Don Celso Filgueira convocaba la antipatía de todos los vecinos del concello de Ribadeo. Confundían su pereza verbal con arrogancia y la justa cordialidad con desprecio. Recelaban de su negativa a copas y cafés y de su timidez bronca que no se paraba en hipocresías. El malentendido es la ley de gravitación de los solitarios. Cuando don Celso murió, todos consideraron para sí a aquel sujeto insociable una especie de lobezno muerto y bien muerto, pero don Celso Filgueira fue enterrado inadvertidamente con vida. Él, que anticipó esta contingencia (la soledad regala a manos llenas tiempo y temas), hizo instalar en su féretro un sistema patentado por el ingeniero Avendaño, de Monforte. Así pues, al despertar, oprimió en seguida el interruptor que levantó en la superficie un disco portador del número de enterramiento, encendió la lámpara de señalización y conectó la sirena de alarma. Era la mañana después de san Wenceslao, llovía y el soplo del orvallo apenas dejaba escuchar la llamada de auxilio. Mientras don Celso se removía como loco en la oscuridad, devorado ya por los gusanos del miedo, los vecinos iban acudiendo al camposanto atraídos por aquellos extraños e incansables bocinazos. Bastó que supieran de qué tumba provenían para que se dieran media vuelta. Y subiéndose unos las solapas y sacudiéndose otros las pellas de barro en los retamales, todos se alejaron, se alejaron.
Tales of Mystery and Imagination
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Ángel Olgoso: Extremidades
Iban a demoler el viejo hospital y citaron a los ciudadanos interesados en reclamar sus antiguos despojos corporales, objeto de observación y estudio durante decenios. Fue la curiosidad lo que me llevó a solicitar la pierna que me amputaron, por encima de la rodilla, cuando aún no había cumplido veinte meses. A aquella tragedia le siguieron años de trato preferente con el mejor artífice de piezas ortopédicas, apéndices más apropiados para la vida en sociedad, y no demasiado molestos; por lo demás, mi muñón y todo mi organismo aceptaban de buen grado cada nueva incorporación, como si se supieran regenerados al entrelazar su borde de carne ya endurecida con esos tejidos fríos, inertes, metálicos. Ahora, frente a mis ojos, en el formol de un recipiente de cristal, flotaba la extremidad sorprendentemente diminuta, blanca e infantil de un hombre de cuarenta y nueve años. Su visión resultaba más tierna que grotesca: los dedos del pie como migajitas de pan, la rodilla sin señales de hueso, el revoltillo de cabello de ángel de las arterias seccionadas del muslo. Este espíritu gemelo, en su soledad, en su meridiana inocencia, había permanecido inmutable, intacto, a salvo de la carcoma del cansancio, libre del veneno que todos los seres llevamos dentro. Yo crecía, mientras tanto, ajeno a la entereza de mi extremidad cercenada; me desarrollaba con la indiferencia de la mala hierba que se reconoce inútil, destinada a una absurda vida de sacrificio y condenada a la fumigación final. Cuando días después comencé a observar desapasionadamente aquella extremidad mínima, a pesar del insondable vínculo que nos unía, a pesar de su plena indefensión, a pesar de todo, me pareció de pronto un objeto inconcebible, casi monstruoso. Bastaba imaginar su mórbido tacto —tan distinto del tranquilizador pulimento de mi pierna ortopédica— para sentir una cierta inquietud, un temor originado más allá de las fantasías de suplantación. Alojé al ente y a su receptáculo de cristal en las baldas más altas del sótano. Allí lo espiaba día y noche, sintiéndome observado. Seguía sus delicadas pero obsesivas evoluciones, meciéndose imputrescible en su mundo de infusión, maligno, ignominioso, como esas hienas que al saberse heridas devoran sus propias vísceras.
Ángel Olgoso: Designaciones
Levantó una casa y a ese hecho lo llamó hogar. Se rodeó de prójimos y lo llamó familia. Tejió su tiempo con ausencias y lo llamó trabajo. Llenó su cabeza de proyectos incumplidos y lo llamó costumbre. Bebió el jugo negro de la envidia y lo llamó injusticia. Se sacudió sin miramientos a sus compañeros y lo llamó oportunidad. Mantuvo en suspenso sus afectos y lo llamó dedicación profesional. Se encastilló en los celos y lo llamó amor devoto. Sucumbió a las embestidas del resentimiento y lo llamó escrúpulos. Erigió murallas ante sus hijos y lo llamó defensa propia. Emborronó de vejaciones a su mujer y lo llamó desagravio. Consumió su vida como se calcina un monte y lo llamó dispendio. Se vistió con las galas de la locura y lo llamó soltar amarras. Descargó todos los cartuchos sobre los suyos y lo llamó la mejor de las salidas. Mojó sus dedos en aquella sangre y lo llamó condecoración. Precintó herméticamente el garaje y lo llamó penitencia. Se encerró en el coche encendido y lo llamó ataúd.
