Despuntaba la primavera la primera vez que Lucía me mató. Lo recuerdo por el aroma dulzón de los azahares, que se colaba desde la calle, inundando todos los ambientes del departamento.
Yo gozaba de los primeros días de mi jubilación y andaba con el tiempo ancho y vacío, aburriéndome un poco.
Aquel día repasaba el Clarín en el sofá de la sala, frente al ventanal del balcón inmenso, cuando de repente sentí un metal frío en el cuello. El filo de la hoja del cuchillo me provocó piel de gallina. No me moví, sólo incliné un poco la cabeza y descubrí el mango de asta de ciervo, apenas oculto por una mano delgada, que yo conocía bien. Mi esposa empuñaba el Muela que me regalaron los compañeros del banco, y se reía a mis espaldas.
Ella hundió la hoja en mi carne. Con pasmosa serenidad dibujó una “u” perfecta y la sangre brotó a chorros.
Me tajeó de lado a lado.
Fue mayor la sorpresa que el dolor. A pesar de la urgencia de lo que me acontecía y del espanto y del mareo que me iban ganando, alcancé a vislumbrar una sospecha: Lucía se vengaba de todas las que le hice.
La sangre fue un río torrentoso que manchó la base de la mesa ratona, la alfombra persa, las patas de la vitrina con las fotos de los nietos y el borde bajo de la cómoda, donde exhibíamos los trofeos de judo de Gonzalo.
Lucía se paró frente a mí y permaneció quieta, con el cuchillo chorreante. Me observaba en silencio.
Intenté incorporarme y las piernas se me aflojaron y el piso me golpeó la cara. Mis ojos permanecieron abiertos, pero mucho antes de eso yo supe que estaba muerto.