Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

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Salvador Elizondo: Aviso

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La isla prodigiosa surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.

Había desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarraran al mástil.

Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.

Entonces decidí saltar sobre la borda y nadar hasta la playa.

Y yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas del Hades y que he cruzado el campo de asfodelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros.

Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina.

Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.

Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.

Salvador Elizondo: Anapoyesis

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Un escueto cable, transcrito por los periódicos, anuncia la muerte, en circunstancias trágicas, del Profesor Pierre Emile Aubanel que fuera, hasta antes de la guerra, titular de la cátedra de termodinámica en la Escuela Politécnica y de lingüística aplicada en la Escuela de Altos Estudios. Pocas semanas antes de que estallara el conflicto, en los medios científicos de París se discutían acaloradamente los trabajos que Aubanel había dado a conocer en el Instituto. Hubo quienes los juzgaron charlatanería y, ante el escándalo, Aubanel, que ya había dado su libro Énergie et langage a las prensas, se retiró a la soledad de su departamento de la rué dé Rome para proseguir sus investigaciones en privado. Losónos de guerra y de ocupación lo obligaron a un encierro fructífero, si bien la Gestapo cuidó de confiscar y destruir toda la edición del libro alegando, con base en un argumento lingüístico errado, el origen sefaradí del nombre de su autor.

Aubanel conservó cierto renombre en sus especialidades de la termodinámica aun al través del holocausto europeo. Lo conocí, después de la guerra, con motivo de la entropía de los altos vacíos, cuestión acerca de la cual fui a consultarlo, aunque lo que nos hizo amigos y me procuró su confianza fue la poesía. Yo recordaba haber leído que Stéphane Mallarmé había vivido en la misma calle que Aubanel. Cuando terminamos nuestra consulta y pasamos a hablar de generalidades, le pregunté si no podría indicarme cuál era la casa del poeta o si quedaba cerca.

Aubanel entornó los ojos y esbozó una sonrisa irónica; luego dijo:

—Mi querido amigo, ésta fue la casa de Mallarmé.

Señaló en torno con un gesto indiferente de la mano. Yo estaba asombrado de vérmelas con este gran hombre de ciencia incomprendido precisamente en la casa del más incomprendido de los poetas.

—Ya no queda nada de lo que había en su tiempo —dijo—. Cuando tomé la casa la reformé; tiré unos muros y levanté otros. En tiempo de Mallarmé estaba toda empapelada al estilo de la época, ya sabe usted.

Me enseñó toda la casa. Era común y corriente. En lo que había sido el estudio del poeta. Aubanel había instalado un aparatoso laboratorio. Entrabriendo la puerta me lo mostró desde el umbral. Por. el tipo de las instalaciones y la índole de los aparatos dispuestos sobre las grandes mesas de madera hubiera sido imposible deducir, a primer vista, cuál era la verdadera naturaleza de sus investigaciones.

Salvador Elizondo: Puente de piedra

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“Tienes que venir al pic-nic”, le había dicho, “ésa será como la prueba de fuego de tus sentimientos”. Ella no hubiera querido estar sola con él allí en el campo. Pero no podía negarse porque muchas veces, desde que se habían conocido, ella le había dicho: “Me gustaría estar sola contigo en un cuarto; ver cómo eres en la intimidad, cuando te sientas en un sillón y te pones a leer o a fumar”. Por eso el pic-nic era como una fórmula de transacción. La soledad, pero no la soledad sucia del consabido departamento equívoco, pequeño y abigarrado, con los inevitables carteles de París y de Picasso, el cuadro dizque abstracto, el tocadiscos, los cigarrillos resecos, los libros que no interesan y los muebles mal tapizados, sino una soledad abierta hacia las copas de los árboles y hacia las faldas de los montes en la mañana. “Será un encuentro en la naturaleza”, había dicho un poco para obligarla y un poco para que ella estuviera segura de sus buenas intenciones. Ambos gustaban, sin embargo, de estar al cubierto. Amaban el cine y los cafés, y las vueltas a la manzana en automóvil porque así siempre estaban bajo techo. Parecía como que las estrellas los inquietaban y de noche se detenían en alguna esquina solitaria y se quedaban hablando largo rato en el interior del coche. Sólo el sol de mediodía los llenaba de entusiasmo a pesar de sus inclinaciones. Al mediodía les gustaba encontrarse en el Centro y mezclarse al bullicio de los empleados y de los turistas porque ellos eran como una isla bajo los árboles de los jardines públicos y ella le decía: “¡Cuántas veces he pasado por aquí y nunca me había parecido como ahora!” Se equivocaba quizá, pero en esa equivocación estaba contenido todo lo que él amaba en ella y le aterrorizaba la posibilidad de que su separación inminente tuviera lugar entre un estrépito de automóviles o en una garçonière de mal gusto. El pic-nic ponía una nota neutra, pero que podría interpretarse como sublime, en el recuerdo de aquella escena de despedida. Ella había aceptado. Él esperaba retenerla para siempre, pero ella, después de haber aceptado, llegaba a su casa por la noche y lloraba igual que siempre, encerrada en su cuarto mientras sus padres y sus hermanos pequeños veían la televisión. Era como una anciana o como una niña. De la ilusión pasaba al desencanto, temerosa siempre de perder la estabilidad de sus sentimientos. Pero su intuición, que las más de las veces la inquietaba, le decía ahora que ese día de campo no tendría la menor importancia. Por eso consideraba que no había hecho mal aceptando.

