Rodó la canica por tierra, cruzó el círculo trazado con una vara, pasó de largo sin caer en el hoyo. Al hincarme me rompí el pantalón de las rodillas. ¡Pelas! Ya me debes tres canicas. Me preguntó qué quería ser cuando fuera grande. Encarcelado, le dije. Me corrigió: carcelero. No, encarcelado, reafirmé; pienso matar al cabrón de mi padre.
Se me quitaron las ganas de seguir jugando. No tenía caso decir mis cosas. Me arrepentí de haberle contad
o al Grillo que yo quería matar a mi padre. Por fortuna tiene tan mala memoria que mañana ya lo habrá olvidado.
Allá en la refresquería junté muchas corcholatas, me las eché a los bolsillos y me puse a correr para oír su ruido, de esa manera ya no escuchaba las voces que traía siempre en la cabeza. Sentí cómo se hacía de noche porque el hambre me crecía oscura; ese dolorcito de siempre que revierte en mi boca un sabor agrio. Me fui para la casa. A la entrada de la vecindad la Márgara mataba ratas con un palo. La vieja como no puede dormir se pasa las noches matando ratas, por eso el cabrón le puso de apodo La Gata, y como tiene la piel grisácea y los ojos amarillos, y como sólo come pan remojado con leche, pues la verdad el apodo le queda muy bien.
Entré al cuarto y vi las mismas cosas de siempre. Para cualquiera todo eso estaba en desorden, y no, cada cosa estaba en su lugar: los trastos en la estufa y en la mesa. En el rincón, izquierda al fondo, la bacinica. Medicinas, veladoras y papelitos en la repisa. Los quintos encajados en la rendija de la ventana. Las toallas deshilachadas colgadas en los clavos de la pared derecha, ahí junto, la chamarra roja del viejo: hace mucho que ya no se la pone, desde que consiguió la de cuero. En la alacena los kilos de frijoles, la manteca, la sal, el café y el piloncillo. Ahí la estampita de San Judas Tadeo y un vaso con hierbas espanta espíritus, epazote y albahaca. En los rincones los montones de ropa, el costal de carbón, la lata de petróleo...
Ya era de noche, todos mis hermanos dormían menos la Jacinta, ella le sobaba la espalda a mi mamá. Me serví un plato de frijoles y me los comí muy despacio haciéndome a la idea de que estoy educado (mi bonito juego fantasioso) muy por encima del dolor que produce el hambre. Contuve el gesto animal y lo hice así, despacio como si comer no fuera nutrirse sino desmayarse. Comí de espaldas para no verlos. Luego
me viré y los vi: ahí estaban en el suelo, amontonados como cadáveres envueltos en trapos, una mancha color mugre, los miembros confundidos, entrelazados o desparramados, una pierna encima de aquel brazo, unas espaldas, una mano como sola en aquella esquina, tres montones de cabellos, y una cabeza muy visible, la de Juanito, con la boca abierta. Así son mis hermanos todas las noches: algo sucio y sofocado, seres en fragmentos sumergidos en una pesadilla, algo hediondo, espeso y ronco.
Lupita estaba acostada en la cama, la única cama. Bien envuelta medía apenas medio metro. Tenía los cabellos mojados de sudor, embarrados sobre el rostro. Cualquiera diría que un gran miedo la había empapado.