscuro y gelatinoso se agita. Molesto al principio; intrigado después. Una vez desvelado, tras tantos siglos aguardando su momento ‒el de la reconquista‒, comprende que está hambriento. Hambriento de experiencias nuevas; de un cerebro humano al que sólo ha accedido, a distancia, a través de ese ingenio. Hambriento de carne fresca con la que reanimar sus tentáculos, anquilosados durante milenios.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Vendrá la muerte y tendrá tu rostro

Salomé Guadalupe Ingelmo: Vendrá la muerte y tendrá tu rostro,escritora madrileña, escritora española, escritora denuncia social, Relatos de terror, Horror stories, Short stories, Science fiction stories, Italo Calvino, Leggenda di Carlomagno, Anthology of horror, Antología de terror, Anthology of mystery, Antología de misterio, Scary stories, Scary Tales, Science Fiction Short Stories, Historias de ciencia ficcion, Donald A. Wollheim, Mimic, Tales of mystery, William Butler Yeats


Es obvio que los valores de las mujeres difieren con frecuencia de los valores creados
por el otro sexo y sin embargo son los valores masculinos los que predominan
Virginia Woolf, Una habitación propia


La pluma rasca insistentemente sobre el papel siguiendo un ritmo regular que resulta casi melodioso. Le gusta trabajar por las noches, a la escasa luz de un quinqué que a duras penas ilumina su escritorio. Prefiere no ver el mundo que la rodea mientras escribe. Su vida se ha vuelto demasiado triste: podría perder la inspiración y dejar de narrar para siempre. Y la literatura es el único motivo que le queda para seguir viviendo.
―¿Crees que ha valido la pena? ―pregunta abruptamente una voz cavernosa procedente de uno de los rincones en penumbra.
―Por su puesto.
Responde con naturalidad, sin dar muestras de sobresalto ni sorpresa. Como si no hubiesen pasado casi seis años desde su último encuentro. Como si sus palabras fuesen, sencillamente, parte del diálogo escrito por un dramaturgo.
No necesita alzar la vista para saber quién se esconde entre las sombras de la habitación. Reconoce perfectamente la voz ronca que tantas veces ha regresado a su vida. Al principio se sentía turbada por cada una de sus apariciones. Sin embargo ya no le cabe duda: él es el único que la acompañará hasta el final, el único que jamás la abandonará. Ha estado a su lado cada vez que el dolor parecía volverse insoportable. Estuvo allí cuando enterró a sus hijos. Volvió a estar allí cuando recuperaron el cuerpo de Percy.
Después de todo, quizá él le haya demostrado más gratitud que ningún ser humano. Y, después de todo, puede que ella le deba mucho más de cuanto le dio un día. Si es que él tenía una deuda, la había pagado con creces.
―¿Cómo puedes seguir viviendo tan tranquila? ¿Cómo puedes seguir escribiendo como si tal cosa?
―Escribir es lo único que sé hacer. Pero tú, ¿por qué pareces tan indignado?
―Y ¿cómo no habría de estarlo? Te han menospreciado y vilipendiado durante años. Primero dijeron que tus obras eran producto de la pluma de tu esposo. Más tarde, que de la de tu padre… Los mismos que las alababan mientras las creían fruto de las mentes de esos dos grandes hombres, las tachaban de pueriles al convencerse de que en efecto podrían ser tuyas. No comprendo cómo no has abandonado este mundo.
―¿Sabes cuántas mujeres han pasado por lo mismo antes que yo? ¿Tienes una idea de cuántas habrán de hacerlo aún mucho después de que yo descanse bajo tierra? Es una historia vieja cuanto el mundo.
―¿Y por eso hay que aceptarla?
―Yo no la acepto. De haberlo hecho, habría dejado de escribir hace ya mucho tiempo. ¿No crees? Al fin y al cabo, he pasado la vida aceptando cosas. Acepté la culpa por haber puesto fin a la vida de mi propia madre con mi nacimiento; acepté la decisión de mi padre de darme una madrastra a la que yo detestaba; acepté el suicidio de mi hermana Fanny; acepté el desprecio de la sociedad cuando decidí unirme a un hombre casado; acepté que el hombre al que amaba se hiciese amante de mi hermanastra Jane; acepté la muerte de la primera hija que tuve con él cuando era sólo un bebé; acepté enterrar a dos hijos más en Italia ―dice con un aplomo escalofriante―; acepté los caprichos de Percy, que me arrastró por media Europa; acepté también su muerte y ahora acepto la enfermedad… Me siento vieja y cansada. Creo que me he ganado el derecho de ser dueña de lo poco que me pueda quedar de vida. Esta anciana solitaria seguirá escribiendo hasta el final. Quizá sea ésa la única forma de hablar con los que ya no están presentes. Y de cuya partida puede que yo sea responsable. Pierdo cuanto amo y marchito cuanto toco. La muerte es muy celosa; no está dispuesta a compartirme con nadie. Por eso cuantos se me acercan demasiado peligran.

