La doctora estaba en lo cierto: ningún proceso anormal se desarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en los impulsos que habían determinado aquellas líneas sinuosas, se hubiera sorprendido al encontrar un universo tan exuberante: el niño era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el desierto, mientras ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado preparaban también sus corceles y sus armas, hasta que el páramo polvoriento se convertía en una selva de nutrida vegetación alrededor de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la larga escala de la voz de Tarzán, que acudía para salvarle saltando de liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se transmutaba sin transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba una botella de largo cuello, que había sido arrojada por las olas; el niño encontraba la botella, la destapaba, y de su interior salía una pequeña columnilla de humo que al punto iba creciendo y creciendo hasta llegar a los cielos y convertirse en un terrible gigante verdoso, de larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies, curvas como zarpas. Pero antes de que la amenaza del gigante se concretase de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acompañaba a aquel otro muchacho, hijo del posadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se
oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.
Una vez más, la doctora observó perpleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no presentaban variaciones especiales. Las frecuencias seguían sin proclamar algún cuadro particularmente extraño. Las ondas no ofrecían ninguna alteración insólita, pero el niño permanecía insensible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.
El niño apareció cuando derribaron el Cine Mari. Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blancos. La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se marcaban las huellas grotescas que habían dejado los urinarios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño, de pie en medio de aquel montón de cascotes y escombros, mirando fijamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:
–Pero qué haces ahí, chaval. Quítate ahora mismo.
El niño no respondía. Estaba pasmado, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas roseguían su tarea destructora, le sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le preguntaban.