Tales of Mystery and Imagination

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José Antonio Cotrina: Entre líneas

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Era una cenicienta mañana de un lunes de octubre que pendía como un pesado manto sobre el campus universitario. Alexandre caminaba desganado, con la vista puesta en las puntas de sus za­patillas de deporte, reprimiendo, a duras penas, un obstinado bos­tezo que se le salía del alma a cada paso. Su mochila golpeaba arrítmicamente contra su costado y las hebillas de la misma tinti­neaban contra las cremalleras de su anorak. Alexandre era alto y rubio, de pelo corto y mirada despierta. Se sentía feliz, destempla­do por el habitual mal del lunes, sí, pero feliz. El resto de los uni­versitarios aparecían borrosos a sus ojos, inconsistentes, hechos de la misma materia con la que se tejían las nubes que anegaban el cielo y preparaban la tormenta.
La planta baja del edificio de tutorías estaba desierta. Alexandre subió las escaleras a buen paso y se encontró en la laberíntica plan­ta de despachos. Comprobó el resguardo de la matrícula donde ha­bía apuntado el número de despacho junto a la asignatura y el nombre del profesor que la impartía y comenzó la búsqueda. Men­talmente repasaba los argumentos que esgrimiría ante el primer profesor.
-Sí señor -empezaría, tras saludar educadamente y explicar su caso-, es un buen trabajo y no lo puedo desaprovechar..., pero no quiero dejar de lado la carrera... y compaginar las dos cosas me resultaría muy complicado... Por eso estoy hablando con todos los profesores..., intentando sustituir el trabajo de clase por trabajo en XXX
Asintió con solemnidad y ejecutó un pequeño paso de baile en el pasillo de despachos. El estado de completa felicidad en el que se encontraba sumido le hacía ver con un optimismo inusitado toda empresa en la que se embarcara. Y aunque mentalmente se recri­minaba por una disposición de ánimo tan eufórica, no podía hacer nada para evitarlo.
Dobló una esquina y se dio de bruces, casi sin esperarlo, con la primera tutoría de la lista. Llamó suavemente con los nudillos de su mano derecha y, cuando una voz amortiguada por la puerta lo invitó a pasar, entró.
Tardó unos segundos en recuperarse del impacto visual que le causó el primer vistazo a la estancia. El despacho no parecía un despacho; más bien daba la impresión de ser una tienda de antigüedades sacudida por un terremoto reciente o un diminuto mu­seo que alguien hubiera desordenado a conciencia. Anaqueles va­cíos se repartían por tres de las cuatro paredes; los libros a los que debían haber acogido se apilaban en el suelo, en una esquina del amplio despacho, formando una construcción de más de metro y medio de altura que tenía un cierto aire de fortaleza medieval si se miraba desde la puerta y que parecía una galera embarrancada en la alfombra una vez se miraba desde dentro. Todas las paredes, a excepción de la que se encontraba a la espalda del único ocupante de la habitación, se hallaban cubiertas por tapices de colores alo­cados y frenéticos; en sus diseños había algo de errático y confuso que movía al desasosiego si eran observados individualmente, pero tomados en conjunto cobraban cierto sentido y orden. Alexandre tuvo la abrumadora sensación de hallarse inmerso en un caleidos­copio. La única pared que no se encontraba tapizada estaba cu­bierta por un rico mural de fotografías, Se trataba de paisajes que, en su extraña disposición sobre aquella pared, se unían unos a otros formando un único paisaje irreal: un panorama majestuoso conformado por mil fragmentos de paisajes diferentes, un paisaje repleto y rebosante de naturaleza distinta y, aun así, conjuntado en un montaje que parecía tan natural como premeditado. Por el res­to de la estancia se repartían una docena de mesas distintas, cu­biertas todas por idénticos tapetes azul cielo. En ellas se agolpaban los más variopintos y extraños artilugios, desde esferas de cristal con castillos nevados hasta altas torres de naipes que parecían estar a un segundo de derrumbarse; desde incensarios que se desha­cían en lentas interrogaciones de humo aromático hasta una esta­tua de Kali tallada en ébano negro. La mesa principal, la que se encontraba ante la pared del inmenso collage fotográfico, estaba repleta de adornos de barraca de feria que flanqueaban a un orde­nador de carcasa oscura, en cuya torre alguien había escrito la pa­labra «vademécum» con tiza roja; en una esquina de la misma mesa se podía ver una gran pecera en la que, junto a los más cu­riosos mecanismos de movimiento perpetuo, habitaba una solita­ria estrella de mar.

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