Han pasado exactamente siete años desde el día que el célebre arqueólogo español Gil Gámez Montalbán, el mejor amigo que yo haya tenido nunca, dejó para siempre este mundo.
Cualquiera pudo leer en la Prensa de la época la noticia de su muerte. Durante unas excavaciones en la región mesopotámica, mi amigo, poco aficionado al trabajo en grupo, abandonó un día el campamento llevándose consigo una buena cantidad de dinamita y algún material espeológico. Algunos naturales de la región oyeron la noche siguiente el estruendo de una gran explosión y Gil no volvió nunca más al campamento. Fue al día siguiente cuando se descubrió lo que había sido la boca de una caverna completamente obstruida por miles y miles de toneladas de piedra, fruto de un apocalíptico derrumbamiento. No había posibilidad alguna de desescombro, pese a intentarse una y otra vez, siempre sin el menor resultado.
Una lápida existe hoy en día en el lugar del accidente, de cuyo origen no cabe la más mínima duda. Gil, amigo de los procedimientos rápidos, debió provocar el alud al intentar abrirse paso con dinamita por el interior de la caverna, en busca de algo que nunca se sabrá. Su cuerpo debió quedar enterrado por el aluvión de rocas, o quizá emparedado vivo en el interior de la caverna.
Esta es la explicación oficial de la desaparición de mi amigo. Existe otra, tan fantástica que el único hombre capaz de exponerla prefiere callar, temeroso de ser tomado por loco o, lo que es peor, incluso acusado del asesinato de Gil. Ya que hubo un testigo de los últimos momentos del arqueólogo, un testigo que puede relatar segundo a segundo los extraños sucesos que se desarrollaron en el interior de la caverna.
Ese testigo soy yo, el mismo que escribe ahora estas líneas, siete años después de aquellos inexplicables acontecimientos. Unas líneas increíbles que me guardaré mucho de divulgar en el tiempo que me quede de vida, pero que quizá después de mi muerte sean leídas por alguna persona que las podrá tomar por ciertas o no. A beneficio de ese posible lector, nada puedo hacer sino asegurar con toda mi buena fe que en nada me he apartado de la verdad, por fantástica e inconcebible que dicha verdad pueda ser.
He aquí, pues, la historia: