Sobre la mesa, allí estaba la multi, parpadeando suavemente en la penumbra del despacho. Su superficie estaba inmaculada, pese a que había cargado multitud de datos en su buffer. Se reía de mí, con su recién descubierta inteligencia de marioneta desahuciada. Apuré el cigarrillo, lo apagué en un cenicero cercano y me froté los ojos, doloridos de tanto esfuerzo de concentración sobre las líneas de código que me habían tenido ocupado durante las últimas doce horas de mi vida. Me acerqué a la mesa de trabajo, sin perder de vista el área satinada de aquel engendro con aspecto de folio antiguo. Todavía nada: la impresión de que se estaba burlando de mí, de nosotros, del mundo de los hombres en general, cada vez era más acentuada.
Me senté ante la vieja TFT, crují los dedos, y comencé a golpear el aire sobre el teclado holográfico. De cuando en cuando, mi mirada se desviaba hacia la multi, esperando ver aparecer un dibujo, un iconograma, una pizca de texto que me permitiera descubrir un atajo hacia la intrincada espuma cuántica que contenía, algo que me abriera el camino hacia el universo de nanocomponentes que ocultaba en su interior.
Nada. El horizonte cegador de la blancura.
Intenté acceder a ella ejecutando un programa que se camuflaba bajo el aspecto de un simple rastreador de puertos de comunicación. Cero. Frustración. Sentimiento de culpa. La empresa confiaba en mí. Los directivos habían apostado fuerte, habían proclamado a los cuatro vientos que la multi sería la solución empresarial del siglo, que contribuiría a un ahorro en consumibles que dispararía la cuenta de resultados, que con su presencia en el mundo corporativo las talas de árboles se reducirían en más de un sesenta por ciento en todo el planeta... lo creíamos, lo creíamos firmemente y de todo corazón; jamás había estado en nuestro ánimo engañar a nadie.