Tales of Mystery and Imagination

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José María Latorre: La sonrisa púrpura

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... entró y vio los secretos de la ignota tierral vio los lechos de los muertos...
William Blake

Cuando Thomas John Pettigrew fue llamado a presentarse con premura en el castillo de Windsor en la mañana del 8 de febrero de 1821, estaba lejos de sospechar que eso iba a involucrarlo en unos sucesos extraordinarios que le harían dudar de su sentido de la realidad. La invitación, cursada por Caroline, la esposa del nuevo monarca todavía no coronado, George IV, le había llegado el día anterior de manos de un lacayo y en ella no se hacía referencia al motivo de que se le requiriera con apremio; sólo apuntaba que debía acudir provisto de su instrumental. Aunque la nota le produjo extrañeza había procurado no pensar en eso, ni aun por la noche en la cama, hasta el momento de acudir allí, pero cuando al punto de la mañana el coche tirado por dos caballos enviado por Caroline lo llevaba a Windsor sintió crecer su curiosidad. Estaba seguro de que la llamada no tenía que ver con problemas cortesanos, porque nunca había tenido relaciones con la realeza ni la aristocracia y su vida transcurría con placidez, dedicado como estaba al ejercicio de la medicina, terreno en el que -eso no se le escapaba— había adquirido cierta notoriedad.
«Probablemente me ha llamado por algo relacionado con un problema de salud; de ahí que deba ir con mi instrumental», pensó, no sin un cierto asomo de vanidad.
Lo que sí sabía, pues era el principal tema de conversación en las reuniones a las que había asistido desde la reciente muerte de George III, era que el rey y su esposa hacían vidas separadas, y se comentaba con repugnante malicia que George habría compartido el trono de mejor gana con una cualquiera de sus muchas amantes, y Caroline la cama con uno de los suyos. No era ningún secreto que la pareja apenas se relacionaba, y el hecho de que la mujer llevara viviendo unas semanas en Windsor parecía indicar que se trataba de un gesto inducido por George para acallar las murmuraciones, por lo menos hasta el día de la coronación, fijado para el 19 de julio. Se rumoreaba que la mujer se hallaba de viaje por Europa acatando órdenes de su marido, quien la quería mantener alejada de Londres, pero aquella nota era una prueba irrefutable de que no era así. «La atmósfera de malestar que en tales circunstancias debe de respirar Caroline en el castillo puede afectar a su salud», siguió reflexionando Pettigrew. «Pero... ¿por qué me ha llamado precisamente a mí en lugar de a uno de los médicos de la corte? ¿Es posible que las opiniones sobre mi trabajo hayan llegado al castillo?»
Esa mañana la bruma era tan intensa que impedía ver los árboles a ambos lados del camino, y tan hedionda que Pettigrew se dijo que era como si las aguas del Támesis fueran un depósito de cadáveres descompuestos. Cada vez que, para observar el paisaje, aproximaba su cabeza al cristal de la ventanilla acariciándolo con las mejillas o con la frente hasta sentir en sus entrañas el frío del vidrio, veía los árboles convertidos en unas sombras informes, haciéndole pensar en un ejército fantasmal acechante del paso de viajeros, y advertía que la niebla se hacía cada vez más espesa, hasta el punto de que temió sufrir un accidente, si bien se daba cuenta de que el cochero tenía cuidado de no azuzar en demasía a los caballos. Sentía como si el coche lo estuviera llevando a un destino incierto internándose por tierras desconocidas. No le gustaba alejarse de Londres, y menos aún viajar. Se sentía a gusto con sus costumbres, contaba con una distinguida clientela en la ciudad, y por ese motivo había rechazado una propuesta que le había hecho su amigo italiano Giovanni Battista Belzoni para viajar juntos a Egipto a la llegada del otoño con el propósito de cultivar su compartido interés por las momias y por otros hallazgos pertenecientes a la antigüedad de ese país. Egipto le agradaba, pero visto desde Londres, con la pipa de opio preparada, un buen libro en las manos y el fuego de la chimenea caldeando la habitación.
Ese pensamiento le hizo sentirse mejor, como si el evocado ambiente de su casa se hubiera trasladado mágicamente al interior del coche. Cuando éste se detuvo por unos instantes, oyó piafar a los caballos y cerró los ojos después de apoyar la cabeza en el respaldo. Windsor distaba pocas millas de la ciudad e hizo el resto del viaje sumido en un estado próximo a la ensoñación, mecido por el traqueteo y tratando de no pensar en nada que no fuera su trabajo. La niebla tampoco le dejó ver el castillo en lo alto de una colina que se elevaba orgullosa desde el Támesis, pero conforme el coche se aproximaba a él por el neblinoso camino se iba haciendo más visible, aunque siempre en forma de gigantesca sombra. Nunca había estado en aquel lugar, al que sólo conocía por medio de un cuadro de su amigo John Constable, quien lo había pintado atraído por la belleza del paisaje. Y ya no apartó la mirada de la mole hasta que el coche, con él dentro, pasó a formar parte del castillo. Por un momento tuvo la extraña sensación de que ambos habían sido adheridos mágicamente en otro cuadro al patio de piedra, a los pies de una torre cilindrica engullida en su parte superior por la bruma.

