Aquella noche Atónitus tuvo una larga y profusa intuición. Supo que estaba
soñando porque ningún detalle se le escapaba, ningún matiz le era ajeno,
cualquier faceta se mostraba singularmente útil y necesaria. También, porque
podía moverse con facilidad y sus extremidades obedecían pasmosa y rápidamente
los signos de su cerebro: Atónitus el Descompensado supo que debía ser
forzosamente un sueño, porque su cuerpo y su deseo formaban un todo compacto,
coordinado, sin señales de la vieja y torturante descompensación fruto de una
antigua batalla y una amarga reflexión de cinco lustros.
Fue entonces cuando soñó por primera vez a
Lluevemuertos.
Más exactamente: soñó un narrador. El tiempo de los narradores era ya
lejano, remoto en el pasado y en el futuro. Desde Timustimus el Maquinócrata, o
quizá desde antes, los cuentos y las historias languidecieron para desaparecer
finalmente en el caos de un presente eterno: apenas subsistían algunos nombres
mágicos de antiguos filósofos o cuentistas, quizá de grandes epopeyas o
recuerdos líricos y vanos, reducidos a sílabas y fonemas sin sentido ni
contenido, tenazmente afianzadas en la memoria colectiva y fósil, cambiante sin
embargo. Era pues el tiempo de su gloria, la única gloria posible para
pensadores y alucinados que insistieron en dejar huella perenne: transformados
en sustantivos eventuales, habían alcanzado la incomunicación máxima, la
máxima inexpresión e incomprensión. Sus nombres o los nombres de sus obras
daban forma a exclamaciones, a tópicos, a calles y objetos, a angustias sin
posible definición en la realidad y el ahora persistente. Su gloria era el
olvido total, la soledad inexpresiva, la atemporalidad sin referencias: por
ella lucharon, se explicaron y comprendieron lo incomprensible; por ella inventaron
el universo. Por eso el tiempo de los narradores era siempre un tiempo remoto,
acabado. Por eso ya no había narradores.
Y sin embargo Atónitus lo soñó. Y el narrador le hablaba de Lluevemuertos,
la ciudad cuya naturaleza metafórica sólo alcanza su plenitud en el dorso de
los razonamientos, transformada en elegoría de sí misma. Su historia nada
tiene que ver con la vigilia; merece ser escuchada: cierta e inconcreta, su
devenir discurre paralelo entre la estadística y el azar, porque no hay cosas más
imposibles que otras, decía, ni un pasado más pasado, ni un futuro más remoto.
Puede estar o no estar, pero nada de ello le obliga necesariamente a ser. La
estadística no miente y el azar jamás puede equivocarse por su mediación,
insignes tratadistas y geógrafos demostraron sin lugar a dudas la inevitable
existencia de Lluevemuertos, y Agag el aventurero la exploró de lado a lado.
AÚn perduran carteles indicadores en algunos caminos y construcciones en los
puestos limítrofes, pese a que sus límites sólo son conocidos por aquellos que
los traspasaron sin retorno. Más aún: Lluevemuertos se expande. Se ignora hacia
dÓnde, se desconocen los motivos si los hay y las leyes físicas o químicas que
lo regulan, pero nadie puede ya ignorar su constante e imperceptible expansión.
Sin embargo, el propio nombre de la ciudad denota a las claras que no se trata
de una formación natural, sino de algo artificioso y provocado, algo con un
objeto o, por lo menos, con un proyecto de objeto, de finalidad. Alguien debió
concebirla y alguien le dio un nombre cuyos múltiples posibles significados le
privan de todo significado posible: de ese alguien y de su proyecto no habló el
narrador. Lo ignoraba, o tal vez formase parte él mismo del objetivo y del
nombre.
‒Si alguna vez vienes a Lluevemuertos, búscame.