Tales of Mystery and Imagination

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Marc R. Soto: Sushi



Despierto, y es como si jamás hubiera soñado con muñecas desmembradas.
Aún aturdido, no me atrevo a moverme; para qué, si la luz que penetra en el cuarto a través de los agujeros de la persiana me dice que aún no es hora de levantarse, para qué si sin moverme sé de Sandra, de su presencia que ahueca las sábanas y deja un vacío, una frontera de nada, un ras­guño de aire entre su espalda y la mía. No, mejor quedarme quieto. Mirando la pared frente a mí puedo imaginar que vuelo sobre un mar helado. Permanezco inmóvil, como dormido, como muerto, como ella que parece también dor­mida, no se le oye ni respirar. De un tiempo a esta parte dice que no concilia el sueño si no es tras estar un buen rato paseando a solas en su mitad del colchón. A saber en qué pensará, si en ovejas o en nosotros, en este vacío, este frío que crece y nos separa y nos arroja a cada uno a un extre­mo del colchón, lindando el abismo, las zapatillas al fondo como peces muertos que, barridos por las corrientes, roda­ran en las profundidades. Eso pienso, que las zapatillas son como peces muertos, cuando de pronto y sin previo aviso una voz dentro de mí dice: eh, imagina que está muerta. Imagínalo por un segundo: ella de espaldas, el pecho inmó­vil, la piel cerúlea asomándose al escote del camisón de satén verde, los ojos abiertos que miran sin ver los dígitos rojos del despertador, y tú aquí haciéndote preguntas estú­pidas, imaginando que vuelas sobre un mar helado, soñan­do con muñecas rotas. Eh, imagínalo durante un segundo, únicamente por probar qué se siente, aunque sea mentira.
Porque sé que es mentira. Si no oigo sonido alguno en la habitación es porque Sandra no ronca, sino que tan sólo emite una respiración débil y acompasada. Lo recuerdo de cuando ella todavía recostaba su cabeza sobre mi pecho para dormir, y escuchar su respiración era como oír el batir suave de las olas en una playa tranquila. Claro que no ha muerto, aunque... tal vez sí haya muerto.

Marc R. Soto: Gatomaquia



Si te cuento esto es sólo porque en este mes y medio te he cobrado aprecio y no quiero que ni tú ni los tuyos acabéis mal. Haz que tu hermana se deshaga de él, Carlos. Que lo despeñe por un acantilado, o que envenene su comida. Lo que sea, pero que se deshaga de él.
Yo tenía un gato como ése. Quiero decir que Paula lo tenía y, por extensión, yo también. Se lo regalé cuando aquel doctor nos dijo que no podíamos tener hijos. Yo temía que mi mujer cayera en una de esas depresiones de las que se sale con sobrepeso y adicción al Prozac, de modo que me escapé de casa se lo compré en la tienda de mascotas del pueblo.
Por entonces llevábamos... Déjame pensar... Unos tres años liados, más dos de novios... En total cinco años juntos. El entresuelo que habíamos comprado en las afueras, cerca de la fábrica, estaba ya casi completamente amueblado. Teníamos televisor, tres lámparas y un DVD de esos con siete altavoces que, si quieres que te diga la verdad, son el mayor avance de la humanidad desde que se inventaron los condones lubricados.

Aquello sí que era como estar en el cine, y no la mierda que nos ponen aquí los viernes por la noche. En fin, lo que quiero decir es que lo teníamos todo, ¿vale? Y que podríamos haber continuado así por los siglos de los siglos de no ser porque un día vuelvo de la fundición y Paula me sale con que quiere un crío que lo ha estado pensando y cree que es el momento adecuado Y yo con los ojos como platos. ¿Qué me estás contando? Si a ti nunca te han gustado los críos. Sí que me gustan, sólo que no podíamos tenerlos, pero ahora... Ahora, ¿qué? Bueno, ahora que nos sobra una habitación y tú tienes trabajo fijo...

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