Tales of Mystery and Imagination

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Alfonso Sastre: Desde el exilio

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Yo había ido a aquella pequeña ciudad, universitaria y tranquila, invitado por amigo que explicaba allí, desde hacía un año, una cátedra de Filosofía. Dentro la Universidad se había organizado un pequeño teatro y se pensaba que podía : de alguna utilidad para los estudiantes una comunicación sobre mis propias experiencias. Acepté con mucho gusto la invitación. Acababa de estrenar, con moderado éxito, una obra dramática —la cuarta de las mías, desde que empecé la carrera teatral con el estreno de un drama antibélico- y me sentía en buena disposición para encontrarme, plácidamente, con unos días de descanso. Pero, lemas, había otras razones para mi complacencia en aquella amable invitación de1 doctor H.: yo no había vuelto a aquella ciudad desde cuando estuve durante guerra, veintidós años antes, y, con el tiempo, lo que un día fue una realidad atroz se había convertido en un grato y melancólico recuerdo. En el tren, según te aproximaba a la ciudad, fui reviviendo algunas antiguas sensaciones olvidadas. El roce de la áspera camisa caqui sobre mi piel de universitario estudioso. E1 olorcillo, a suciedad cocida, del cuartel donde pasé tres meses, los primeros de mi vida de oficial de Infantería. Hasta pareció que resonaban en mis oídos, a la oscuridad de un túnel, los disparos de pistola en el patio del cuartel, ante la tapia, cuando nos ejercitábamos en el tiro. El tren marchaba bajo la lluvia y, través de la ventanilla, el paisaje verde y húmedo era un elemento más para el recuerdo; porque así eran, y seguirían siendo, verdes y húmedos, los parques de la pequeña ciudad adonde iba. Cuando fue anocheciendo, continuó la sensación, hasta tal punto que me olvidé completamente de mi proyecto de preparar mentalmente, durante el viaje, la forma de mi conferencia. Ya de noche me pareció que la joven extranjera que estaba sentada delante de mí no había cerrado los ojos y me miraba fijamente al resplandor que llegaba del pasillo. ¿Quién había pagado la luz? Yo no me había dado cuenta. Entonces, súbitamente, volvió a mí la última noche: me refiero a lo que pasó la noche del bombardeo. Yo había tomado unos vasos de vino (demasiados, a decir verdad) con un compañero en la taberna de todos los días, enfrente del cuartel, junto a una plaza oscura, musgosa. Cuando sonaron las sirenas de alarma, mi compañero y yo salimos de la taberna. Era de noche. Los haces de los reflectores exploraban el cielo, y yo sentí viento en la cara. No sé por qué me extrañó algo, al fijarme en el mástil de la bandera de nuestro cuartel, allí enfrente. Desprovisto de la bandera -que había sido arriada- el mástil me producía (trato de explicarme) una suave extrañeza. La gente no se apresuraba; se había habituado a la alarma aérea. Pasó un motorista de servicio, a gran velocidad, haciendo sonar la sirena. Entonces, mi compañero y yo cruzamos la calle y entramos en el cuartel. Cruzamos el patio, entre los antiaéreos que eran puestos, a toda prisa, en sus posiciones de fuego, y entramos en el bar de oficiales. Estaba desierto y medio a oscuras. Nos miramos, y fue entonces cuando yo me di cuenta de que mi compañero y yo habíamos bebido demasiado: la cara de mi amigo denotaba una estúpida abstracción. Comprendí que no se estaba enterando de lo que ocurría, y cuando oí el ruido de los motores de los Junkers me estremecí.
El cuartel fue bombardeado y el techo del pabellón cayó sobre nosotros. Poco después, en el hospital al que fui trasladado, me enteré de que mi amigo había muerto en el bombardeo. En cuanto a mí, a la caída de la región donde estaba situado el hospital de sangre (una caída fulminante, que no dio tiempo a la evacuación), fui cogido prisionero. Cuando salí de la prisión la guerra había terminado y yo me encontraba solo, sin recursos para seguir mis estudios. Cómo empecé a hacer teatro y los caminos por los que llegué a ser un autor notable, es cosa de poco interés para mi relato. Además aquella noche, en el tren, mis reflexiones terminaban siempre, una y otra vez, por más que intentaba atravesar aquella barrera, la noche del bombardeo.

