Tales of Mystery and Imagination

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Carlos Abraham: La guardia nocturna

Carlos Abraham


El anciano se acodó contra el mostrador de la pulpería. Tras pitar una vez más el cigarro reblandecido por la saliva, paseó la vista por las paredes de ladrillos cimentados con barro. Pocos lugares había en ella que no estuvieran cubiertos con estampitas mohosas, telas indias del norte y manojos de plumas de ñandú. Dos raídos velones restaban fuerza al brillo de la luna, haciendo bailotear sombras sobre algunos nichos que albergaban codiciadas botellas de jerez fronterizo.

-Ustedes perdonarán la insistencia, señores -dijo-, pero yo me voy a hacer de vuelta la señal e’la cruz antes de seguir hablando. A veces es suficiente con mentar al Malo para que aparezca. No los quiero perjudicar, y menos a vos que tenés dos gurisitos en edad de atender. Sería pavo llamar a la desgracia.

-Siga nomás, que estamos todos cristianados -dijo la mujer aludida, una mestiza de dieciséis años con una larga cicatriz en la mejilla derecha.

-Hace varias noches que esto me quita el sueño. Y nadie puede decir que soy flojo. ¿De donde saca la vieja los angelitos? -preguntó, señalando una pequeña momia que se sostenía sobre un anaquel tapizado con pasto seco.

Los angelitos de pulpería eran una costumbre de todos los locales de buen tono incluso desde antes que hubiera estancias en la llanura. Como los bebés muertos después del bautismo estaban limpios de todo pecado, se consideraba de buen augurio colocarlos a la entrada de las pulperías para que con su influjo benéfico evitaran las riñas, las trampas en las apuestas, los robos y las enfermedades en los dueños y en los parroquianos. Esto era mientras quedara carne o piel; cuando los gusanos y vinchucas dejaban los huesos pelados, el niño era enterrado entre llantos y no faltaba alguien que improvisara un cielito triste para la ocasión. Su precio variaba, lógicamente, según la ley de la oferta y la demanda. Como los últimos años estuvieron libres de plagas (y por lo tanto de bebés muertos) y como el número de pulperías había aumentado a medida que se corría la frontera, el valor de un angelito estaba por las nubes.

Carlos Abraham: La biblioteca de Alejandría




1
El ruido de los niños del pueblo y de los carruajes se había apagado a medida que el sol se ocultaba tras los montes que aureolaban San Salvador del Valle de Jujuy, quedando redu­cido a un murmullo sordo, como hormigas atrapadas en un paño o un caracol de mar llevado al oído. Las luces de la tarde aún entraban a través de los postigos entreabiertos, ilu­minando el piso de mosaicos carmesíes y las paredes de estuco pintado a la cal amarilla. Poco podían iluminar de las paredes, sin embargo, ya que éstas estaban cubiertas por lar­gos y serpenteantes anaqueles cargados con libros.
En el fondo de la sala, tras un escritorio de madera negra, don Francisco Joseph Pellicer y Lastanosa trazaba, con una leve sonrisa en los labios, las últimas líneas de su traducción de la Hieroglyphica. de Pierio Valeriano, por encargo del gobernador Herrera. Trabajo fortuito (aunque lucrativo), hecho para un autoproclamado degustador de la mitología clásica que ni siquiera dominaba el latín y el griego. Sin per­der su sonrisa, puso a secar la tinta del manuscrito sobre un atril y sacó del polvo de un cajón un infolio mucho más grueso. La carátula, que en laberínticas y luminosas letras góticas decía Notas para un Inventario de la Biblioteca de Alejandría, custodiaba páginas en distintos tonos de amari­llo: ocres las primeras, aún blancas las últimas.
Antes de comenzar, encendió la lámpara de aceite y fue a cerrar la ventana. Miró por el balcón enrejado; abajo, en la estrecha calle de tierra, pasaban dos hombres montados en lentos y sudados potrillos overos. Observó con reprobación esos ridículos atuendos que se habían comenzado a utilizar pocos años atrás entre las gentes del campo: el chiripá, las bombachas, la rastra... Prendas tan bárbaras como su len­guaje, mezcla de expresiones castizas, indias y portuguesas, notorias éstas últimas en el uso del «vos» en reemplazo del «tú». No en vano los prohombres del pueblo los llamaban gauderios, guasos o gauchos, cuando no magos perdidos.

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