Tales of Mystery and Imagination

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Enrique Lázaro: La ciudad cuyo nombre era Lluevemuertos

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Aquella noche Atónitus tuvo una larga y profusa intuición. Supo que estaba soñando porque ningún detalle se le escapaba, ningún matiz le era ajeno, cualquier faceta se mostraba singularmente útil y necesaria. También, porque podí­a moverse con facilidad y sus extremidades obedecían pasmosa y rápidamente los signos de su cerebro: Atónitus el Descompensado supo que debí­a ser forzosamente un sueño, porque su cuerpo y su deseo formaban un todo compacto, coordinado, sin señales de la vieja y torturante descompensación fruto de una antigua batalla y una amarga reflexión de cinco lustros.
Fue entonces cuando soñó por primera vez a Lluevemuertos.
Más exactamente: soñó un narrador. El tiempo de los narradores era ya lejano, remoto en el pasado y en el futuro. Desde Timustimus el Maquinócrata, o quizá desde antes, los cuentos y las historias languidecieron para desaparecer finalmente en el caos de un presente eterno: apenas subsistían algunos nombres mágicos de antiguos filósofos o cuentistas, quizá de grandes epopeyas o recuerdos lí­ricos y vanos, reducidos a sílabas y fonemas sin sentido ni contenido, tenazmente afianzadas en la memoria colectiva y fósil, cambiante sin embargo. Era pues el tiempo de su gloria, la única gloria posible para pensadores y alucinados que insistieron en dejar huella perenne: transformados en sustantivos eventuales, habí­an alcanzado la incomunicación máxima, la máxima inexpresión e incomprensión. Sus nombres o los nombres de sus obras daban forma a exclamaciones, a tópicos, a calles y objetos, a angustias sin posible definición en la realidad y el ahora persistente. Su gloria era el olvido total, la soledad inexpresiva, la atemporalidad sin referencias: por ella lucharon, se explicaron y comprendieron lo incomprensible; por ella inventaron el universo. Por eso el tiempo de los narradores era siempre un tiempo remoto, acabado. Por eso ya no había narradores.
Y sin embargo Atónitus lo soñó. Y el narrador le hablaba de Lluevemuertos, la ciudad cuya naturaleza metafórica sólo alcanza su plenitud en el dorso de los razonamientos, transformada en elegorí­a de sí­ misma. Su historia nada tiene que ver con la vigilia; merece ser escuchada: cierta e inconcreta, su devenir discurre paralelo entre la estadística y el azar, porque no hay cosas más imposibles que otras, decí­a, ni un pasado más pasado, ni un futuro más remoto. Puede estar o no estar, pero nada de ello le obliga necesariamente a ser. La estadística no miente y el azar jamás puede equivocarse por su mediación, insignes tratadistas y geógrafos demostraron sin lugar a dudas la inevitable existencia de Lluevemuertos, y Agag el aventurero la exploró de lado a lado. AÚn perduran carteles indicadores en algunos caminos y construcciones en los puestos limítrofes, pese a que sus lí­mites sólo son conocidos por aquellos que los traspasaron sin retorno. Más aún: Lluevemuertos se expande. Se ignora hacia dÓnde, se desconocen los motivos si los hay y las leyes fí­sicas o químicas que lo regulan, pero nadie puede ya ignorar su constante e imperceptible expansión. Sin embargo, el propio nombre de la ciudad denota a las claras que no se trata de una formación natural, sino de algo artificioso y provocado, algo con un objeto o, por lo menos, con un proyecto de objeto, de finalidad. Alguien debió concebirla y alguien le dio un nombre cuyos múltiples posibles significados le privan de todo significado posible: de ese alguien y de su proyecto no habló el narrador. Lo ignoraba, o tal vez formase parte él mismo del objetivo y del nombre.
‒Si alguna vez vienes a Lluevemuertos, búscame.

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