Era virtud no permanecer
Ir a nuestra heroica, terca manera
A buscarla en la cima del volcán
Entre témpanos de hielo
O donde el rastro se desvanece
Robert Graves, La diosa blanca
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Lo
contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Lo contrario de la
belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es
herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, sino la
indiferencia entre la vida y la muerte.
Elie Wiesel
El Sol se alza sobre un paisaje desolado, sobre los decadentes
restos de una civilización casi olvidada, de una humanidad extinta. Atraídas
por la promesa de calor, de entre los escombros surgen figuras de pequeña
estatura y pieles pálidas. Se asemejan vagamente a hombres, pero sus cuerpos lucen
huellas de impresionantes mutaciones.
Los dedos huesudos de nudillos prominentes revuelven
entre lo que, en otro tiempo, en otro mundo, se habría denominado “basura”.
Recogen la cabeza de una muñeca de cara sucia, ahora tuerta y medio calva. El
ser la sostiene a la altura de sus enormes ojos negros y escruta, en apariencia
conmovido, el iris azul de vidrio, solitario.
―Qué raza extraña la de los hombres. Unos desconocidos
hicieron del atesoramiento el objetivo principal de sus vidas y mira ahora…
Todos sus sueños terminaron aquí, en estos enormes montículos que se
descomponen bajo el sol. ¿Qué valor tenían sus ilusiones? Quién sabe cuánto
ansió alguien cada una de estas cosas ―dice con esa inconfundible forma de
hablar, entre jadeos, que los distingue―. Cuántas noches en vela proyectando
cómo conseguirlas, imaginando el placer que les habrían proporcionado…
―Esos hombres debían de ser muy estúpidos para luchar
entre sí por todos estos objetos inútiles. Sólo la comida puede dar la
felicidad. Sólo por ella vale la pena morir o matar.
El ser comprende que, pese a su juventud, el compañero
ha entendido ya: hambre y humanidad no son compatibles. Impresionado, lanza la
cabeza lejos y deposita la mano en su hombro para expresar de alguna forma lo
orgulloso que se siente de él.
El pequeño parece desconcertado y meditabundo. Observa
con insistencia la extremidad que reposa, inmóvil, cerca de su cuello, como una
araña exótica. Mira fijamente los peculiares dedos, aunque grotescos, especialmente
aptos para hurgar entre las montañas de restos. Deduce que su curiosa forma ha
de ser producto de una evolución en absoluto fortuita, de una estrategia bien
calculada por la naturaleza. Compara entonces esas manos con las suyas,
diminutas y rechonchas, y lo embargan la envidia y la ira.
Per me si va ne la città
dolente,
per me si va ne l’etterno
dolore,
per me si va tra la perduta
gente.
Dante Aligheri, La Divina Comedia, Infierno, Canto III 1-3
Los demonios son como
perros obedientes; vienen cuando se les llama.
Remy de Gourmont, “Péhor”, en Historias mágicas
Mi opinión es que si el
diablo no existe, si ha sido creado por el hombre, éste lo ha hecho a su imagen
y semejanza.
Fiódor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov
‒Magia negra. El kišpū[1] es poderoso ‒anuncia, circunspecto, el āšipu[2].
Su diagnóstico no deja lugar a dudas. Reconoce inmediatamente los
indicios; lleva demasiado tiempo ejerciendo la profesión.
‒¿No es posible otra explicación? ‒pregunta el paciente.
‒Los signos parecen claros. Un brujo está utilizando sus malas
artes contra ti. Quizá haya sido contratado por alguien. ¿Recuerdas haberte
ganado enemigos últimamente?
El tamkāru[3],
como casi todos los clientes de buena posición, niega raudo, demasiado raudo. Sin
embargo, en su fuero interno, el adinerado mercader se pregunta si su padecimiento no
tendrá algo que ver con los juicios en los que aportó testigos falsos que
respaldasen sus perjurios, con el adulterio cometido junto a su vecina, con la
calidad de sus tejidos, con las pequeñas sisas en el peso de las mercancías que
vende o con otras inocentes deshonestidades inherentes a su oficio...
