Tales of Mystery and Imagination

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Juan Antonio Fernández Madrigal: Magna Viperia Morphis (La disidente)

Juan Antonio Fernández Madrigal



El Consejo del Mundo Humano avanzó por la Catedral, rodeando las capillas cerradas que guardaban celosamente con rejas oxidadas su interior oscuro y vacío de sacras figuras. Las vidrieras en lo alto habían sido, o bien sustituidas por cristal de rubí veteado, o bien teñidas de sangre fresca. La última posibilidad aguijoneó algunos estómagos y apartó rápidamente algunas miradas demasiado atrevidas. El grupo se deslizó un poco más rápido.

El gran órgano comenzó a quejarse cuando las figuras se apresuraron bajo él. Sus lamentos vibraron dentro de los oídos, en los pulmones agitados, bajo las pieles, recorrieron el trayecto hacia los nodos del árbol del miedo. El sonido de metal sincronizó con las redes nerviosas y aumentó las señales de histeria que habían comenzado a producir. Nadie pulsaba el teclado del órgano ni manipulaba sus registros. Ellos lo sabían.
Bailaba arriba y abajo la mancha oscura de los ropajes del Chambelán, encabezando el grupo, rozando desagradablemente el suelo descarnado. De vez en cuando saltaba torpe alguna de las pulidas losas de mármol negro que habían sobrevivido al saqueo, jadeando baboso al caer. Casi nunca miraba hacia atrás. Se le agradecía. Su rostro de lepra permanecía oculto bajo la capucha manchada de putridez.
El Consejo del Mundo Humano avanzó por la Catedral hasta llegar frente al altar, que ahora era el trono dorado de la Emperatriz, y continuó observando, pues poco más podía hacer.
El mantel blanco yacía sobre los brazos del supremo asiento. Una estola trazaba su franja púrpura sobre la perfecta palidez, acariciando el suelo polvoriento con sus flecos rubios. Los símbolos circulares eran interrumpidos por uno de los hombros nacarados, hombros que no acusaban la respiración, hombros cubiertos de oro derretido uno, y de hostias enhebradas en cabellos azabache el otro, hombros que parecían no necesitar músculos para demostrar poder.
Sobre los hombros crecía la terrible belleza del cuello esbelto, el mentón aguzado, los labios sorprendentemente carnosos, la nariz fina, los ojos de plata o mar ensombrecidos por las cejas gruesas, los cabellos libres en su exagerada longitud, ocultando el resto.
El Consejo del Mundo Humano se detuvo frente a la Emperatriz, Magna Viperia Morphis. En ese momento se percataron del delicado e irreductible sabor del néctar de miedo.

—Su Majestad, el Consejo.
El Chambelán sorbió ruidosamente y se alejó del grupo, resquebrajando la única barrera que los había separado de la Dama. Pronto se hizo evidente que ni siquiera esa tenue membrana había llegado a ser real. Se hallaban en el reino de la ilusión, Imperio Víbora.

Juan Antonio Fernández Madrigal: La señora de las estancias

Juan Antonio Fernández Madrigal



Noticias y Primavera; Fuera y Dentro.

La Señora miraba con sus ojos miel a través del cristal hacia el exterior, el cristal limpio que apenas existía, sus uñas color uña apoyadas delicadamente en el cristal para cederle existencia. La piel blanca de sus manos estaba fría como casi siempre, agradeciendo el calor que comenzaba a entrar a través del cristal. Dentro de su pecho, tic tac, tic tac, más calor se despertaba al ritmo del sol naciente. La Señora parpadeaba lentamente y despertaba lentamente, y se deleitaba mirando a través del cristal, sonriendo al jardín que empezaba a corresponderle floreciendo tímido.
El jardín estaba resguardado por un muro no muy alto de ladrillo, fuerte, recio, en muchas partes abrigado amablemente por enredaderas y setos frondosos. Los ladrillos que no disfrutaban de esa gentileza mostraban sus caras rojas arrugadas y estoicas, acumulando experiencia y fuerza como servidores de la última frontera. Quizás había orgullo en el muro. O simplemente lealtad. O el orgullo de ser leal a todo lo que protegía. Quizás el resto del jardín sintiera aquello; la Señora podía sentirlo y le hacía sentirse segura.
Había algunos árboles en el jardín, pero no muy altos, más bien rechonchos y de formas suaves, con sombras acogedoras, con colores siempre primavera. Los árboles estaban plantados en el centro del jardín y no se apoyaban en el muro, probablemente por respeto. Bajo ellos, las rosas aprovechaban su techo refugio y se abrían para despertar al pequeño mundo que las rodeaba, separaban sus pétalos, examinaban complacidas los regueros sinuosos pero firmes que les llevaban el alimento, y se preguntaban de dónde venían esos regueros, a dónde iban y qué misteriosos senderos recorrían a través de otras rosas, parterres y arbustos.
La Señora suspiró levemente y se alejó de la ventana no sin antes retocar un poco la caída de las cortinas y las volutas análogas de su vestido. Tic tac, tic tac, el amanecer avanzaba pausado marcando el ritmo de todas las cosas. Tic tac. Tic tac.
Ding dong.
La Señora se dirigió hacia el recibidor comprobando de reojo la disposición de cada mueble, cada utensilio y cada adorno, con serenidad, a medida que avanzaba con su paso siempre elegante. Cada cosa tenía su lugar dentro de su corazón, incluso los detalles más pequeños, incluso los detalles más grandes. Independientemente de la cantidad de espacio que ocuparan, dentro de ella se ajustaban a su verdadera importancia. Cuando los repasaba no pensaba: sentía.
Ding dong.
—¡Buenos días! —Al abrir la puerta la voz de la Señora se extendió a todo el exterior posándose como una segunda manta de rocío sobre las rosas, los setos, los árboles y el gran muro, y por partida doble sobre el recién llegado.

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