Yo había ido a aquella pequeña ciudad, universitaria y tranquila, invitado por amigo que explicaba allí, desde hacía un año, una cátedra de Filosofía. Dentro la Universidad se había organizado un pequeño teatro y se pensaba que podía : de alguna utilidad para los estudiantes una comunicación sobre mis propias experiencias. Acepté con mucho gusto la invitación. Acababa de estrenar, con moderado éxito, una obra dramática —la cuarta de las mías, desde que empecé la carrera teatral con el estreno de un drama antibélico- y me sentía en buena disposición para encontrarme, plácidamente, con unos días de descanso. Pero, lemas, había otras razones para mi complacencia en aquella amable invitación de1 doctor H.: yo no había vuelto a aquella ciudad desde cuando estuve durante guerra, veintidós años antes, y, con el tiempo, lo que un día fue una realidad atroz se había convertido en un grato y melancólico recuerdo. En el tren, según te aproximaba a la ciudad, fui reviviendo algunas antiguas sensaciones olvidadas. El roce de la áspera camisa caqui sobre mi piel de universitario estudioso. E1 olorcillo, a suciedad cocida, del cuartel donde pasé tres meses, los primeros de mi vida de oficial de Infantería. Hasta pareció que resonaban en mis oídos, a la oscuridad de un túnel, los disparos de pistola en el patio del cuartel, ante la tapia, cuando nos ejercitábamos en el tiro. El tren marchaba bajo la lluvia y, través de la ventanilla, el paisaje verde y húmedo era un elemento más para el recuerdo; porque así eran, y seguirían siendo, verdes y húmedos, los parques de la pequeña ciudad adonde iba. Cuando fue anocheciendo, continuó la sensación, hasta tal punto que me olvidé completamente de mi proyecto de preparar mentalmente, durante el viaje, la forma de mi conferencia. Ya de noche me pareció que la joven extranjera que estaba sentada delante de mí no había cerrado los ojos y me miraba fijamente al resplandor que llegaba del pasillo. ¿Quién había pagado la luz? Yo no me había dado cuenta. Entonces, súbitamente, volvió a mí la última noche: me refiero a lo que pasó la noche del bombardeo. Yo había tomado unos vasos de vino (demasiados, a decir verdad) con un compañero en la taberna de todos los días, enfrente del cuartel, junto a una plaza oscura, musgosa. Cuando sonaron las sirenas de alarma, mi compañero y yo salimos de la taberna. Era de noche. Los haces de los reflectores exploraban el cielo, y yo sentí viento en la cara. No sé por qué me extrañó algo, al fijarme en el mástil de la bandera de nuestro cuartel, allí enfrente. Desprovisto de la bandera -que había sido arriada- el mástil me producía (trato de explicarme) una suave extrañeza. La gente no se apresuraba; se había habituado a la alarma aérea. Pasó un motorista de servicio, a gran velocidad, haciendo sonar la sirena. Entonces, mi compañero y yo cruzamos la calle y entramos en el cuartel. Cruzamos el patio, entre los antiaéreos que eran puestos, a toda prisa, en sus posiciones de fuego, y entramos en el bar de oficiales. Estaba desierto y medio a oscuras. Nos miramos, y fue entonces cuando yo me di cuenta de que mi compañero y yo habíamos bebido demasiado: la cara de mi amigo denotaba una estúpida abstracción. Comprendí que no se estaba enterando de lo que ocurría, y cuando oí el ruido de los motores de los Junkers me estremecí.
El cuartel fue bombardeado y el techo del pabellón cayó sobre nosotros. Poco después, en el hospital al que fui trasladado, me enteré de que mi amigo había muerto en el bombardeo. En cuanto a mí, a la caída de la región donde estaba situado el hospital de sangre (una caída fulminante, que no dio tiempo a la evacuación), fui cogido prisionero. Cuando salí de la prisión la guerra había terminado y yo me encontraba solo, sin recursos para seguir mis estudios. Cómo empecé a hacer teatro y los caminos por los que llegué a ser un autor notable, es cosa de poco interés para mi relato. Además aquella noche, en el tren, mis reflexiones terminaban siempre, una y otra vez, por más que intentaba atravesar aquella barrera, la noche del bombardeo.