José María Latorre: Instantáneas





El flash disparado por el mecanismo fotográfico oculto en las entrañas de la máquina le deslumbró más de lo habitual cuan­do descargó sobre su rostro los cuatro relámpagos seguidos. Luego le pareció recordar vagamente que una de las veces había entrecerrado los ojos o fruncido el ceño, pero eso no justificaba el hecho de que las cuatro fotografías ofrecidas en una tira de cartulina barata todavía húmeda, que había sido literalmente vomitada por una de las aberturas de la máquina, mostraran el rostro de un hombre distinto: no se reconoció ni en las facciones, ni en el cabello canoso, ni en la expresión asus­tada de la persona de las fotografías. Tampoco lo explicaba la molesta sensación, mezcla de asco, angustia y temor, que había experimentado al sentarse en el taburete y hacerlo girar para adecuar su elevada estatura a la altura de la flecha negra que había marcada al lado de las instrucciones para el uso de la máquina. Ni el olor repugnante, anormal, que le había agredi­do al entrar en la cabina y que le había perturbado tanto como, creía, perturban los olores de las habitaciones que se abren des­pués de llevar cerradas varios años y el peculiar olor de los cementerios en verano. Olía como se figuraba que debían de

oler los viejos panteones y las viejas criptas. Un olor absurdo, inexplicable, porque el interior de aquella cabina de fotografía instantánea estaba continuamente ventilado, pues sólo una cortinilla de tela negra aislaba el interior del exterior, y porque no era verano sino invierno. Casi sonrió al pensar que tampo­co estaba en un cementerio, en una cripta o en un panteón. Pero olía a rancio, a polvo acumulado y a materias orgánicas en descomposición. Y las cuatro fotografías que le había entre­gado la máquina tras una especie de gruñido no eran las suyas. La única explicación posible era que pertenecieran al anterior usuario, ya que en esos aparatos automáticos las fotografías tardan cierto tiempo en salir; a veces, incluso, muchos minu­tos: a él mismo le había sucedido años atrás; un defecto del mecanismo, le dijeron. Quizás el anterior usuario, el propieta­rio de aquella cara envejecida, asustada, se había marchado, cansado de esperar unas fotografías que no recibía y pensando que debería efectuar una reclamación al nombre y al teléfono indicados en una pequeña placa metálica. Hay máquinas defectuosas y otras que se averían, pensó Elías, y ésta era una de ellas, lo cual podía significar que sus fotografías no saldrían o, en el mejor de los casos, que aún tardarían varios minutos en salir. Esperaría; no tenía prisa. Por unos momentos, la situa­ción le pareció divertida, pensando en la posibilidad de que la avería o el defecto de la máquina estuviera obsequiando a dia­rio a unos clientes con las fotografías de otros.

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