Tales of Mystery and Imagination

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Adela Fernández: El montón

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Rodó la canica por tierra, cruzó el círculo trazado con una vara, pasó de largo sin caer en el hoyo. Al hincarme me rompí el pantalón de las rodillas. ¡Pelas! Ya me debes tres canicas. Me preguntó qué quería ser cuando fuera grande. Encarcelado, le dije. Me corrigió: carcelero. No, encarcelado, reafirmé; pienso matar al cabrón de mi padre.
Se me quitaron las ganas de seguir jugando. No tenía caso decir mis cosas. Me arrepentí de haberle contad
o al Grillo que yo quería matar a mi padre. Por fortuna tiene tan mala memoria que mañana ya lo habrá olvidado.
Allá en la refresquería junté muchas corcholatas, me las eché a los bolsillos y me puse a correr para oír su ruido, de esa manera ya no escuchaba las voces que traía siempre en la cabeza. Sentí cómo se hacía de noche porque el hambre me crecía oscura; ese dolorcito de siempre que revierte en mi boca un sabor agrio. Me fui para la casa. A la entrada de la vecindad la Márgara mataba ratas con un palo. La vieja como no puede dormir se pasa las noches matando ratas, por eso el cabrón le puso de apodo La Gata, y como tiene la piel grisácea y los ojos amarillos, y como sólo come pan remojado con leche, pues la verdad el apodo le queda muy bien.
Entré al cuarto y vi las mismas cosas de siempre. Para cualquiera todo eso estaba en desorden, y no, cada cosa estaba en su lugar: los trastos en la estufa y en la mesa. En el rincón, izquierda al fondo, la bacinica. Medicinas, veladoras y papelitos en la repisa. Los quintos encajados en la rendija de la ventana. Las toallas deshilachadas colgadas en los clavos de la pared derecha, ahí junto, la chamarra roja del viejo: hace mucho que ya no se la pone, desde que consiguió la de cuero. En la alacena los kilos de frijoles, la manteca, la sal, el café y el piloncillo. Ahí la estampita de San Judas Tadeo y un vaso con hierbas espanta espíritus, epazote y albahaca. En los rincones los montones de ropa, el costal de carbón, la lata de petróleo...
Ya era de noche, todos mis hermanos dormían menos la Jacinta, ella le sobaba la espalda a mi mamá. Me serví un plato de frijoles y me los comí muy despacio haciéndome a la idea de que estoy educado (mi bonito juego fantasioso) muy por encima del dolor que produce el hambre. Contuve el gesto animal y lo hice así, despacio como si comer no fuera nutrirse sino desmayarse. Comí de espaldas para no verlos. Luego
me viré y los vi: ahí estaban en el suelo, amontonados como cadáveres envueltos en trapos, una mancha color mugre, los miembros confundidos, entrelazados o desparramados, una pierna encima de aquel brazo, unas espaldas, una mano como sola en aquella esquina, tres montones de cabellos, y una cabeza muy visible, la de Juanito, con la boca abierta. Así son mis hermanos todas las noches: algo sucio y sofocado, seres en fragmentos sumergidos en una pesadilla, algo hediondo, espeso y ronco.
Lupita estaba acostada en la cama, la única cama. Bien envuelta medía apenas medio metro. Tenía los cabellos mojados de sudor, embarrados sobre el rostro. Cualquiera diría que un gran miedo la había empapado.

Adela Fernández: La quemazón

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Cuando entré a avisarle a mi padre que lo buscaban, estaba ahí, junto al fuego, masticando brasas y cantando para agradecer a los dioses los dones poseídos. Interrumpí su canto para decirle que urgentemente necesitaban de su ayuda. Un niño de Chenalhó venía a buscarlo porque su hermano, el más pequeño, estaba enfermo. Tras besar la tierra, que es la manera en que se saluda a un brujo cuando uno va pedirle que intervenga en una curación, le contó que al principio creyeron que el niño se había enfermado por los pecados de su madre. Pero ella, para aliviarlo, ya había comido su propio excremento como se debe hacer en estos casos y aún así el mal no se alejaba. Entonces fue cuando pensaron que no se trataba de los pecados ( que recaen en los niños inocentes para ser purgados por medio de las enfermedades, el dolor o incluso la muerte) sino que tal vez unTi 'bal le había devorado el alma.

Los que tienen el alma fría nada pueden hacer para defenderse de los aires nefastos que vomita la boca del infierno; ni de los Ti 'bales, espíritus que se alimentan del alma dejando a la gente muerta a medias.

Mi padre tiene el alma cálida, protegida por el Señor Sol. Con el fuego que lleva dentro tiene la fuerza suficiente para hacer el bien o el mal. Cuando la mujer de su hermano se metió con otro hombre, mi padre la desnudó y le echó su vaho por todo el cuerpo. Con sólo hacer eso ella ardió y ahora anda toda chamuscada. También lo he visto recobrar las almas. Se pone una máscara con la que invoca al aire, reza la misma palabra con insistencia hasta que se escucha un zumbido. Entonces atrapa en el aire el alma que anda en el aire. El alma es una serpiente tan delgada como un hilo, y cuando mi padre la devuelve al cuerpo del desposeído ésta le entra por la boca con la rapidez del aire.

Se puso su máscara y rezó con insistencia, pero esta vez el aire no trajo nada. Por eso decidió ir a ver al enfermo y partimos a Chenalhó.

Caminamos todo el día y sólo nos detuvimos a beber en el ocaso, cuando el sol se convierte en águila que cae a las entrañas de la tierra. A esta hora, mi padre siempre tiene convulsiones y emite sonidos de águila. Una vez que se calma, come tierra y reza.

