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Una esfera
perfecta, roja, trémula en la punta de mi dedo. Apenas un movimiento y caerá.
Se apagarán las mil velas de la sala del trono, arderán las filias de los
regidores y el sol teñirá de fuego por última vez las cúpulas de la ciudad
alta.
Indiferentes,
los pájaros sagrados gritarán al atardecer como han hecho siempre, como siempre
seguirán haciendo.
Esa esfera
al borde del abismo, más allá de la velocidad, de las pasiones, de la vida.
Una mañana
escuché tumulto. Justo delante del puesto unos orgos oscuros, de
músculos nudosos como raíces barnizadas, apartaban a la gente a empellones. Sin
esfuerzo aparente transportaban un aparatoso palanquín ornado de cobre y plata
que se bamboleaba debido a su paso vivo. Una niña de unos doce años, rapada
según una condantía hereditaria y vestida con el ocre de la niñez, asomó desde
detrás del terciopelo de la cortina y me miró de medio lado. Tan asombrado
estaba que no pude moverme. Esa mirada... nunca había visto nada igual. No
había desprecio, sólo una indiferencia pulida por un uso de siglos, dura como
la piedra y tan implacable como la espada. Bajé la vista y miré a los gusanos
que vendíamos, oscuros, sedosos, gruesos como mi brazo y removiéndose apenas en
el balde lleno de estiércol. Sentí claramente que ellos y yo no éramos muy
diferentes para esos ojos manchados con el dorado de los ofibles. De golpe supe
que el simple universo de mi niñez estaba rodeado de otro mucho más grande, cubierto
de aristas nítidas, afiladas y dolorosas. Mi vida hasta entonces había
transcurrido dentro de un escondido teatro de marionetas. Aquella tarde me fue
dado atisbar por encima del decorado y descubrir que el horror y la infelicidad
son lo único real.
De alguna
manera ya lo sabía. Hubiera sido imposible que durasen el goce sin límite, las
risas, los atardeceres calurosos bañándonos en las aguas del Todolo y las
noches sin lunas en que el ciclo parecía una red que había pescado ojos de
sarpontes, millones de iris brillantes como si infinitos peces muertos nos
mirasen desde el cielo. Lo sabía. Cuando los adultos nos gritaban con voces
estentóreas ¡escondeos! no era un juego más. Escuchábamos desde los árboles
los disparos, los gritos de las mujeres, las voces de los mayores suplicando y
todos sabíamos que no era un juego. Luego, cuando volvíamos a la aldea,
olvidábamos con fuerza, negábamos los rostros curtidos de dolor, las chozas
quemadas y los llantos. Seguíamos riendo y jugando.