En cualquier caso, lanza un suspiro de alivio: al fin y al cabo,
por cuanto parece, todo se debe a la intervención humana. En vista del largo
periodo de infortunios, temió haber contrariado a los dioses inadvertidamente,
y eso hubiese resultado mucho más grave.
No, claro que no. Sus divinidades son resueltas y fuertes, dioses
para triunfadores como él, y por tanto únicamente pueden sentir simpatía por su
persona. Así que, inmediatamente, destierra de un plumazo sus infundadas sospechas
y se reprocha el haberse permitido, siquiera por un momento, la debilidad de la
duda. Si sus negocios han marchado siempre tan bien es, por supuesto, porque
cuenta con el favor de las deidades.
–No te equivoques –dice el mago, que parece haber leído sus
pensamientos–, la magia negra se revela muy poderosa. Con sus inmundas prácticas,
los hechiceros son capaces de esclavizar a los demonios y someterlos a su
voluntad para lanzarlos después contra sus víctimas. Y todo por vil plata –añade
en voz baja, asqueado y con gesto agrio. Le repugnan
esos vulgares mercenarios; el trato con los espíritus debería estar
reservado a las vocaciones desinteresadas–. La codicia de los hombres no tiene
límites y es muy peligrosa. Has de cuidarte de recoger mechones de cabello y
uñas cuando los cortes. Esas partes de ti han de ser cuidadosamente guardadas
en un recipiente que lanzarás al río. Así, la corriente las transportará a los
confines del mundo, de donde no podrán ser recuperadas por tus enemigos. ¿Sabes
si alguien ha tenido accesos a ellas últimamente? No importa –interrumpe con brusquedad,
sin esperar una respuesta–. El daño ya está hecho y ahora sólo podemos intentar
liberarte. Necesitaremos mucha ayuda para desviar la atención de quien te
persigue sembrando la negatividad a tu alrededor. Habremos de recurrir a la
magia de sustitución: tendremos que buscar un chivo expiatorio a quien transferir
la maldición.
En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que
puede suceder que el cuerpo continúe
vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo
tiempo que el cuerpo, pero, según algunos,
resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.
Ambrose Bierce, Un habitante de Carcosa
We are all just prisoners here / of our own device [...] You can check
out / any time you like / but you can never leave.
The Eagles, Hotel California
Cuatro treinta de la madrugada. Sólo cuatro minutos desde la
última vez que miró el despertador. Una eternidad.
Borborigmos que sacuden las cañerías, suspiros que escapan por el
desagüe, silbidos, gemidos, crujidos, un rechinar persistente como el de quien,
para resistir el dolor, aprieta los dientes… Abundantes y variados, toda suerte
de rumores turbadoramente similares a sonidos corporales, se adueñan de la casa.
A esas horas cualquier susurro se impone
en el silencio sepulcral de la noche. Y él paralizado en la cama, presa de un
insomnio pertinaz, escucha atentamente cada uno de ellos. Como si en las voces
de esa casa esperase descifrar un mensaje. Como si en ellas aspirase a encontrar
el remedio o al menos el origen de su mal.
Y su casa está llena, llena de voces que parecen deseosas de sincerarse,
de desahogarse. Ya se sabe, todas las casas viejas cargan con sus achaques.
Tienen un pasado a las espaldas repleto de historias. Y esas historias no se
pueden borrar.
“El retiro constituye un momento importante en la vida del hombre.
Cuesta habituarse a las nuevas circunstancias. Es normal que echemos de menos
nuestra rutina en el trabajo. Los cambios a menudo generan ansiedad, y esa
ansiedad produce alteraciones del sueño. Búsquese un pasatiempo y tenga
paciencia”. Eso le había dicho el médico.