Tales of Mystery and Imagination

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Ramón Gómez de la Serna: El sastre desahuciador

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Iba a morirse.

No se le notaba. Hacía equilibrios con su paso y miraba las tiendas. ¡Hasta las sombrererías!

Él sabía que iba a morirse, pero quería hacer una prueba decisiva. ¿Ir a un médico? No. Los médicos no saben nunca cuándo va a morirse un enfermo, y más si lo reciben de sopetón.

En una visita repentina sólo dicen al enfermo:

«¡Vamos! No sea usted aprensivo... De esto no se muere usted.» El enfermo se muere bajando la escalera.

Pensó en su sastre. Los sastres saben cuándo un hombre está desahuciado y no le adelantan la última tela. Tomó un taxi.

El sastre le recibió sin acabarle de mirar, porque los sastres no miran hasta que no saben qué va a ser.
—Vengo a hacerme un traje de tela inglesa -dijo.

-¿De tela inglesa? -le preguntó el sastre mirándole fijamente.

—Sí, de tela inglesa -repitió él con energía.

El sastre le volvió a mirar, esta vez con más ensañamiento, haciendo todos sus diagnósticos —sangre, jugo pancreático, esputos, heces, rayos X—, y por fin le dijo:

-Pues no va a poder ser... Estoy muy mal... Me tendría usted que pagar la tela por adelantado y la mitad de la hechura.

Él vio todo lo que aquello significaba, comprendió que era verdad lo que había presentido.

—Bien —dijo sin perder la serenidad—. Ya vendré el día que tenga el dinero... Adiós, hasta uno de estos días.

Salió a la calle. Sentía que llevaba en el bolsillo el certificado de defunción que sólo dan los sastres, seguro, evidente, inmodificable.

Pudo llegar a su casa.

Al poco rato se moría.

Ramón Gómez de la Serna: Las siamesas

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Siempre le había tentado al novelista el conflicto de aquellas dos almas juntas, inseparables y, sin embargo, distintas.

Aquella paradoja de la vida con complicadas seducciones le sugería una novela desesperada en que el conflicto terceril sería cuádruple.

Ante la invocación de las hermanas con algo de criollas, comenzó su relato:

I

Al nacer lloró su madre porque el que las dos estuviesen unidas por la cintura hasta más abajo de los omoplatos, la parecía una doble desgracia, pues no sólo la nacía mujer en vez de varón, sino que la mujer que la nacía estaba sometida y mediatizada por otra mujer, es decir, sería doblemente desdichada la hija que aparecía con dos rostros, dos corazones, cuatro manos y cuatro pies.

Lo primero que hizo la madre al saber el extraño ser que había parido, fue pensar qué pecado monstruoso, qué idea disparatada o qué antecedente endiablado pagaba con aquel castigo de una doble hija como coja de todo su ser que sería pasto de la curiosidad trivial de las gentes.

No encontró razón ninguna que disculpase aquella extraña aparición fuera de lo normal y pensó si sería en la historia de su esposo donde se ocultaba aquella falta castigada tan cruelmente.

En los primeros meses las hermanas siamesas parecían el ser que no puede vivir, la intentona de la naturaleza por salirse de sus prototipos, que es purgada con la muerte.

Ramón Gómez de la Serna: La sangre en el jardín

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El crimen aquel hubiera quedado envuelto en el secreto durante mucho tiempo si no hubiera sido por la fuente central del jardín, que, después de realizado el asesinato, comenzó a echar agua muerta y sangrienta.
La correspondencia entre el disimulado crimen de dentro del palacio y la veta de agua rojiza sobre la taza repodrida de verdosidades dio toda la clave de lo sucedido.

Ramón Gómez de la Serna: El que veía en la oscuridad

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Aquel joven veía en la obscuridad porque le había mordido un gato, siendo niño, en el centro más nervioso del ser, en el codo.

Primero se creyó que aquello sería una ventaja para él; pero poco a poco fue volviéndose un misántropo.

Por ver en la obscuridad había visto antes de tiempo la verdad de la vida, la escena que la resume por entero.

Por ver en la obscuridad había visto a los seres a quienes tenía más respeto aprovecharse de la obscuridad.

Por ver en la obscuridad había visto en los túneles cómo las mujeres pálidas y de una hipocresía perfecta se dejaban coger la mano en la obscuridad, mientras los demás, desconfiando unos de otros, se echaban mano a la cartera.

Por ver en la obscuridad al entrar en los sótanos o en las profundas minas vio a los animales genuinos de la obscuridad con su cara más fea que la de nadie.

Por ver en la obscuridad vio su mismo gesto en el espejo, gesto mortal, que sin ver en la obscuridad no habría visto nunca y no le habría dejado tan desengañado.

Por ver en la obscuridad vio el gesto de hastío de las mujeres, hasta en las que dormían a su lado, y a las que no decía que veía en la obscuridad por no asustarlas.

Por ver en la obscuridad ha comprendido lo cochina que es la humanidad, que aprovecha la obscuridad para andarse en las narices.

