Cuando Fulgencio, aún joven, murió de asco, Tomasa –la viuda- y sus pocos amigos, tan pobres como él, lo vistieron con su único traje y afrontaron la situación con realismo.
Las posibilidades tradicionales parecían escasas; al grado de que bastó un rato de conversación, entrecortada por hondos suspiros, para persuadir a todos de que sólo había una: el endeudamiento casi de por vida. Aun aparte de eventuales problemas de cementerio, los simples gastos de ataúd y traslado de Fulgencio serían ruinosos. Entonces decidieron preparar un café y pensar más despacio.
El proyecto de llevar el cadáver por la calle tuvo que ser descartado. Habría que atravesar nueve ejes viales y el periférico. El único vehículo imaginable era la camioneta del vecino repartidor de piñatas, pero tendrían que esperar el domingo, y era martes.
Fue entonces cuando el primo Galo, recién llegado al velorio, sacó del bolsillo un papel arrugado con el plano de la red del metro, que le habían regalado en otro día, y propuso un plan que al principio fue recibido con escepticismo. A un par de calles de la vecindad donde se hallaban estaba la discreta estación de metro Aconcagua, y en el extremo de la línea la terminal Mictlan, reino azteca de los muertos. Después de una noche entera de razonamiento cartesiano, al amanecer hubieron de convenir en que no existía otro recurso y decidieron preparar el quinto café, ya casi agua caliente.
Eran las nueve de la mañana cuando, pasado el congestionamiento de público, ungrupo de personas llegó con decisión a la entrada de las estación Aconagua. Modestos, no iban apiñados; cinco o seis incluso hacían lo posible por parecer ajenos, mientras repartían ojeadas inquietas y hacían a los demás señas misteriosas.
En el centro iba Fulgencio, sostenido en vilo por dos amigos vigorosos. Para que pareciese que era ciego, le habían puesto unos lentes negros, trabajosamente conseguidos y llevaba un bastón bien sujeto a la mano, vendada. Aparte su inercia, tal vez excesiva, no tenía mal aspecto.
Esperaron un momento solitario e hicieron descender a Fulgencio resbalando sobre los talones, con notable soltura. Una vez abajo, lo apoyaron en la pared, para tomar un respiro, y se le cayó el sombrero. Tomasa lo recogió y se abanicó con él. Uno de los dolientes, fingiendo esperar a alguien, emprendió una lenta inspección circular por las estación. A la vuelta estaba el policía, solo, manifestando una indeferencia que casi se antojaba sospechosa.