Tales of Mystery and Imagination

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Rodolfo Martínez: Un jinete solitario

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I.                         Un espía perfecto 

En diciembre terminé el curso en la Guardería y no me quedó más remedio que pasarme por la Central. Firmé las seis copias de los comprobantes, me acerqué a la administración a recoger mis atra­sos y terminé en la cafetería con una taza de café en las manos asintiendo distraída mente a los chismes que me contaba Aldo Es­teban. Era lo último que me apetecía, después de seis meses inten­tando hacer comprender a dos docenas de hombres y mujeres el tipo de mundo cruel, brillante y, a veces, aburrido que les esperaba allí fuera. Como de costumbre, dudaba de haberle conseguido. Los idealistas ingenuos seguían siendo idealistas ingenuos, los merce­narios ansiosos no habían perdido el brillo de hambre en los ojos, los adictos a la información seguían deseándola como si les fuera la vida en ello, y los escasos fanáticos patrioteros continuaban usando la bandera para envolver sus sueños más húmedos. Sólo los años podrían cambiarlos, y quizá con el tiempo recordaran mis palabras; era poco probable, y en el fondo no me importaba. Creo que hubo una vez en que mi trabajo en la Guardería me pareció in­teresante; más aún, en alguna época lo consideré esencial. Ese tiempo había pasado. Me había ido convirtiendo en un instructor derrotado que repelía su cantinela con una desesperación monóto­na que nadie salvo yo mismo conseguía captar.
Qué más daba. Al menos la Guardería me permitía mantenerme apartado durante medio año de la Central, de sus zancadillas y comadreos, de las sonrisas obsequiosas que apuñalaban por la espal­da, y de la eterna burocracia que parecía ser la única constante en el universo del espionaje. Cuando el curso terminaba volvía a la Central y procuraba irme de allí lo más pronto posible. Casi siem­pre tenía suerte, pero había ocasiones en las que caía en las redes de algún antiguo conocido, y la buena educación, la cobardía o ambas me impedían deshacerme de él.
Así que allí estaba, calentándome las manos en la taza de café mientras Esteban desgranaba sus chismes intrascendentes inten­tando convencerme (y convencerse) de que era un tipo importante, que estaba al tanto de todo y sabía bien lo que se cocía en los pa­sillos del mundo secreto. De vez en cuando yo asentía distraída­mente o dejaba escapar un gruñido carente de significado. Eso le bastaba a Esteban, cuyo auditorio solía ser mucho menos compla­ciente.
-¿Recuerdas a Vaquero, el ciberpirata? -dijo de pronto-. Cono, claro que lo recuerdas. Fuiste su instructor, ¿no?
Aquello me despertó de mi estado de espectador abstraído.
-Sí. Pero es historia antigua. Hace años que nos dejó.

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