El terror me había pasmado paralizándome, reacción animal que me habría condenado a una muerte minuciosamente sanguinaria si la Caromola no me toma de la mano y corre conmigo por el laberinto de los corredores. Mi ingobernable pavor me llevó a implorar a la Caromola que tirara en cualquier parte a su majestad el emperador Blodo, hijo de la luna y del grillo sagrado, al que en sus hombros cargaba la dulce cirquera. De haber prestado oídos a mis urgentes palabras de seguro ahora estaríamos los dos artísticamente destazados. En la carrera principié a comprender nuestras desgracias: sin duda el difunto conde Chanma había confundido la puerta de la real perrera con la del real harén, error explicable, porque las dos puertas, enormes y ornadas con altorrelieves de bronce, son iguales, sólo que una está situada en el cuarto y la otra en el quinto piso del palacio, y había librado a los animales en lugar de a las mujeres. ¡Pobre Chanma!, él ya
había pagado su yerro de anciano. ¿Dónde estarían el príncipe Bomo y el mariscal Larba? ¿Lograrían agrupar a nuestras fuerzas y estarían peleando? El recuerdo de Ordominea en la sala de las artes simuladoras me llenaba de terror. Seguía a la Caromola que avanzaba con seguridad y aplomo definitivos, semejante a una niñera diligente con dos criaturas veleidosas y recalcitrantes. Nunca en mi vida había visto más feliz al emperador que en esa hora trágica: el hijo de la luna y el unicornio sagrado cantaba, reía, pataleaba y babeaba; por un momento pensé que podía morir de dicha. ¿Adónde nos dirigíamos? La pequeña escalera de piedra labrada y su pasamanos que imitaba las contorsiones de una culebra me reveló el propósito de la Caromola: nuestro destino era el real serrallo y la confusión de las setenta y cuatro concubinas. Al fondo del corredor vi la puerta de madera y bronce como quien mira la puerta de los paraísos. Tres guardias armados de hachas se interponían entre nosotros y el harén. La Caromola arrojó al emperador a mis brazos y de un brinco se colocó sobre mi hombro izquierdo: lo que vieron los soldados que custodiaban la puerta no fue al gran eunuco Foca con sus deslumbrantes vestidos y su andar arrogante, sino a un apresurado titiritero que entraba al serrallo con dos muñecos, un mono y una especie de perro, efecto este último que logró la gran cirquera y actriz cubriéndose el rostro con sus sedosas y largas barbas del color del té de manzanilla. Los guardias nos franquearon el paso y entramos al turbador lugar en el que setenta y cuatro mujeres y unas seiscientas sirvientas vivían juntas. Al amor del real serrallo volví a vestir trajes de seda. La Caromola declaró su intención de regresar a la sala de las artes simuladoras; yo la abracé emocionado y estaba por revivir nuestras más caras tradiciones de oratoria de despedida en su capítulo de oraciones fúnebres, ardua disciplina en la que desde joven fui un consumado maestro, pero la cirquera me interrumpió asegurándome con su aplomo y empaque habituales que pronto estaría de vuelta. La miré llorando de escepticismo. “Viajaré disfrazada de emperador, es decir, de mono”, explicó lacónicamente la Caromola al tiempo que vestía el traje del emperador Blodo, hijo de la luna y de la cebra sagrada, “y traeré conmigo todo lo que precisamos para nuestra fuga”. Desapareció la Caromola con agilidad de sombra y yo me consagré a la redacción en verso, de acuerdo a las más canónicas reglas de composición, de mi testamento.