Salomé Guadalupe Ingelmo: In illo tempore

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¿Es posible que esto lo haya hecho una mujer? ¡Válgame el cielo, ¿cómo es posible?!
(Roberto Longhi, sobre Judith decapitando a Holofernes de Artemisia Gentileschi)

Soy la muchacha encolerizada, y la cólera me cubre como los matorrales a la montaña
(Poema hitita Ishtar y Hedammu)



En aquel tiempo era el caos. Y el caos comenzó a girar sobre su eje como un violento tornado. Hasta condensarse en un único punto. Y se hizo tan sólido y tan corpóreo que tomó la forma de un horrible monstruo, el paladín de las sombras. Era invencible. No había voz que se alzase para desafiarlo. Y así su imperio de tiranía se ensanchaba día a día, hasta eclipsar por completo la luz. Y la creación que había sido vergel de vida y júbilo, se tornó taciturno camposanto. Las flores y la hierba se volvieron abrojos para los pies; los cantos de los pájaros, desabridos rugidos.
Sumisión pidió a cambio de moderar su cólera. Y sumisión obtuvo la bestia. Así fue suministrando su veneno lentamente, en dosis pequeñas. Hasta que un día, descubierto el engaño, Ella decidió adelantarse a su suerte. Se puso en pie. Y revestida de cegadora coraza, se enfrentó a su oponente. “No hincaré la rodilla en tierra nunca más”, dijo. Esa vez el dragón se conformó con cortarle el dedo meñique. Pero muchas otras le retó, y muchas otras fue vencida… Y aún así no se rendía. Pieza a pieza fue perdiendo partes de su ser. Finalmente comprendió que debía urdir un plan, y aprendió a ser astuta. Cambió coraza por etérea túnica y, tras seducir al monstruo, cantó hasta adormecerle. Entonces alzó su cimitarra. La cabeza lanzó hacia el cielo: el único ojo que dejó en su cuenca, para siempre vigilante y abierto. Luego separó en dos su cuerpo. En lugar de vísceras desparramadas, surgió un universo: un mundo luminoso y prometedor de nuevo. Cerró la puerta tras de sí. Jamás regresó a ese apartamento.
‒¿Cree que podría tratarse de un rito satánico? ‒indaga mientras procura eludir la mirada fija que parece juzgarle desde la lámpara que cuelga del techo.
‒No sabría decir; resulta difícil explicar tanta violencia.
El inspector intenta abstraerse de la escena del crimen. Se refugia en el mutismo y mientras tanto sueña. Sueña abandonar ese mundo pervertido y regresar a otro tiempo, uno donde el hombre aún no existía y el lobo no se comía al cordero.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Purgatorio / Purgatory

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Mucho es mayor el miedo que suspende
mi alma del tormento de allí abajo,
que parece ya pesarme esa carga.
Dante Alighieri, Divina Comedia, Purgatorio, Canto XIII, 136-38


Siglo XXV. Tan omnipresente como impotente, el Padre observa. Ni en sus más ambiciosos sueños se hubiera atrevido a vaticinar una vida tan larga para su imperio. Tampoco habría sospechado que el hombre hubiese podido sobrevivir a sus pecados durante tanto tiempo. A las puertas de las librerías, las masas, expectantes pero dóciles, guardan fila para descargar la recién editada novela. Preparan sus zócalos craneales para recibir la presunta última entrega de esa saga que él comenzase un lejano día, en lo que ahora pareciera otro universo. Apenas reconoce el planeta. En lo alto de las austeras fachadas, el trastataranieto de su bichozno, consumido como los cactus del severo desierto arrakeno, ofrece su mejor sonrisa artificial desde una levitante silla de autopropulsión. Nadie le calcularía ciento cincuenta años: de hecho no aparenta más de un siglo. Los fieles veneran su holograma como si del propio Paul Atreides se tratara.
Desearía mandarles un nuevo diluvio. Darles una lección por adorar a un becerro de plomo. Reprocharles a esos ingratos su indiferencia y castigarles por su traición. Sólo existe un Padre verdadero… Pero hace siglos que carece de cuerpo. Y ya nadie le recuerda. A veces hasta él duda de quién fue Frank Herbert. A dios muerto, dios puesto.
Los efectos de la agonía inducida por la especia remiten. El escritor, poco a poco, abandona el estado de precognición y regresa a 1965. Cada día le atormentan más esas visiones de futuro. Tanto que algunas noches insomnes ha planeado destruir su manuscrito y romper así la cadena. Pero su naturaleza es débil, y nada puede frente a las tentaciones terrenas. Él no ha conseguido superar la prueba: no ha logrado aniquilar sus pasiones. Es sólo un hombre. Abre el cajón y extrae el paquete ya preparado: la dirección de su editor minuciosamente escrita con letra vacilante. “Vanitas vanitatum, et omnia vanitas”, musita por un momento. Antes de zambullirse en sus sueños de grandeza de nuevo.

Tales of Mystery and Imagination