Tales of Mystery and Imagination

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Fernando Iwasaki: El balberito

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La otra noche matamos a un vampiro. Cerca del amanecer lo acechamos junto a su tumba y le tendimos una emboscada. El monstruo no era muy fuerte y pegó un chillido espeluznante cuando lo empalamos.Al verlo tendido en el suelo advertimos horrorizados que era un balberito, un niño vampiro que nos miraba con los ojos perplejos y arrasados de lágrimas, mientras se desollaba despavorido las manitas contra la estaca. El balberito agonizaba entre pucheros y la sangre de su última víctima resbalaba por sus colmillos de leche hasta empozarse en los hoyuelos de sus cachetes.«¡Muere, demonio!», gritó el reverendo al degollarlo con su hoz.

Fernando Iwasaki: El antropólogo

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Aquel hombre hacía muchas preguntas. Se interesaba por nuestras fiestas, por quién era pariente de quién y hasta por las historias que les contábamos a nuestros hijos para dormirlos. Somos un pueblo hospitalario y por eso le invitamos a todos los bautizos,matrimonios y entierros, adonde iba siempre con su libreta, su grabadora y sus anteojitos redondos.Un día supimos que había conversado con los más ancianos y que les había puesto nerviosos con unas historias de sacrificios y ritos sangrientos. Más tarde fue lo de la procesión y cómo se emperró en aquéllo de los calendarios solares y las diosas prohibidas.Pero cuando empezó a meterle sus ideas a los más pequeños estuvo a punto de arruinar laromería. Nosotros respetamos las costumbres de todo el mundo y sólo deseamos conservar las nuestras. No es fácil con tantas modernidades como hay ahora.Los niños fueron cantando hasta el altar según lo establecido, coronados de flores y vestidos de blanco. En cambio, el antropólogo incordió hasta el final. Las diosas no le habían elegido y para colmo estaba circuncidado. Pero mejor así, porque sabía demasiado.Sus entrañas eran impuras.

Fernando Iwasaki: Papillas

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Detesto los fantasmas de los niños. Asustados, insomnes, hambrientos. El de casa llora desconsolado y se da de porrazos contra las paredes. De repente me vino a la memoria el canto undécimo de La Ilíada y le dejé su platito lleno de sangre.No le gustó nada y por la mañana encontré todo desparramado. Volví a dejarle algo de sangre por la noche, aunque mezclada con leche y unas cucharaditas de miel: le encantó.Desde entonces le preparo unas papillas riquísimas con sangre, cereales, leche y galletas molidas. Sigue desparramándome las cosas, pero ya no se da porrazos y a veces siento cómo corre curioso detrás de mí. Quizás me haya cogido cariño. Tal vez ya no me tenga miedo. ¡Angelito!, si hubiera comido así desde el principio nunca lo hubiera estrangulado.

Fernando Iwasaki: El parásito

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No era un fibroma, ni un tumor, ni un folículo infectado, sino un mellizo marchito enquistado en su espalda como un inquilino perpetuo y satisfecho. Quizás nunca debí decirle lo que era y dejar que pensara que se trataba de un bulto de grasa cualquiera, pero aquel hombre me pareció inteligente y no dudé en mostrarle aquella miniatura atrofiada de sí mismo.Algunos pacientes no están preparados para saber lo que tienen y para contemplar sin prejuicios el infinito paisaje de las patologías humanas. Como aquel hombre que sostenía desconsolado a su gemelo nonato y que incluso le cortó el pelo y las uñitas diminutas hasta encontrarle un pálido destello, un reflejo remoto, un melancólico parecido. Soy un científico, ¿cómo podía saber si sentía o si soñaba?Dos días después de la operación falleció por causas desconocidas. El parásito le sobrevivió un día más.

Fernando Iwasaki: Abonos naturales

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Los jardines del cementerio eran los más hermosos del pueblo, siempre umbríos y floridos, sembrado de esculturas barrocas y adornado de cipreses majestuosos y soñolientos. Contra la opinión de todo el mundo, el alcalde lo convirtió en parque público y mandó construir un crematorio municipal, según el plan urbanístico y sus ideas de progreso. Pero entonces los jardines comenzaron a secarse y los vecinos protestamos al ayuntamiento, porque el viejo cementerio se volvió un lugar poco recomendable donde la mala vida crecía como la mala hierba. El alcalde organizó una cuadrilla de jardineros que trabajó de sol a sol, mas el cementerio siguió siendo un sitio peligroso porque algunos drogatas y travestones continuaron desapareciendo entre sus árboles y mausoleos. Los cipreses languidecen y el verdor de los jardines se extingue poco a poco. El alcalde no se entera y ahora quiere remover la tierra para instalar sistemas de riego. Tendremos que sacrificarlo igual que al anterior.

