El cielo, como un paño de terciopelo negro cubierto de diamantes, se alzaba en todo su esplendor sobre las oscuras cumbres de las monta¬ñas. Por encima de los bosques y de los valles, miles de estrellas titi¬laban en el firmamento de aquella noche cristalina.
Pero había una, entre todas ellas, que no se comportaba como sue¬len hacerlo las estrellas. Se movía.
Claro que aquel objeto distaba mucho de ser una estrella. No emi¬tía luz; la reflejaba. No tenía una vasta masa: pesaba poco más de seis mil quinientos kilos. No era un objeto natural, sino artificial
A doscientos kilómetros de altura, el satélite Geosat D, puesto en órbita trece, años atrás mediante un propulsor Arianne V desde la base de Kourou, sobrevolaba el sur de Europa. Su vertical, en ese mo¬mento, se encontraba situada exactamente encima de los Pirineos.
Geosat estaba procediendo a realizar las habituales observaciones automáticas. Algunos de sus sistemas habían dejado de ser operati¬vos (no hay que olvidar que la vida prevista para el satélite era de doce años, y ya llevaba funcionando uno de más). No obstante, su órbita había entrado en una espiral descendente, que lo acercaba cada ve?, más rápidamente a la superficie de la 'tierra. De hecho, Geosat estaba condenado a una muerte tan cierta como inminente. Y es que, según el peculiar calendario de los artefactos orbitales, era un satélite viejo. Aun así, el sistema de observación, cuyas funciones, entre otras, eran el registro y proceso de datos meteorológicos, todavía con¬servaba el brío de una primera juventud electrónica.
Las cámaras de infrarrojos y Ópticas escrutaron la lejana super¬ficie de la Tierra y su inmediata troposfera. El cielo sobre la pe¬nínsula Ibérica y el sur de Francia estaba limpio de nubes. Los sistemas informáticos de Geosat midieron las temperaturas, la di¬rección de los vientos, el grado de humedad y las variaciones de las corrientes marinas en el estrecho de Gibraltar y el golfo de Vizcaya, procesaron la información y, casi instantáneamente, la transmitie¬ron por enlace, de microondas a los receptores instalados en Roble¬do de Chavela.
Pero no había nadie allí para recibir aquel torrente de datos. No había nadie en toda la superficie de la Tierra capaz de escuchar aque¬llos mensajes llovidos del cielo.
No había nadie...