En
diciembre terminé el curso en la Guardería y no me quedó más remedio que
pasarme por la Central. Firmé las seis copias de los comprobantes, me
acerqué a la administración a recoger mis atrasos y terminé en la cafetería
con una taza de café en las manos asintiendo distraída mente a los chismes que
me contaba Aldo Esteban. Era lo último que me apetecía, después de seis meses
intentando hacer comprender a dos docenas de hombres y mujeres el tipo de
mundo cruel, brillante y, a veces, aburrido que les esperaba allí fuera. Como
de costumbre, dudaba de haberle conseguido. Los idealistas ingenuos seguían
siendo idealistas ingenuos, los mercenarios ansiosos no habían perdido el
brillo de hambre en los ojos, los adictos a la información seguían deseándola
como si les fuera la vida en ello, y los escasos fanáticos patrioteros
continuaban usando la bandera para envolver sus sueños más húmedos. Sólo los
años podrían cambiarlos, y quizá con el tiempo recordaran mis palabras; era
poco probable, y en el fondo no me importaba. Creo que hubo una vez en que mi
trabajo en la Guardería me pareció interesante; más aún, en alguna época lo
consideré esencial. Ese tiempo había pasado. Me había ido convirtiendo en un
instructor derrotado que repelía su cantinela con una desesperación monótona
que nadie salvo yo mismo conseguía captar.
Qué más
daba. Al menos la Guardería me permitía mantenerme apartado durante medio año
de la Central, de sus zancadillas y comadreos, de las sonrisas obsequiosas que
apuñalaban por la espalda, y de la eterna burocracia que parecía ser la única
constante en el universo del espionaje. Cuando el curso terminaba volvía a la
Central y procuraba irme de allí lo más pronto posible. Casi siempre tenía
suerte, pero había ocasiones en las que caía en las redes de algún antiguo
conocido, y la buena educación, la cobardía o ambas me impedían deshacerme de
él.
Así que
allí estaba, calentándome las manos en la taza de café mientras Esteban desgranaba
sus chismes intrascendentes intentando convencerme (y convencerse) de que era
un tipo importante, que estaba al tanto de todo y sabía bien lo que se cocía en
los pasillos del mundo secreto. De vez en cuando yo asentía distraídamente o
dejaba escapar un gruñido carente de significado. Eso le bastaba a Esteban,
cuyo auditorio solía ser mucho menos complaciente.
-¿Recuerdas
a Vaquero, el ciberpirata? -dijo de pronto-. Cono, claro que lo recuerdas.
Fuiste su instructor, ¿no?
Aquello me
despertó de mi estado de espectador abstraído.
-Sí. Pero
es historia antigua. Hace años que nos dejó.