Fernando Iwasaki: Las reliquias

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Cuando la madre Angelines murió, las campanas del convento doblaron mientras un delicado perfume se esparcía por todo el claustro desde su celda. «Son las señales de su santidad», proclamó sobrecogida la madre superiora.«Nuestro tesoro será descubierto y ahora el populacho vendrá en busca de reliquias y el arzobispo nos quitará su divino cuerpo». Después del santo rosario nos arrodillamos  junto a ella. Hasta sus huesos eran dulces.


Fernando Iwasaki: Ya no quiero a mi hermano

Fernando Iwasaki



«Carlitos está aquí», dijo la médium con su voz de drácula, y de pronto se transformó y puso cara de buena. Entonces mamá le hizo muchas preguntas y el espíritu respondía a través de la señora. Seguro que era Carlitos porque sabía dónde estaba el robot y cuántas monedas había en su alcancía, dijo cuál era su postre favorito y también los nombres de sus amigos.

Cuando la médium nos miró haciendo las muecas de Carlitos papá empezó a llorar y mamá le pidió por favor, por favor que no se fuera. Las luces se apagaban y encendían, los cuadros se caían de las paredes y los vasos temblaban sobre la mesa. Me acuerdo que la señora se desmayó y que una luz atravesó a mamá como en las películas. «Carlitos está aquí», dijo con cara de felicidad.

Desde entonces hemos vuelto a compartir el cuarto y los juguetes, el ordenador y la Play-Station, pero la bicicleta no. Mamá quiere que sea bueno con Carlitos aunque me dé miedo. No me gusta su voz de drácula. Y además huele a vieja.

Fernando Iwasaki: Monsieur le revenant

Fernando Iwasaki



Todo comenzó viendo televisión hasta la medianoche, en uno de esos canales por cable que sólo pasan películas de terror de bajo presupuesto. Luego vinieron el desasosiego y los bares de mala muerte, las borracheras vertiginosas y las cofradías siniestras de la madrugada. Por eso perdí mi trabajo, porque dormía de día hasta resucitar en la noche, insomne y hambriento.
No es fácil convertirse en un trasnochador cuando toda la vida has disfrutado del sol y de los horarios comerciales, pero la noche tiene sus propias leyes y también sus negocios. Así caí en aquella mafia de hombres decadentes y mujeres fatales. Malditos sean.
Siempre regreso temeroso de las primeras luces del alba para desmoronarme en la cama, donde despierto anochecido y avergonzado sobre vómitos coagulados. Tengo mala cara. Me veo en el espejo y me provoca llorar. Lo del espejo es mentira. Lo de los crucifijos también.


Fernando Iwasaki: La pesadilla de Peter Pan

Fernando Iwasaki



Cada vez que hay luna llena yo cierro las ventanas de casa, porque el padre de Mendoza es el hombre lobo y no quiero que se meta en mi cuarto. En verdad no debería asustarme porque el papá de Salazar es Batman y a esas horas debería estar vigilando las calles, pero mejor cierro la ventana porque Merino dice que su padre es Jocker, y Jocker se la tiene jurada al papá de Salazar.
Todos los papás de mis amigos son superhéroes o villanos famosos, menos mi padre, que insiste en que él sólo vende seguros y que no me crea esas tonterías. Aunque no son tonterías porque el otro día Gómez me dijo que su papá era Tarzán y me enseñó su cuchillo, todo manchado de sangre de leopardo.
A mí me gustaría que mi padre fuese alguien, pero no hay ningún héroe que use corbata y chaqueta a cuadritos. Si yo fuera hijo de Conan, Skywalker o Spiderman, entonces nadie volvería a pegarme en el recreo. Por eso me puse a pensar quién podría ser mi padre.
Un día se quedó leyendo el periódico y lo vi todo flaco y largo en el sofá, con sus bigotes de mosquetero y sus manos pálidas, blancas blancas como el mármol de la mesa. Entonces corrí a la cocina y saqué el hacha de cortar la carne. Por la ventana entraban la luz de la luna y los aullidos del papá de Mendoza, pero mi padre ya grita más fuerte y parece un pirata de verdad. Que se cuiden Merino, Salazar y Gómez, porque ahora soy el hijo del Capitán Garfio.

Fernando Iwasaki: La mujer de blanco



Cuando les conté que había visto a una señora vestida de blanco vagando entre las lápidas, un helado silencio de almas en pena nos sobrecogió. ¿Por qué seguían volviendo después de tantas bendiciones, conjuros y exorcismos?

