Agonizaba aquel día tropical: parecía, calenturiento como un tifoso en plena crisis; por el ocaso, ardían todos los matices del iris en una augusta bacanal de colores, y la tierra sudaba, echando bocanadas de vapor caliginoso.
El vicario abrió con alegría de escolar la puertecita del confesionario suponiendo que había terminado ya la chocante tarea de oír los nimios escrúpulos y veníales pecados de sus habituales penitencias.
¡Qué sabroso estaría el panzudo cangilón de aquel chocolate que sólo la adorable doña Corpus sabía condimentar!
La faena, como de costumbre, había sido ruda y cargante, sí, horriblemente fastidiosa; toda la chismografía local que se tamizaba por la rejilla penitenciaria para picotear sus oídos con picarescas anécdotas e intolerables monsergas, cosas que no le importaban, palabrerías de la gentecita que vive de lo vulgar, chocarrerías de viejas camanduleras, consultas de beatas y tonteras de paletos o pecadores de baja estofa.
Se hallaba libre al fin.
Su programa era encantador: tomaría la merienda con buen apetito, pasearía por el bosque una hora o dos, luego la lectura, ¡un libro nuevo!; después, las oraciones ordinarias y, por último, el confortante lecho donde noche a noche descansaba de las fatigas diurnas.
–Padre… ¡se puede…?
La bronca voz del hombre repercutió en los silentes dombos de la nave con acento majestuoso.
Alto, moreno, fornido, de magnífica musculatura, parecía un cíclope escapado de las fraguas de Vulcano.
–¿Se puede, señor cura…?
–Sí
La confesión fue lenta y fatigada.
Era un proyecto diabólico, un asesinato premeditado con singular vileza por un delincuente cobarde que antes de cometer su delito imploraba la absolución en el tribunal formidable de las conciencias.
El relato trastornó con intempestiva brusquedad el ánimo tranquilo del sacerdote, lo agitó, no de otra suerte que un chorro de pedruscos rebota el manantial sereno de aguas vivas.
Después de muchas vanas súplicas alejóse el penitente sin haber obtenido el perdón que allí imploraba.
El confesor llegó a sus aposentos profundamente emocionado.
Dejóse caer sobre un antiguo mueble forrado de terciopelo morado a grandes rosetones, y allí, sobando el lomo de su gato negro que hecho rosca dormitaba, se puso a meditar.