Ramón Gómez de la Serna: El negro condenado a muerte

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Aquel negro había tenido la avilantez de amar a una blanca y eso, en la pulcra Yanquilandia, no se perdona.

Los jueces, que por algo se lavaban los dientes cuatro veces al día, pronunciaron una terrible sentencia condenatoria. El negro sería ejecutado por tres veces con macabra saña.

La noche de capilla fue aterradora para el pobre hombre empavonado, tan terrible que, cuando le llevaron a matar en la madrugada de ojos pitañosos, se había vuelto blanco.

Así como en la noche de la capilla última ha habido condenados que han encanecido por completo aun habiendo entrado pelijóvenes, el negro se había convertido en blanco.

En vista de eso, los jueces se reunieron en consejo urgente y como, al perder el color, el delito se había convertido en falta, optaron por casar a la pareja de blancos.

Ramón Gómez de la Serna: Sueño del violinista

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Siempre había sido el sueño del gran violinista tocar debajo del agua para que se oyese arriba, creando los nenúfares musicales.

En el jardín abandonado y silente y sobre las aguas verdes, como una sombra en el agua, se oyeron unos compases de algo muy melancólico que se podía haber llamado “La alegría de morir”, y después de un último glu-glu salió flotando el violín como un barco de los niños que comenzó a bogar desorientado.

Ramón Gómez de la Serna: Voz de contralto

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Era extraña aquella voz de contralto en la niña prodigio, pero se tendían a su alrededor tapices de concierto para verla tan niña, pálida y vestida de negro cantando con la voz de una alma mayor que la que le pertenecía.
La voz de contralto de la niña ponía en todas aquellas damas vestidas de blanco, que sufrían el escalofrío de oír penar a la acólita los pecados mayores que les pertenecían a ellas.
Huérfana, era llevada de un escenario a otro y de salón en salón por una tía suya que parecía cuidarla con un esmero de madre.
La vida parecía rodear de lejos a la niña con conmovedora voz de contralto, pero pronto se acercó a ella y comenzó a colgar de sus hombros el chal de pieles el novio futuro.
Ella le acogió con anhelo de hacerle la confidencia suprema de su espíritu, y un día le dijo:
No canto yo... Alguien canta por mí... Mi voz es la voz de mi madre.

Ramón Gómez de la Serna: Aparición

Ramón Gómez de la Serna



La bella joven se reía tanto a la orilla del mar que, como la risa es la mayor provocadora de curiosidad, asomó su cabeza un tritón para ver lo que pasaba.
—¡Un tritón! —gritó ella.
Pero el tritón, tranquilo y sonriente, la serenó con la pregunta más inesperada:
—¿Quiere decirme qué hora es?


Ramón Gómez de la Serna: El desterrado

Ramón Gómez de la Serna



¿A qué le podían condenar después de todo? A destierro. Valiente cosa. Cumpliría la pena alegremente en un país extranjero en que viviría una nueva vida y recordaría con un largo placer su ciudad y su vida pasada.
En efecto, la sentencia fue el destierro. ¡Pero qué destierro! El tribunal, amigo de aquel hombre autoritario y de inmenso poder a quien él había insultado, queriendo venderle el favor, y ya que no podía sentenciarle a muerte, le desterró a más kilómetros que los que tiene el mundo recorrido en redondo, aunque se encoja, para alargar más la medida, el diámetro que pasa por las más altas montañas. ¿Qué quería hacer con él el tribunal, sentenciándole a un destierro que no podía cumplir?
¡Ah! El tribunal, para agasajar al poderoso ofendido, había encontrado la fórmula de castigarle a muerte, por un delito que no podía merecer esa pena de ningún modo. Había encontrado la manera de ahorcar a aquel hombre, porque no habiendo extensión bastante a lo largo de este mundo para que cumpliese el sentenciado su destierro, habría que enviarle al otro para que ganase distancia.
Y le ahorcaron.


Ramón Gómez de la Serna: Traspaso de los sueños



De pronto, dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues habían llegado ya a ser una proyección obsedante en las paredes de su alcoba.
Descansado y tranquilo, en su sillón de lectura, el criado le anunció que quería verle el señor de arriba.
Como para la visita de un vecino no debe haber dilaciones que valgan, le hizo pasar, y escuchó su incumbencia:
—Vengo porque me ha traspasado usted sus sueños.
—¿Y en qué lo ha podido notar?
—Como vecinos antiguos que somos, sé sus costumbres, sus manías y sobre todo sé su nombre, el nombre titular de los sueños que me agobian a mí, que no solía soñar... Aparecen paisajes, señoras, niños con los que nunca tuve que ver...
—¿Pero cómo ha podido pasar eso?
—Indudablemente, como los sueños suben hacia arriba como el humo, han ascendido a mi alcoba, que está encima de la suya . . .

Ramón Gómez de la Serna: La mano

Ramón Gómez de la Serna, por Enrique Stoura, 1949


El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado. Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino. La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte. ¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano? Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».

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