Ángel Olgoso: Introito para arpa de tendones humanos
El ojo derecho me cuelga a la altura del pómulo. Las ametralladoras nos barrieron del parapeto. A Le Brun y a mí. Caí bocabajo en el barro. Oscuridad, acógeme entre tus brazos. Hacerme el muerto. Aquel crujido era la bala volándome el hueso orbital. Intento devolver el ojo a su lugar sin delatarme. Parece un amasijo de muelles blandos. La aviación nos había bombardeado de nuevo a la salida del sol. El capitán d’Herbelot se disgregó en miles de pequeños d’Herbelot. El miedo no es negrura si antes has conocido el espanto. Thierry perdió los brazos mientras los estiraba en un bostezo de cansancio. Comimos ratas que sabíamos devoraban cuerpos de soldados muertos. Amortajamos miembros amputados. Hilamos tripas y las repusimos en sus cadáveres coronándolas con las fotos de sus novias sonrientes. Cada uno de nosotros, espectros raquíticos y aulladores, conocía en vida el nombre de su infierno: el bosque Prijmadin, la plaza de Altsattl, los pastizales de Na Mustku, el río Týna, la colina Podêbrady. Ha vuelto a desprenderse el globo ocular. Lo empujo al fondo de su cavidad con un lentísimo amago, intentando no descubrirme. Dios delante y yo detrás. En uno de los últimos ataques, Litvak el Pelícano levitó en el aire con la explosión del mortero y pude contemplar momentáneamente el revés entero de su piel. Litvak el Pelícano fumaba picadura de primera. Camaradas que eran borbotones de rabia, miedo, astucia, lealtad, locura, y una fracción de segundo después caparazones vacíos, hollejos, remolinos de carbón y fosfato. Permanezco inmóvil. Bocabajo. La náusea llama convulsamente a mi puerta. La dejo entrar y se acomoda en la mesa junto al dolor. Decrece el ruido sordo de los impactos contra los sacos terreros. Mi ojo izquierdo, entreabierto, asiste toda la tarde a desfiles de chinches y hormigas y cucarachas. No hay paisaje en esta sala de máquinas de la historia, en esta artesa para matanzas. Sólo raciones de sangre. Macutos de barro. Cantimploras de secreciones. Trincheras de vendas y delirios. Pienso en la pureza, en una monja de hábitos blancos y toca almidonada que acaricia mi frente con un beso incomparablemente dulce y consolador. Pienso en la imprecisión del dedo meñique de los pies. Se acerca el enemigo entre los escombros. Lo olisqueo. Tiemblo. La muerte es sólo un día más, nos arengaba el capitán d’Herbelot antes de desintegrarse en su halo. Un día más, quizá, pero interminable. Siento pánico. Doy la espalda a las ráfagas perdidas de los francotiradores, a los lanzallamas, al imperceptible y concluyente disparo de los rematadores de heridos. Llega la noche, como aturdida. Horas apiladas en frías capas de agonía. Temo también una paletada de cal sin previo aviso. Dormir. Visto desde arriba, mi cuerpo hace nido. El párpado restante se me cierra de sueño, de agotamiento, de asco. Pero lo que más empavorece a este cobarde, a este desertor, es la infinita maldad del amanecer.
Ángel Olgoso: Persistencia
Aún te deseo, denodadamente deseo volver a trepar a tu carne en carne viva, varar en tus oquedades, rozar tus huesos como yemas de prietos tallos, te deseo con rumor de rebosadero, comensal de tu piel de lava, de tu aster silvestre, aún me atormenta a zarpazos el deseo, bocana de mi puerto, te deseo aún, vivamente, desde las cenizas de esta urna.
Ángel Olgoso: Lección de música
Fue en el castillo familiar, no muy distante de la abadía cisterciense de Flavan -cierto día en que Guillaume de Langres, primogénito de doce años, recibía lecciones de clavicordio con el preceptor a su espalda y vio pasar, entre el gabinete de teca y el orbe mecánico, a un carnero completamente desollado, sangriento, escapando con terribles balidos del dormitorio de su madre parturienta a la que las matronas acababan de aplicar un cataplasma con la piel caliente del animal-, cuando Guillaume tuvo la evidencia de que el pelo se le había vuelto blanco.
Ángel Olgoso: La larga digestión del dragón de Komodo
Alrededor de las once de la mañana, a petición mía, el vehículo oficial del ministerio me deja ante la vieja casa –ahora abandonada- donde viví cuando era niño. El asistente dobla mi abrigo en su brazo, esperándome. Aplasto el puro contra la acera deshecha. Sin pena, sin ternura, puede que con suficiencia y hasta con un ligero asco, veo el zócalo gris ratón, la puerta carcomida, los escombros de la salita. Subo las mismas escaleras que cuarenta años atrás me llevaban al pequeño dormitorio. Los balcones están cerrados. Parece de noche.
