Tales of Mystery and Imagination

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Óscar Esquivias: Biológicas: una lectura providencial




Dasha Paskualova Susinos, hija de la única «niña de la guerra» burgalesa que encontró cobijo en la Unión Soviética, es una mujer extraña. Parece una de esas posaderas tenebrosas que salen en las películas de Terence Fisher, una aldeana de los Cárpatos o algo peor. Esa fue la primera impresión que tuve de ella. Cincuentona, con los cabellos blancos alborotados, vestía como una misionera seglar o como alguien acogido por la beneficencia: ropas que en alguna época remota fueron corrien­tes y nunca bonitas. Llegó a mi despacho hace casi ocho años. Venía recomendada por el párroco de San Gil, quien ya me había puesto en antecedentes sobre su persona e intenciones. Traía una carpetilla ceñida por gomas, de donde fue sacando varios diplomas que, en cirílico, debían de acreditar sus conocimientos académicos. Sin embargo, lo que a mí me interesaba era el relato de su vida, que me narró con todo su aplomo y vozarrón, como un poema épico. Su historia, de tan descabellada, debía o ser enteramente cierta o fruto de una alucinación. La di por buena y no me equivoqué. Su vida y sus principios se sostenían sobre su profunda fe, transmiti­da por su madre, y una visión providencialista de la historia, la existencia y el futuro. Al cuello, como grandes escapularios, llevaba tres imágenes de la Virgen: el icono de la de Chestojova, protectora de los alejados de su patria, y en su reverso el retra­to de Juan Pablo II; la Virgen Milagrosa, que predijo la unión de Europa bajo su bandera mañana, y en su envés, Jacques Delors con halo; y la Virgen de Fátima, que profetizó la con­versión de Rusia: en el reverso (que en esta ocasión no me ense­ñó) llevaba la revelación de los misterios de Fátima que quedaban por descubrir al mundo y que la propia sor Lucía, vestida de pastora y a lomos del arcángel san Gabriel, le había dictado en sueños. Con el régimen comunista su vida había sido un calvario. A los diez años y siguiendo el ejemplo de las santas precoces, había agredido a las gentes que esperaban ante el mausoleo de Lenin, por idólatras. Fue en un rapto de inspi­ración divina en el que, además, los lápices escolares se le con­virtieron  en  piedras.  Por  una vez  estas  explicaciones convencieron a la policía (y eran los tiempos de Stalin), pero no así a su familia: su madre, a pesar de ser creyente, no quería tener en casa a una santa Juana de Arco en potencia y no dio crédito al milagro de los lápices y las piedras, y su padre, un conductor de tranvías en una línea donde no se montaba nadie, no entendió nada, pero le hizo mucha gracia tener una hija tan aguerrida. Fue el primer episodio de una vida desdichada que nuestros lectores conocen bien porque la hemos publicado varias veces y con lujo de detalles. Al fin, después de una exis­tencia marcada por la persecución oficial, la cárcel y el exilio de su Moscú natal, pudo aprovecharse de la mayor tolerancia del régimen de Gorbachov y, con ciertas ayudas del gobierno espa­ñol, consiguió salir de la Unión Soviética. Escogió la ciudad materna para asentarse y esperar la muerte, o mejor, el tránsi­to, pues ella había de ascender en cuerpo y alma a los cielos de cumplirse una visión que tuvo a los catorce años en Irkutsk, ya en el destierro. Tenía una pensión modesta que cobraba puntualmente y que le permitía vivir en una casuca desvencijada pero aseada de la calle Corazas, donde ella misma había pintado al fresco escenas de la vida de la Virgen. Dasha paseaba su facha de anacronismo con leotardos, de reta­blo ambulante, con la dignidad de una reina en el exilio. Asistía a todos los oficios en la iglesia de San Gil y solía rezar de pie, balanceándose, en medio del círculo que formaba en el suelo con velas pequeñas, temblonas, veletas de mil vientos rastreros, que acababan consumidas en un charco de cera. Siempre reza­ba en ruso y a veces se le oían, entre dientes, cantos abismales de un fervor arcaico y febril. Sólo con estos precedentes, que ella misma me contó con su voz de trombón del Apocalipsis, se podrá entender que la acogiera con entusiasmo: al fin y al cabo el mío es un periódico católico y local, y no todos los días apa­rece una mujer de ascendencia burgalesa, recién llegada de la URSS comunista y atea y con semejante biografía a sus espaldas. Bien contada, sin necesidad de novelar en exceso, su historia haría las delicias de nuestros lectores. Allí había material como para medio centenar de entregas. Una mina. No hubo ningún problema en convencer a Dasha: de hecho tenía escritos una suerte de apuntes autobiográficos, totalmente inéditos, que podíamos utilizar y modificar a nuestro antojo, siempre que no faltáramos a la verdad. No quiso cobrar nada por el relato de su vida, alegando que los derechos de autor correspondían a Dios. En lo que sí tenía interés, me dijo entonces, era en que, sin periodicidad fija, un par de veces al mes o cosa así, le concedié­ramos un espacio de pocas líneas junto a la sección de necroló­gicas. Entonces creí entender que pretendía publicar alguna reflexión sobre la vida. Me habló de los recién nacidos, de la tesis agustiniana de que «nada ocurre en la vida humana, por ínfimo que parezca, que no haya sido programado por la Providencia». Es una idea que yo, en mi humildad, comparto, y que, dados los tiempos que corren, a veces me avergüenzo de sostener. Pero, ¡qué duda cabe!, la fe es uno de los pilares de la nación, como siempre digo. Le di plena libertad y para que tuviera confianza en mis palabras, hice llamar al jefe de redac­ción y allí mismo di órdenes de aceptar sin ninguna cortapisa cuantos textos trajera y de publicarlos al día siguiente de su recepción, en un recuadro de doble hilo, con el título engatilla­do y junto a la sección de necrológicas, como ella quería. Unas palabras aleccionadoras sobre la vida nunca están de más en un periódico como éste. Dasha se despidió con una reverencia de violinista en noche de éxito. La acompañé hasta la puerta y observé cómo se alejaba con sus pasos torpones pero acelerados por la calle San Pedro de Cárdena mientras sentía el contento de haber hecho un buen negocio con aquella mujer.

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