-Doctor ¿cree usted en maleficios? -dije un día a mi antiguo amigo el esclarecido profesor Passaman. Gustábame preguntarle, porque de sus respuestas surgía siempre una enseñanza, o un relato interesante.
-¿Que si creo en maleficios? -respondió-. En los de origen diabólico, no: en los de un orden natural, sí.
-Y sin que el diablo tenga en ellos parte, ¿no podrían ser la obra de un poder sobrenatural?
-La naturaleza es un destello del poder divino; y como tal, encierra en su seno misterios que confunden la ignorancia del hombre, cuyo orgullo lo lleva a buscar soluciones en quiméricos desvaríos.
-¿Y qué habría usted dicho si viera, como yo, a una mujer, después de tres meses de postración en el lecho de un hospital, escupir arañas y huesos de sapo?
-Digo que los tenía ocultos en la boca.
-¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¿Y aquellos a quienes martirizan en su imagen?
-¡Pamplinas! Ese martirio es una de tantas enfermedades que afligen a la humanidad, casualmente contemporánea de alguna enemistad, de algún odio; y he ahí que la superstición la achaca a su siniestra influencia.
He sido testigo y actor en una historia que es necesario referirte para desvanecer en ti esas absurdas creencias... Pero, ¡bah! tú las amas, son la golosina de tu espíritu, y te obstinas en conservarlas. Es inútil.
¡Oh! ¡no, querido doctor, refiera usted, por Dios, esa historia! ¿Quién sabe? ¡Tal vez me convierta!
-No lo creo -dijo él, y continuó.
Hallábame hace años, en la Paz, esa rica y populosa ciudad que conoces.
Habíame precedido allí, más que la fama de médico, la de magnetizador.
Multitud de pueblo vagaba noche y día en torno a mi morada. Todos anhelaban contemplar, sino probar los efectos de ese poder misterioso, del que solo habían oído hablar, y que preocupábalos ánimos con un sentimiento, mezcla de curiosidad y terror.