Tales of Mystery and Imagination

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León Arsenal: Refutación de América

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Es hora de poner por escrito lo que la mayoría ignora, algunos saben y unos pocos sospechan: América no existe.
No, no existe. Pero el engaño es tan mayúsculo, tiene tantos siglos de antigüedad y hunde sus raíces de tal forma en nuestra cultura que, claro, muchos de ustedes habrán de sentirse incrédulos o atónitos, y volverán sobre la primera frase, creyendo haber entendido mal. Pero no, no es así. América no existe, nunca existió.
La farsa comienza a fines del siglo XV, a raíz de la loca expedición del genovés Colón que, financiado por Castilla, quiso llegar a las Indias navegando hacia occidente. Una aventura que no acabó tal y como cuentan los libros de historia, y a la que a duras penas sobrevivieron las tripulaciones de la Pinta y la Niña, en tanto que la Santa María caía por el borde, arrastrada al abismo sin fondo por las rugientes cataratas del Fin del Mundo.
Muchos ven, tras la ficción de América, la mano de Fernando el Católico; ese modelo de príncipe renacentista, tortuoso y maquinador, al decir de Maquiavelo. Fernando, que siempre se mostró escéptico ante las fantasías de Colón y que, llegada la hora del fracaso, debió ser quien supo sacarle algún partido.
Porque, para entender el porqué de esa gran mentira llamada América, hay que saber cual era la situación de la Corona de Castilla en el siglo XV. Una época de luchas banderizas, de bandidaje nobiliario y de hermandades en armas, con los reinos sobrados de hidalgos pobres, entendidos en aceros, pendencias y poco más.
Fernando sabía que la toma de Granada, con la desaparición de esa frontera que, durante siglos, había absorbido a los castellanos más pobres y belicosos, no había sino de atizar las luchas intestinas gracias a miles de hidalgones, sin oficio ni beneficio, dispuestos a alistarse en cualquiera de los bandos. Y también sabía –mejor que los reyes portugueses– de lo inútil y costoso que habría de resultar cualquier intento de conquista en el Norte de África.
Sí. Debió ser Fernando –el ingenioso, el taimado, el prudente– quien maquinó ese espejismo de tierras vírgenes llamado América.
Y así, como en ese antiguo remedio llamado sangría, en las décadas siguientes, la Corona de Castilla fue vertiendo regularmente un poco de su sangre, la más ardiente, para evitar al paciente sofocos y convulsiones. Sin embargo, el reinado de Carlos I trajo aún mayor tensión social, que habría de desembocar en la rebelión de los Comuneros, llevando a los consejeros reales a obrar en consecuencia. La quimera de unas pocas islas a occidente dejó paso a la de todo un Nuevo Mundo, pletórico de imperios y riquezas, y el goteo de unos pocos millares de aventureros se tornó en riada de decenas, cientos de miles que embarcaban en busca de fortuna. La pequeña fábula de las Indias Occidentales se convirtió en el gigantesco engaño llamado América, tal y como hoy lo conocemos.

León Arsenal: Besos de alacrán

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Como cada mañana, el capitán Moctaur había subido a la torre de control. Siguiendo la costumbre de años, lo hizo por la escalera exterior, ascendiendo hasta lo más alto para terminar acodándose en la barandilla del piso superior, a contemplar ociosamente el bosque claro, las arboledas dispersas y los herbazales acariciados por la brisa, más allá de la descuidada pista del astropuerto.

En un extremo de las instalaciones, perdida entre las hierbas verdes y amarillas, yacía una vieja lanzadera abandonada, con el casco enrojecido por la herrumbre. Gigantescos insectos alados de caparazones brillantes danzaban entre la vegetación. Una bandada de aves, de plumajes multicolores, sobrevoló el astropuerto antes de alejarse hacia el sur. Con indolencia, el capitán se colocó un cigarrillo entre los labios, siguiendo con la vista el vuelo de la formación, que aleteaba perezosamente en el cielo azul sin nubes de Balifata II.

