Dasha Paskualova Susinos, hija de la única «niña de la guerra»
burgalesa que encontró cobijo en la Unión Soviética, es una mujer extraña. Parece una
de esas posaderas tenebrosas que salen en las películas de Terence Fisher, una
aldeana de los Cárpatos o algo peor. Esa fue la primera impresión que tuve de
ella. Cincuentona, con los cabellos blancos alborotados, vestía como una
misionera seglar o como alguien acogido por la beneficencia: ropas que en
alguna época remota fueron corrientes y nunca bonitas. Llegó a mi despacho
hace casi ocho años. Venía recomendada por el párroco de San Gil, quien ya me
había puesto en antecedentes sobre su persona e intenciones. Traía una
carpetilla ceñida por gomas, de donde fue sacando varios diplomas que, en
cirílico, debían de acreditar sus conocimientos académicos. Sin embargo, lo que
a mí me interesaba era el relato de su vida, que me narró con todo su aplomo y
vozarrón, como un poema épico. Su historia, de tan descabellada, debía o ser
enteramente cierta o fruto de una alucinación. La di por buena y no me
equivoqué. Su vida y sus principios se sostenían sobre su profunda fe,
transmitida por su madre, y una visión providencialista de la historia, la
existencia y el futuro. Al cuello, como grandes escapularios, llevaba tres
imágenes de la Virgen:
el icono de la de Chestojova, protectora de los alejados de su patria, y en su
reverso el retrato de Juan Pablo II; la Virgen Milagrosa,
que predijo la unión de Europa bajo su bandera mañana, y en su envés, Jacques
Delors con halo; y la Virgen
de Fátima, que profetizó la conversión de Rusia: en el reverso (que en esta
ocasión no me enseñó) llevaba la revelación de los misterios de Fátima que
quedaban por descubrir al mundo y que la propia sor Lucía, vestida de pastora y
a lomos del arcángel san Gabriel, le había dictado en sueños. Con el régimen
comunista su vida había sido un calvario. A los diez años y siguiendo el
ejemplo de las santas precoces, había agredido a las gentes que esperaban ante
el mausoleo de Lenin, por idólatras. Fue en un rapto de inspiración divina en
el que, además, los lápices escolares se le convirtieron en
piedras. Por una vez
estas explicaciones convencieron
a la policía (y eran los tiempos de Stalin), pero no así a su familia: su
madre, a pesar de ser creyente, no quería tener en casa a una santa Juana de
Arco en potencia y no dio crédito al milagro de los lápices y las piedras, y su
padre, un conductor de tranvías en una línea donde no se montaba nadie, no entendió
nada, pero le hizo mucha gracia tener una hija tan aguerrida. Fue el primer
episodio de una vida desdichada que nuestros lectores conocen bien porque la
hemos publicado varias veces y con lujo de detalles. Al fin, después de una
existencia marcada por la persecución oficial, la cárcel y el exilio de su
Moscú natal, pudo aprovecharse de la mayor tolerancia del régimen de Gorbachov
y, con ciertas ayudas del gobierno español, consiguió salir de la Unión Soviética.
Escogió la ciudad materna para asentarse y esperar la muerte, o mejor, el
tránsito, pues ella había de ascender en cuerpo y alma a los cielos de
cumplirse una visión que tuvo a los catorce años en Irkutsk, ya en el
destierro. Tenía una pensión modesta que cobraba puntualmente y que le permitía
vivir en una casuca desvencijada pero aseada de la calle Corazas, donde ella misma había pintado al fresco escenas de la vida de la Virgen. Dasha
paseaba su facha de anacronismo con leotardos, de retablo ambulante, con la
dignidad de una reina en el exilio. Asistía a todos los oficios en la iglesia
de San Gil y solía rezar de pie, balanceándose, en medio del círculo que
formaba en el suelo con velas pequeñas, temblonas, veletas de mil vientos
rastreros, que acababan consumidas en un charco de cera. Siempre rezaba en
ruso y a veces se le oían, entre dientes, cantos abismales de un fervor arcaico
y febril. Sólo con estos precedentes, que ella misma me contó con su voz de
trombón del Apocalipsis, se podrá entender que la acogiera con entusiasmo: al
fin y al cabo el mío es un periódico católico y local, y no todos los días aparece
una mujer de ascendencia burgalesa, recién llegada de la URSS comunista y atea
y con semejante biografía a sus espaldas. Bien contada, sin necesidad de
novelar en exceso, su historia haría las delicias de nuestros lectores. Allí
había material como para medio centenar de entregas. Una mina. No hubo ningún
problema en convencer a Dasha: de hecho tenía escritos una suerte de apuntes
autobiográficos, totalmente inéditos, que podíamos utilizar y modificar a
nuestro antojo, siempre que no faltáramos a la verdad. No quiso cobrar nada por
el relato de su vida, alegando que los derechos de autor correspondían a Dios.
En lo que sí tenía interés, me dijo entonces, era en que, sin periodicidad
fija, un par de veces al mes o cosa así, le concediéramos un espacio de pocas
líneas junto a la sección de necrológicas. Entonces creí entender que
pretendía publicar alguna reflexión sobre la vida. Me habló de los recién
nacidos, de la tesis agustiniana de que «nada ocurre en la vida humana, por
ínfimo que parezca, que no haya sido programado por la Providencia». Es una
idea que yo, en mi humildad, comparto, y que, dados los tiempos que corren, a
veces me avergüenzo de sostener. Pero, ¡qué duda cabe!, la fe es uno de los
pilares de la nación, como siempre digo. Le di plena libertad y para que
tuviera confianza en mis palabras, hice llamar al jefe de redacción y allí
mismo di órdenes de aceptar sin ninguna cortapisa cuantos textos trajera y de
publicarlos al día siguiente de su recepción, en un recuadro de doble hilo, con
el título engatillado y junto a la sección de necrológicas, como ella quería.
Unas palabras aleccionadoras sobre la vida nunca están de más en un periódico
como éste. Dasha se despidió con una reverencia de violinista en noche de
éxito. La acompañé hasta la puerta y observé cómo se alejaba con sus pasos
torpones pero acelerados por la calle San Pedro de Cárdena mientras sentía el
contento de haber hecho un buen negocio con aquella mujer.
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