Alfonso Sastre: La bruja de la calle de Fuencarral

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Desde que me establecí en este pisito de la calle de Fuencarral he tenido algunos casos extraordinarios que me compensan sobradamente de la pérdida del sol y del aire; elementos, ay, de que gozaba en los tiempos, aún no lejanos, en que desempeñaba mi sagrado oficio en Alcobendas. Y cuando digo que tales casos me han compensado no me refiero sólo, desde luego, al aspecto pecuniario del asunto (tan importante sin embargo), sino también a la rareza y dificultad de algunos de esos casos; rareza y dificultad que han puesto a prueba _y con mucho orgullo puedo decir que siempre he salido triunfante_ la extensión y la profundidad de mis conocimientos ocultos y de mis dotes mágicas.
Pero ninguno de ellos tan curioso como el que se me ha presentado hoya media tarde. Voy a escribirlo en este diario mío, y lo que siento es no disponer para ello de una tinta dorada que hiciera resaltar debidamente la belleza de lo ocurrido, que más parece propio de una buena novela que de la triste y oscura realidad.
Era un muchacho pálido. Cuando se ha sentado frente a mí en el gabinete que yo llamo de tortura, sus manos temblaban violentamente dentro de sus bolsillos. Ha mirado la cuerda de horca _la cual pende del techo_ con un gesto de mudo terror y he comprendido que lo que yo llamo la «preparación psicológica» estaba ya hecha y que podíamos empezar. Después, él ha mirado la bola de cristal; que no es, ni mucho menos, un objeto mágico _no pertenezco a la ignorante y descalificada secta de de los cristalománticos_, sino una concesión decorativa al mal gusto, a la tradición y al torpe aburguesamiento que sufre nuestra profesión, otrora alta y difícil como un sacerdocio, viciada hoy por el intrusismo oportunista de tantos falsos magos, de tantos burdos mixtificadores. ¡Ellos han convertido lo que antaño era un templo iluminado y científico en un vulgar comercio próspero e infame!
He dejado (en el relato, no en la realidad) al joven mirando la bola de cristal. Prosigo.
El joven miraba fijamente la bola de cristal y yo le he llamado la atención sobre mi presencia, santiguándome y diciendo en voz muy alta y solemne, como es mi costumbre: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». «Cuéntame tu caso, hijo mío», he añadido en cuanto he visto sus ojos fijos en los míos cerrados como es mi costumbre, pues es sabido que yo veo perfectamente a través de mis párpados; lo cual, sin tener importancia en realidad, impresiona mucho a mi clientela cuando describo los mínimos movimientos de mis visitantes.
El relato del joven ha sido, poco más o menos, el siguiente: «Estoy amenazado de muerte por la joven María del Carmen Valiente Templado, de dieciocho años, natural de Vicálvaro (Madrid), dependienta de cafetería, la cual dice haber dado a luz un hijo concebido por obra y gracia de contactos carnales con un servidor; el cual que soy de la opinión de que la Maricarmen es una zorra que anda hoy con uno y mañana con otro y que lo que ahora quiere ni más ni menos es cargarme a mí el muerto _o séase, el chaval.

Alfonso Sastre: Nagasaki

Alfonso Sastre:



Me llamo Yanajido. Trabajo en Nagasaki y había venido a ver a mis padres en Hiroshima. Ahora, ellos han muerto. Yo sufro mucho por esta pérdida y también por mis horribles quemaduras. Ya sólo deseo volver a Nagasaki con mi mujer y con mis hijos. Dada la confusión de estos momentos, no creo que pueda llegar a Nagasaki enseguida, como sería mi deseo; pero, sea como sea, yo camino hacia allá. No quisiera morir en el camino. ¡Ojalá llegue a tiempo de abrazarlos!


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