-¿De dónde vienes a estas horas, sinvergüenza?
Es el vozarrón de menestral de mi padre, repudiando una vez más mi conducta.
Bajo la cabeza para tolerar el horror. Miro mis pantalones cortos, mis zapatitos embarrados que se tocan por la puntera buscando un arrimo, un cálido refugio. En la penumbra, mi padre hace un movimiento amenazador, como si inclinara su cuerpo hacia delante. Oigo un eco familiar, ese roce seguido de un chasquido que se escucha cada vez que mi padre se quita el cinturón.
Ángel Olgoso: El espejo
El barbero tijereteaba sin descanso. El barbero afilaba una y otra vez la navaja en el asentador. Clientes de toda laya acudían al local, abarrotándolo. El barbero manejaba las tijeras, el peine y la navaja con velocísimos movimientos tentaculares. Ser barbero precisa de unas cualidades extremas, formidables, exige la briosa celeridad del esquilador y el tacto sutil del pianista. Sin transición, el barbero despojaba a la nutrida clientela de sus largos mechones, de sus desparejas pelambres, señalizaba lindes en el blanco cuero cabelludo, se internaba en sus orejas y en sus fosas nasales, sonreía, pronunciaba las palabras justas, apreciaciones que sabía no serían respondidas, mientras los clientes miraban sin mirar el progreso de su corte en el espejo, coronillas, nucas, barbas cerradas, sotabarbas, patillas de distinta magnitud, luchanas, cabellos que planeaban incesantemente en el aire antes de caer formando ingrávidas montañas: el barbero nunca imaginó que el pelo de los cadáveres pudiera crecer con tanta rapidez bajo tierra.
Ángel Olgoso: Los palafitos
Nada hay tan grato para un espíritu melancólico como realizar a solas, avanzada la primavera, una discreta excursión botánica, entregarse a un paseo despreocupado pero vigoroso, llevado por la deliciosa brisa que lame las laderas de las colinas; vagabundear a placer lejos de los senderos, estudiar con júbilo la raíz aérea que crece en un bosque o la hoja atrapadora de insectos que acecha entre el oleaje de oro de un prado. Y si la fatiga extravía nuestros pasos nada importa sino gozar —como ahora gozo— del aroma del majuelo y del canto exultante del aligrís.
—¿Se ha perdido usted?
Al volverme me encontré ante alguien con aspecto de anticuado pescador. La sotabarba y el viejo sombrero de palma trenzada a mano enmarcaban unos rasgos que desprendían cierta viva simpatía.
—Me atrevería a decir que sí —contesté—, si no supiera que la vecina ciudad de R., donde vivo, apenas dista una decena de kilómetros.
—Nunca oí hablar de ella, señor.
Me asombraron esas palabras, pero no podía pasar por alto que su mirada era franca y que parecía, también, acostumbrado a la sorpresa de los forasteros.
—Con todo —prosiguió—, le ruego que pase la noche protegido entre nosotros. Usted sabe que no puedo abandonarlo a su suerte.
Ángel Olgoso: El espanto
Acodado en una mesita exterior del café Madagascar, sorbo el contenido de mi taza y contemplo a los transeúntes, estudiándolos como quien pesca con chispa y mosca ahogada. El aire remolca muy despacio las nubes. Me fijo en un hombre agradable con sombrero y maletín que lleva de la mano a una niña de no más de seis años, tironeando un poco de su bracito, lo suficiente como para impedir que avance con naturalidad. Parece asustada. El contacto de aquellas dos manos desparejas no es el idóneo, ni responde a la bendición del amor, remite por el contrario a la vorágine de peligros que se extiende más allá de uno mismo. Esos detalles triviales me sobrecogen. Y su efecto hace que, de pronto, tenga del hombre la percepción —repugnante en el más genuino sentido de la palabra— de algo como una langosta, una más entre las langostas de una plaga que bulle sobre un mar de sangre negra. Los observo mientras se alejan: la niña con pasitos descompasados y él emitiendo sonidos de masticación. Finalmente, ambos se pierden entre los huevos de oscuridad que están siendo incubados bajo los farallones de nuestros edificios.