El capitán Moctaur hizo visera sobre los ojos. Allí, punteando el cielo a unos pocos grados más al sur que la bandada, algo volaba a baja altura, acercándose al astropuerto. Enfocó sus prismáticos sobre aquella mota. Un transporte, una gran nave aérea se desplazaba muy lentamente en el aire claro de la mañana, planeando a unos pocos metros por encima de las ondulantes copas de los árboles. Pensativamente, el capitán encendió el cigarrillo y lanzó una bocanada de humo que la brisa dispersó casi de inmediato. Luego, con una última mirada al lento transporte, entró en la penumbra de la sala de control.

Casi al descuido, comprobó que las defensas autómatas del astropuerto estuvieran activas. El capitán no creía seriamente en la posibilidad de un ataque de piratas. Diez años de servicio en Balifata II le había acostumbrado a las naves que llegaban furtivamente, volando a muy baja altura para esquivar los sensores de otros aparatos.

—A ver, esa nave sin identificar que se aproxima volando desde el sur —avisó por el sistema de comunicaciones—. A ver si me recibe, cambio.

Silencio.

León Arsenal: El Libro Negro

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En ?

Ahora que pienso en ello, no sé por qué, pero imaginaba de otra forma al dueño del Libro Negro. Desde luego, no esperaba encontrarme con un hombre fuerte y entrado en años, con algo que me recordaba a los tenderos de antes: uno de aquellos personajes de mandiles a rayas que conocían el nombre de sus clientes y que atendían el mostrador con un lápiz detrás de la oreja. Y, sin embargo, un hombre así fue quien respondió a mis llamadas.
–El Libro Negro –dije simplemente–.
–¿El Libro Negro? –me miró con expresión perpleja.
–El Libro Negro –asentí, sin dejarme confundir por su falsa ignorancia–, usted lo tiene.
Dudó un par de segundos, estudiándome pensativamente. Luego, con un gesto, me franqueó el umbral de su casa. Aquel hombre vivía con modestia, en un piso interior de paredes empapeladas. Le seguí hasta un salón minúsculo y sombrío, abarrotado de viejos muebles obscuros y macetas con plantas de interior. Me señaló una silla, cerrando los visillos de la ventana. Con el índice, se ajustó las gafas de gruesos cristales.
–Poca gente ha oído hablar del Libro Negro.
Acepté ese hecho con un vaivén de la cabeza.
–La primera vez que supe del Libro Negro, fue hace casi veinte años –entonces, recordé mis buenos modales–. Disculpe por presentarme de esta forma en su casa. Desde que tuve la certeza de que el libro existía, he dedicado mucho tiempo a descubrir su paradero, y no ha sido nada fácil. Por supuesto, usted no sabe nada sobre mí y...
Me interrumpió con un gesto, dando por buenas mis explicaciones.
–No soy bebedor, pero puedo ofrecerle un café.
–Gracias –decliné–, pero no se moleste por mí.
–Bien, un minuto –y se marchó por el pasillo.
Cuando volvió, sentí que el corazón me daba un vuelco. Entre las manos traía un tomo grueso y grande, como esos volúmenes que vemos expuestos tras las vitrinas de los museos y que solemos asociar con la antigüedad.
–El Libro Negro –dijo con cierta solemnidad, y lo depositó sobre la mesa.
Estudié atentamente el tomo. Le señalé las tapas de madera.
–Había oído, ejem –carraspeé–, me habían dicho que estaba encuadernado en piel humana.
–Piel humana, ¿eh? –volvió a ajustarse las gafas con gesto divertido–. A la gente le gusta exagerar. La actual encuadernación data del siglo XV y está realizada con planchas de madera, como puede usted comprobar. Los folios son de muchas épocas; pero, hasta donde yo sé, todos son pergaminos vulgares.
Se sentó frente a mí, colocando el libro entre ambos.

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