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Era una
cenicienta mañana de un lunes de octubre que pendía como un pesado manto sobre
el campus universitario. Alexandre caminaba desganado, con la vista puesta en
las puntas de sus zapatillas de deporte, reprimiendo, a duras penas, un obstinado
bostezo que se le salía del alma a cada paso. Su mochila golpeaba
arrítmicamente contra su costado y las hebillas de la misma tintineaban contra
las cremalleras de su anorak. Alexandre era alto y rubio, de pelo corto y
mirada despierta. Se sentía feliz, destemplado por el habitual mal del lunes,
sí, pero feliz. El resto de los universitarios aparecían borrosos a sus ojos,
inconsistentes, hechos de la misma materia con la que se tejían las nubes que
anegaban el cielo y preparaban la tormenta.
La planta
baja del edificio de tutorías estaba desierta. Alexandre subió las escaleras a
buen paso y se encontró en la laberíntica planta de despachos. Comprobó el
resguardo de la matrícula donde había apuntado el número de despacho junto a
la asignatura y el nombre del profesor que la impartía y comenzó la búsqueda.
Mentalmente repasaba los argumentos que esgrimiría ante el primer profesor.
-Sí señor
-empezaría, tras saludar educadamente y explicar su caso-, es un buen trabajo y
no lo puedo desaprovechar..., pero no quiero dejar de lado la carrera... y
compaginar las dos cosas me resultaría muy complicado... Por eso estoy
hablando con todos los profesores..., intentando sustituir el trabajo de clase
por trabajo en XXX
Asintió
con solemnidad y ejecutó un pequeño paso de baile en el pasillo de despachos.
El estado de completa felicidad en el que se encontraba sumido le hacía ver con
un optimismo inusitado toda empresa en la que se embarcara. Y aunque
mentalmente se recriminaba por una disposición de ánimo tan eufórica, no podía
hacer nada para evitarlo.
Dobló una
esquina y se dio de bruces, casi sin esperarlo, con la primera tutoría de la
lista. Llamó suavemente con los nudillos de su mano derecha y, cuando una voz amortiguada por la puerta lo invitó
a pasar, entró.
Tardó unos
segundos en recuperarse del impacto visual que le causó el primer vistazo a la
estancia. El despacho no parecía un despacho; más bien daba la impresión de ser
una tienda de antigüedades sacudida por un terremoto reciente o un diminuto museo
que alguien hubiera desordenado a conciencia. Anaqueles vacíos se repartían
por tres de las cuatro paredes; los libros a los que debían haber acogido se
apilaban en el suelo, en una esquina del amplio despacho, formando una
construcción de más de metro y medio de altura que tenía un cierto aire de
fortaleza medieval si se miraba desde la puerta y que parecía una galera
embarrancada en la alfombra una vez se miraba desde dentro. Todas las paredes,
a excepción de la que se encontraba a la espalda del único ocupante de la
habitación, se hallaban cubiertas por tapices de colores alocados y
frenéticos; en sus diseños había algo de errático y confuso que movía al
desasosiego si eran observados individualmente, pero tomados en conjunto
cobraban cierto sentido y orden. Alexandre tuvo la abrumadora sensación de
hallarse inmerso en un caleidoscopio. La única pared que no se encontraba
tapizada estaba cubierta por un rico mural de fotografías, Se trataba
de paisajes que, en su extraña disposición sobre aquella pared, se unían unos a
otros formando un único paisaje irreal: un panorama majestuoso conformado por
mil fragmentos de paisajes diferentes, un paisaje repleto y rebosante de
naturaleza distinta y, aun así, conjuntado en un montaje que parecía tan
natural como premeditado. Por el resto de la estancia se repartían una docena
de mesas distintas, cubiertas todas por idénticos tapetes azul cielo. En ellas
se agolpaban los más variopintos y extraños artilugios, desde esferas de
cristal con castillos nevados hasta altas torres de naipes que parecían estar a
un segundo de derrumbarse; desde incensarios que se deshacían en lentas
interrogaciones de humo aromático hasta una estatua de Kali tallada en ébano
negro. La mesa principal, la que se encontraba ante la pared del inmenso
collage fotográfico, estaba repleta de adornos de barraca de feria que
flanqueaban a un ordenador de carcasa oscura, en cuya torre alguien había
escrito la palabra «vademécum» con tiza roja; en una esquina de la misma mesa
se podía ver una gran pecera en la que, junto a los más curiosos mecanismos de
movimiento perpetuo, habitaba una solitaria estrella de mar.