Aún
aturdido, no me atrevo a moverme; para qué, si la luz que penetra en el cuarto
a través de los agujeros de la persiana me dice que aún no es hora de
levantarse, para qué si sin moverme sé de Sandra, de su presencia que ahueca
las sábanas y deja un vacío, una frontera de nada, un rasguño de aire entre su
espalda y la mía. No, mejor quedarme quieto. Mirando la pared frente a mí puedo
imaginar que vuelo sobre un mar helado. Permanezco inmóvil, como dormido, como
muerto, como ella que parece también dormida, no se le oye ni respirar. De un
tiempo a esta parte dice que no concilia el sueño si no es tras estar un buen
rato paseando a solas en su mitad del colchón. A saber en qué pensará, si en
ovejas o en nosotros, en este vacío, este frío que crece y nos separa y nos
arroja a cada uno a un extremo del colchón, lindando el abismo, las zapatillas
al fondo como peces muertos que, barridos por las corrientes, rodaran en las
profundidades. Eso pienso, que las zapatillas son como peces muertos, cuando de
pronto y sin previo aviso una voz dentro de mí dice: eh, imagina que está
muerta. Imagínalo por un segundo: ella de espaldas, el pecho inmóvil, la piel
cerúlea asomándose al escote del camisón de satén verde, los ojos abiertos que
miran sin ver los dígitos rojos del despertador, y tú aquí haciéndote preguntas
estúpidas, imaginando que vuelas sobre un mar helado, soñando con muñecas
rotas. Eh, imagínalo durante un segundo, únicamente por probar qué se siente,
aunque sea mentira.
Porque sé que es mentira. Si no oigo sonido alguno en la habitación es
porque Sandra no ronca, sino que tan sólo emite una respiración débil y
acompasada. Lo recuerdo de cuando ella todavía recostaba su cabeza sobre mi
pecho para dormir, y escuchar su respiración era como oír el batir suave de las olas en una
playa tranquila. Claro que no ha muerto, aunque...
tal vez sí haya muerto.