Tales of Mystery and Imagination

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Juan Ángel Laguna Edroso: Las funestas obsesiones del capitán Ahab

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Como todas las mañanas desde que la infernal ballena blanca le arrancara la pierna junto a un pedazo de su propia alma, el capitán Ahab bajó de su hamaca con el pie izquierdo. Aquel gesto se había integrado tanto en su rutina que se había convertido en un acto reflejo muy conveniente para su equilibrio. Solo cuando tenía bien afianzado el pie sano podía acompañar a este la pata de marfil que sustituía al miembro amputado. El golpe seco que daba esta en el tablazón del camarote era la señal de que la caza se reanudaba —si es que, de algún modo, se había detenido durante la noche-, de que la vida, aun en condena, seguía su curso. Era un tañido que, irremediablemente, le robaba una sonrisa feroz.

Se aseó y se vistió con febril parsimonia, con la mente puesta en el fantasma del sanguinario animal como una inquietante extensión de sus propias pesadillas, y todavía se tomó un momento para recortarse la barba y afeitarse el bigote y bajo los pómulos. Aquel día iba a necesitar toda su presencia para imponerse a la tripulación. Lo sabía como buen lobo de mar que ha aprendido a leer en las señales que siempre, si se sabe dónde buscarlas, se encuentran a bordo. Los marineros, pensaba, son como libros abiertos para quien ha aprendido a leer en ellos. Gentes de carácter. Supersticiosos. Como él mismo. No podía ser de otra forma, ya que se encontraban constantemente afrontados a las profundidades abisales...

Desde hacía una semana corrían rumores por la cubierta de que había un Jonás en el Pequod. Aquella era la explicación que encontraban tanto marineros como arponeros a la desoladora escasez de cetáceos. La pesca estaba siendo particularmente mala: apenas avistaban ballenas y, cuando por fin siete días atrás consiguieron alcanzar una, esta se revolvió de tal manera que destrozó una de las lanchas y por poco no dejó sepultados en el mar a tres de sus hombres. Suerte tuvieron de que los remos los mantuvieran a flote el tiempo suficiente. Buena suerte, no mala como les quería hacer creer el carpintero, ese cura malogrado que mataba su soledad en alta mar. 

Poco importaba. Desde aquel incidente cualquier nimiedad se había convertido en un funesto presagio. Si las gaviotas se obcecaban en seguir al Pequod aun lejos de tierra firme, seguramente atraídas por el olor de los despojos, era un mal augurio. Si el viento llega racheado y timorato, incapaz de impulsarlos más hacia el oriente alguien leía un futuro de perdición en los cielos. Cuando las ballenas no daban señales de vida era la señal inequívoca de que los perseguía la mala fortuna, siempre un paso por delante. Si daban con una y conseguían darle muerte, de que más les valdría poner proa al primer puerto y exorcizar el navío con agua bendita o la ayuda de algún santero.

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