Él cifraba todas sus esperanzas en ese paseo. Odiaba la naturaleza, es verdad. Sobre todo, ese campo agresivo en que los perros hambrientos acudían invariablemente a devorar los restos de la comida y en donde, como en las playas, siempre surgía el espectáculo de esas mujeres gordas que llevan pantalones, esos empleados deplorables que juegan fútbol con sus hijos, esos adolescentes que tocan con sus guitarras canciones de moda. Durante aquellos días hizo un minucioso inventario de las localidades y de las posibilidades que ofrecía el día de campo. El trópico no era lo suficientemente sereno para ser escenario del diálogo que tenía previsto. El vino tal vez surtiría un efecto demasiado violento o demasiado opresivo en el calor. Sería preciso dirigirse hacia el norte. Ese paisaje alpino inmediatamente al alcance de la mano, con sus barrancas de abetos, con sus riachuelos de guijarros, con su posibilidad de detenerse un momento en la caminata para recoger una piña y exclamar: “¡Mira, está llena de piñones!”, como si en esta frase quedara comprendido un vago amor a la naturaleza. Y ese frío tierno, templado, que siempre justifica una botella de vino, un queso fuerte con unos trozos de pan, un grito salvaje de efusión musical en medio del silencio que sólo estaría roto por el ruido de la corriente de un arroyo.

Salvador Elizondo: El grafógrafo

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Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo. 

Salvador Elizondo: Futuro imperfecto

Salvador Elizondo



a María del Carmen Millán


La naturaleza retrocesiva y preteritante que la mera noción “el futuro” proyecta sobre lo a priori, como si la naturaleza del curso del mundo marchara en el sentido inverso al que siguen las manecillas del reloj, bastaría para concebir o formular las bases de una literatura que tiene el mismo carácter y alienta con el mismo principio que “la máquina del tiempo”. Basta correr la palanquita situada frente al asiento de bicicleta, hasta que el indicador quede colocado en P si se quiere visitar el pasado o en F si se quiere visitar cualquiera de las consecuencias de nuestra estupidez presente en el porvenir. Con sólo hacer girar la perilla reguladora hasta que la aguja señale la fecha de nuestro destino para que zarpemos y el viaje se inicie. El gobernador automático de la máquina se encarga del resto. Para volver al presente sólo se requiere volver la palanca a A. El mecanismo que regula la operación de regreso al ahora adolece todavía de algunas fallas y es difícil colocarla en la posición requerida si no se tiene experiencia en su manejo. La fotografía y todos los procedimientos de re-presentación fenomenológica se ponen al servicio del perfeccionamiento de este mecanismo que rige la vuelta al ahora. Cuando falla, unos golpecitos del puño en el tablero son suficientes, casi siempre, para que la nave vire.

Con relación al futuro todo es a priori o pasado. Cuando aparezca el asterisco:… (*) hará exactamente 3 semanas 4 días 17 horas 15 minutos 21 segundos desde que Ramón Xirau me pidió estas notas sobre el futuro para el número 36 de su revista que estaría dedicado a este asunto apasionante. No fue la menor de las sorpresas que el encargo de la redacción de estas notas me produjo, la de percatarme en ese momento de que ya en el pasado me había ocupado del futuro forzando las conjeturas, a veces, hasta los extremos y permaneciendo siempre, como en esta ocasión, en el centro absoluto del presente de indicativo que el escritor ocupa entre el pretérito remoto de los orígenes, por el encargo del editor, de la escritura que el lector tiene en estos (¿estos?) momentos ante los ojos, y el futuro conjetural dentro del que el escritor, en estos (¿éstos?) momentos, ahora que esto escribe, concibe al lector que ahora (¿entonces!) está (o estará) leyendo estas líneas.

Esta imbricada relación, que sólo tiene una expresión sintáctica o retórica, es la única que permite delimitar claramente ese campo temporal en el que la misteriosa relación entre la escritura y la lectura se dirime y que, también, es la única que permite definir a la escritura como el pasado de la lectura y a ésta como el futuro de aquélla. El lector habita en el futuro; es el futuro de un libro y también el instrumento mediante el cual el libro se traslada al pasado y se convierte en una experiencia.

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