Después de todo la mujer de blanco era una aparición amable, siempre con un ramo en los brazos y como flotando a través de la niebla, pero igual nos abalanzamos sobre ella en cuanto pasó delante de la cripta.

Nunca más regresó a dejar flores en el viejo cementerio.

Fernando Iwasaki: Dulces de convento



Las monjas tenían prohibido escalar los muros del convento, porque al otro lado estaban sus perros guardianes que eran fieros y bravos como una manada de lobos hambrientos. Pero el huerto del convento era tan bello y sus frutas tan apetitosas, que todos los años surgía un imprudente que escalaba las paredes y moría a dentelladas. Una tarde se nos cayó la pelota dentro del convento y Ernesto y yo la divisamos desde lo alto del muro, al pie de una morera majestuosa. Gritamos, llamamos a las monjitas, silbamos a los perros y lanzamos piedras a través de los negros ventanucos sin cristales. Pero nada. Entonces Ernesto decidió bajar por la morera y me prometió que no tardaría, que lanzaría el balón sobre la muralla y volvería a trepar corriendo.

Yo le vi descender y patear la pelota, y también vi cómo salieron aullando desde una especie de claustro que más parecía una madriguera. Eran negros, crueles y veloces. Mientras corría a la casa para avisarle a papá, pude escuchar sus masticaciones, sus gruñidos como rezos y letanías bestiales. Según la policía las monjitas no oyeron nada, porque estaban merendando al otro lado del convento. Las pobres tenían la boca como ensangrentada por culpa de las moras.

Papá enloqueció y un día saltó el muro armado para acabar con los perros, pero después de una batalla feroz volví a escuchar sus ladridos como carcajadas y el crujido de los huesos en sus mandíbulas. De mi padre apenas quedaron algunos despojos, y encima fue acusado de disparar contra las inocentes monjitas.

Pero esta vez pude verles mejor desde lo alto del muro y no descansaré hasta acabar con esas alimañas. Especialmente con la más gorda, la que se santiguaba mientras comía.

Fernando Iwasaki: No hay que hablar con extraños



Así me decía siempre mamá, pero Agustín no era un extraño porque todos los días me ofrecía caramelos a la salida del colegio. Además, cada vez que me llevaba a su taller me regalaba muñecas. Muy bueno era Agustín, me hacía cariñitos.
Mamá me contaba historias bien feas de niñas que se perdían porque se las robaban las gitanas o el hombre de la bolsa. Yo sabía que las gitanas se llevaban a las niñas para obligarlas a vender flores, pero nunca supe qué te hacía el hombre de la bolsa. Con Agustín yo juego a que me toca y yo lo toco, y siempre gano pues al final no se puede aguantar. Mamá es una miedosa porque dice que si hablo con extraños seguro que no me vuelve a ver.
En el taller de Agustín hay muchas cosas que cortan y queman y pinchan. También tiene un avión desarmado que un día servirá para volar e irnos de viaje. Por eso me puso el pañuelo mágico en la nariz, porque los aviones marean y tengo que acostumbrarme. Después ya no me acuerdo de nada: una colonia bien fuerte, un sueño como regresando de la playa y muchas cosas que cortan y queman y pinchan.
A veces salgo del taller de Agustín y vuelvo al colegio porque ahora nadie me llama la atención. Me gusta hacer lo que quiero y caminar de noche, pero me da pena mamá, siempre mirando triste por la ventana. Le hablo y no me hace caso y entonces vuelvo al taller con mis juguetes de niebla. Seguro que si Agustín no fuera un extraño mamá me volvería a ver.

Fernando Iwasaki: Última voluntad



Los moribundos tienen fugaces destellos de lucidez que se extinguen como velas en la penumbra de la muerte. Mamá murió así, enumerando mis obligaciones, recordándome mis deberes, indicándome en qué cajón estaban los papeles del seguro, quiénes tenían libros suyos y sobre todo conminándome a proteger siempre a mis hermanas. Pobre mamá. Su agonía había sido muy larga y jamás esperamos que en el último instante podría despedirse así. Lentamente fue cayendo en una somnolencia dolorosa, repitiendo una y otra vez los nombres de mis hermanas. Cogí su mano y me dijo que le alegraba reunirse por fin con papá. De pronto me clavó dulcemente las uñas y me pidió que nunca dejara solo a Luisito, que estaba enfermito y me necesitaba. Y mamá murió como suponía, reservando sus palabras finales para el pobre Luisito, que falleció de leucemia cuando éramos niños.

Fuimos a casa de mamá a ordenar sus cosas y escuchamos un llanto dentro del ropero. Mis hermanas dicen que es mi obligación y me lo tuve que llevar a casa. Le gusta jugar con medias de nailon y pétalos secos.

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