Ángel Olgoso: Los bajíos
Se untan con pomadas para cicatrizar las terribles grietas que deja en su piel la humedad constante y reblandecedora. Frotan sin piedad sus uñas con estropajos y perfuman su cuerpo con artemisa y lavanda para enmascarar el hedor a pescado. Toman infusiones con miel para suavizar sus destrozadas cuerdas vocales. Pero el efecto es poco duradero: ningún emplasto las libra del dolor de garganta, de las profundas estrías, del sabor submarino a algas que prevalece sobre cualquier empeño. Y, rendidas, vuelven disciplinadamente a su ocupación, como bestias uncidas al yugo, como esos niños con las orejas clavadas al banco de trabajo en la fábrica, regresan a su puesto en esta isla rocosa sin discutir la índole de su tarea, doce horas con el agua hasta la cintura, absortas entre las piedras infestadas de minúsculos cangrejos, percebes y pulgas de mar, en compañía de los cormoranes, de las flagelaciones de espuma, de la rutinaria pesadilla de las tormentas, del gemido agónico de los ahogados, siempre ojo avizor tras cualquier barco que cabotea cerca o hace ondear las velas, las grímpolas y las flámulas, llorando en silencio, soñando con subir a bordo y escapar lejos de estos bajíos, surcar las aguas crestadas de blanco hacia no importa qué país, perderse tierra adentro en un bosque de hayas, en un desierto quemado por el sol salvaje, en una atronadora ciudad, en las herbosas laderas de una montaña. Mientras tanto, la sombría marea baja les absorbe la vitalidad y sienten que su piel se va apagando como la de un lagarto que acabase de morir, ya no es más que un manchón de plata, con largos cabellos apresados en salitre y esa pronunciación de escamas abajo. Sin embargo, a pesar de todo, aún cantan con exquisita dulzura, quizá lo hagan al dictado de arcaicas servidumbres, pero cantan sin parar, aún cautivan, aún entonan promesas que atraerán irresistiblemente a marinos incautos.
Ángel Olgoso: Árboles al pie de la cama
Volvía del trabajo, al anochecer, cansado, casi enfebrecido, cuando se me ocurrió que me gustaría ser un animalillo silvestre, que sabría administrar esa vida simple, limpia de la confusión y el alboroto de las preocupaciones, que podría acomodar con facilidad mi conciencia a ese estado ideal. Como una bendición, alguien, lejos de escamotear mi deseo, me dio la forma de una criatura peluda y diminuta y me soltó en el bosque. Era, como vi después, una vida descorazonadora: no sentía interés por otra cosa que no fuera acarrear alimentos, avariciosa e infatigablemente, hasta mi agujero al pie del tronco de un árbol podrido; los límites de cada territorio desencadenaban continuos litigios entre los habitantes de la fronda; las voces de los pájaros me ensordecían; los parásitos habían invadido mi pelambre; los apareamientos resultaban tan gravosos como los espulgos; y mis ojos revolaban de pánico en sus órbitas cada vez que presentía a los rapaces. Aquel desconsuelo, por fortuna, no duró demasiado. Un día se acercó con sigilo un trozo de oscuridad y, aunque husmeé su hedor a distancia y oí luego las pisadas y los furiosos ladridos, apenas tuve tiempo de entrever sus dientes cerrándose sobre mí.
Ángel Olgoso: Los buenos caldos
En la anochecida, cuando el extraño pasó a nuestro lado, le abrimos el cráneo con el grueso sarmiento que usamos en estas ocasiones. Un solo golpe, certero y sin rabia, nada más. El sombrero que el desconocido llevaba requintado en la cabeza rodó como a diez pasos. Mi hermano lo levantó del almagre y se lo puso en la suya. Sería un buen año aquel. Encendimos el candil. Su luz hizo rebrillar las palas. Nos remangamos y estudiamos con curiosidad el cuerpo durante unos segundos antes de enterrarlo al pie de una cepa, primorosamente, bien encamado en la hondura, como manda la tradición en vísperas de vendimia, para que su sangre retinte las uvas, para que su cecina nutra las raíces y rice los pámpanos, para que sus huesos den vigor a esta tierra requemada por la calígine y pongan a crecer el viñedo hasta que corran los jugos, nobles, únicos, virtuados por su secreto fermento.
Ángel Olgoso: Cleveland
El humo se acumulaba en el techo de la bolera. Los muchachos, confiados, lanzaron sus bolas como quien exprime un jugoso racimo de bayas y lo arroja lejos. Habían puntuado alto y ahora charlaban y fumaban tranquilamente, estudiando los ventiladores y el bruñido de la tarima. Mi turno. Entre las bolas vino rodando un cráneo, limpio y brillante. Los muchachos miraron con preocupación. Introduje los dedos en los orificios de los ojos. Sentí que se ennegrecían de sombra y de vacío de gruta. Era dolorosamente más ligero que las demás bolas corrientes. Ladeé la cabeza calibrando peso y distancia. Retrocedí unos pasos para tomar impulso. Al lanzarlo cerré los ojos y hubiera cerrado los oídos si éstos funcionaran de tal manera. El cráneo salió proyectado, describió una buena trayectoria y rodó por el centro de la pista percutiendo contra el suelo pulido, como un meteoro color crema a la deriva en la corriente de las probabilidades.
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