Sé cómo lo hacen. Primero, se filma al personaje caminando en dirección a la cámara. A partir de determinado punto, se hacen otras dos tomas del personaje siguiendo trayectorias opuestas. También puede utilizarse un espejo, para que las dos trayectorias divergentes guarden una perfecta simetría. El resultado es lo que cuenta: esa imagen inquietante de un hombre desdoblándose en dos personajes con destinos opuestos. Espejos, fundidos, transparencias. Muy fácil, en el cine.
También están las tomas descartadas: todo lo que no se aprovecha cuando se procede al montaje definitivo de la película. Uno mira, por ejemplo, a John Gielgud en El agente secreto. Lo mira bajar las escaleras en su uniforme de aviador. Abajo lo espera Peter Lorre. Y uno sospecha que, en el limbo de las imágenes descartadas, a lo mejor es Peter Lorre el que sube esa escalera mientras John Gielgud lo espera en el descansillo, las manos a la espalda, los guantes doblados en el cinturón. Y que, a lo mejor, de haberse aprovechado el recelo, la desconfianza que implicaba esa actitud distante, John Gielgud no hubiese llegado a ser cómplice de un asesinato inútil cometido más tarde por Peter Lorre. Claro que, entonces, no tendríamos película. A lo sumo, y de haber quedado constancia de que Gielgud no acepta la misión, hubiésemos tenido el vago consuelo de que algunas personas se niegan a prestarse a ser cómplices de cosas que, de cualquier modo, acabarán sucediendo.
Lo que me va a suceder a mí también es inevitable. Y, por una vez, tiene algo que ver, aunque sólo sea de un modo tangencial, con el cine.
Me preguntarán de dónde demonios he sacado la pistola. Es una historia larga, que incluye haberme ganado la confianza de Luisito, el hijo de mi vecino, y haberlo llevado, junto con mi sobrinilla, al zoo y al parque y a una película de Disney y a no sé cuántos sitios más en las últimas semanas. El padre de Luisito es policía. Y Luisito sabe dónde guarda el arma.
Les hablaba de un personaje que camina hasta un punto y, a partir de ahí, se convierte en dos réplicas de sí mismo que siguen caminos opuestos. Estoy viendo la escena, no me pregunten de qué película. He detenido la imagen (mi última estupidez: el vídeo de cuatro cabezales, que me ha costado cien mil pesetas) justo en el momento en que el personaje empieza a desdoblarse. Estudio las dos caras. Desde el principio, en una se lee decisión, seguridad, éxito. La otra, en cambio, parece desconcertada, como si no supiera dónde está o intuyera un peligro inmediato.
Los artículos de cine que publicaba en El Vigía no le gustaban a nadie. Ni siquiera al director de El Vigía. Los publicaba porque le salían gratis. Y porque, sospecho, le hacía gracia que el mismo tipo que le atendía en la ventanilla del banco por las mañanas apareciese por la tarde en el periódico con un par de folios mecanografiados y la pretensión (insólita, al principio) de que se los publicaran. Convencerlo no fue fácil. Se permitió rechazar los diez o doce primeros, con una mezcla muy suya de amabilidad e impertinencia, pero dejando siempre abierta la posibilidad de aceptar el próximo. Y yo iba al cine aquella misma noche y, al día siguiente, mientras mi mujer dormía la siesta, le daba a la máquina y pergeñaba una nueva crítica. Era cuestión de insistir. Alguna vez, pensaba, a ese tipo le sobraría espacio en alguna página. Las cosas que pasan en una ciudad como ésta no dan ni para llenar las dieciséis páginas de un periodicucho como El Vigía.