Adela Fernández: Agosto, el mes de los ojos

Adela Fernández



En mi pueblo, a causa del clima pluvioso se hizo costumbre el uso de paraguas, especialmente en agosto, mes abundante de lluvias. Por su función ocular, ahora, son imprescindibles en todas las épocas del año.
Mi abuelo era paragüero, el más viejo y famoso en su oficio. Nadie ha podido igualar su destreza y la calidad de su trabajo al que se dedico casi todo el tiempo, incluso dejó de dormir para entregarse de lleno a su obsesionante faena.
Su taller, ubicado en lo alto de la casa, es un sitio desvencijado a punto de desmoronarse. El reclinado ventanal tiene todos los cristales rotos, de manera que siempre entran los chifones. De día o de noche, mi abuelo trabajaba con viento. Después de muchos años de plegarias, hubo conseguido que siete ánimas en pena se apiadaran de él, encargándose de cuidar los siete cirios que durante las horas nocturnas alumbraban su obraje. Guardianas fieles impedían que las ráfagas apagaran las velas. Así, junto con el silbar de las galernas y los lamentos de las ánimas, el abuelo encontró la música de su inspiración.
En los meses de febrero y marzo el viejo se debatía en una cruenta batalla contra los ventarrones. Las sedas negras, inmensas mariposas de mal presagio, se levantaban movilizándose por toda la estancia. Volátiles subían y bajaban, de aquí para al´á, perseguidas por los gritos y las manos del ansiando obrero. Cuando esto sucedía me gustaba espiarlo, porque las imágenes me recordaban los cuentos de mi abuela que decía que durante las tormentas las velas de los barcos se vuelven negras y fúnebres. Los lienzos al aire me hacían pensar en aquellos veleros de sus relatos, oscurantados por la cerrazón de las tempestades, debatiéndose en altamar. Mi abuelo, relacionado con esas metáforas, me parecía un eterno naufrago.
El viento rasgaba y deshilachaba las sedas, y a causa de ello, los paraguas confeccionados en febrero y marzo tenían un acaba o en jirones. En la temporada del viento cruel, una larga hilera de mendigos se formaba en la puerta de la casa para adquirirlos como regalo, y aunque bajo ellos no estarían protegidos de la lluvia, les servirían de complementos decorativo para su harapienta vestidura, y sobre todo los librara de la ceguera.
En una ocasión marzo fue más violento que nunca, trajo consigo toda la reciedumbre de las galernas y ni siquiera tuvo misericordia de las ánimas en pena, aferradas a la tierra para llorar sus culpas y lamentaciones. El viento retozó con los siete espectros revolcándonos en el espacio y les dijo que las voces de los muertos deben buscar su cielo o su infierno. Cuatro de las ánimas vagarosas fueron ardidas por las llamas de los cirios; quizá cayeron al averno o lograron su purificación. A partir de entonces mi abuelo tuvo que trabajar sólo con la luz de tres cirios cuidados por las ánimas que se escaparon de los vientos y llamas para seguir apegadas a los quehaceres terrenos.

Adela Fernández: La jaula de tía Enedina

Adela Fernández



Desde que tenía ocho años me mandaban a llevarle la comida a mi tía Enedina, la loca. Según mi madre, enloqueció de soledad. Tía Enedina vivía en el cuarto de trebejos que está al fondo del traspatio. Conforme me acostumbraron a que yo le llevara los alimentos, nadie volvió a visitarla, ni siquiera tenían curiosidad por ella. Yo también le daba de comer a las gallinas y a los marranos. Por éstos sí me preguntaban, y con sumo interés. Era importante para ellos saber cómo iba la engorda; en cambio, a nadie le interesaba que tía Enedina se consumiera poco a poco. Así eran las cosas, así fueron siempre, así me hice hombre, en la diaria tarea de llevarles comida a los animales y a la tía.

Ahora tengo diecinueve años y nada ha cambiado. A la tía nadie la quiere. A mí tampoco porque soy negro. Mi madre nunca me ha dado un beso y mi padre niega que soy hijo suyo. Goyita, la vieja cocinera, es la única que habla conmigo. Ella me dice que mi piel es negra porque nací aquel día del eclipse, cuando todo se puso oscuro y los perros aullaron. Por ella he aprendido a comprender la razón por la que no me quieren. Piensan que al igual que el eclipse, yo le quito la luz a la gente. Goyita es abierta, hablantina y me cuenta muchas cosas, entre ellas, cómo fue que enloqueció mi tía Enedina.

Dice que estaba a punto de casarse y en la víspera de su boda un hombre sucio y harapiento tocó a la puerta preguntando por ella. Le auguró que su novio no se presentaría a la iglesia y que para siempre sería una mujer soltera. Compadecido de su futuro le regaló una enorme jaula de latón para que en su vejez se consolara cuidando canarios. Nunca se supo si aquel hombre que se fue sin dar más detalles, era un enviado de Dios o del diablo.

Tal como se lo pronosticó aquel extraño, su prometido sin aclaración alguna desertó de contraer nupcias, y mi tía Enedina bajo el desconcierto y la inútil espera, enloqueció de soledad. Goyita me cuenta que así fueron las cosas y deben de haber sido así. Tía Enedina vive con su jaula y con su sueño: tener un canario. Cuando voy a verla es lo único que me pide, y en todos estos años, yo no he podido llevárselo. En casa a mí no me dan dinero. El pajarero de la plaza no ha querido regalarme uno, y el día que le robé el suyo a doña Ruperta por poco me cuesta la vida. Lo escondí en una caja de zapatos, me descubrieron, y a golpes me obligaron a devolvérselo.

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