La
luz del amanecer entraba sesgada a través de los toldos verdeazules creando en
la sala un efecto de cueva submarina. Un reloj marcaba los minutos y, con cada clac, las dos personas
que ocupaban el cuarto miraban en derredor, como sorprendidos, pará perder de nuevo la vista
en los sedantes paisajes que adornaban las paredes.
Ambos llevaban la bata azul caro de las instituciones hospitalarias europeas;
ambos tenían la piel oscura, él más que ella; ambos sufrían obviamente de una
tensión casi insoportable que los hacía removerse en la silla de plástico y
girarse hacia la puerta cada vez que el silencio era interrumpido por un mínimo
ruido.
El hombre -joven, alto, musculoso- se puso en pie con un suspiro y dio unos
pasos hasta tos ventanales que miraban al jardín. Ella lo siguió con la vista,
sin hablar, y lanzó la mirada hacia afuera, hacia el césped verde y húmedo,
salpicado de flores, hacía las palmeras que se balanceaban suavemente en la
brisa que venía del mar. Le habría gustado estar ahí, poder posar los pies
descalzos sobre la hierba, caminar hasta la playa, sentir las olas cachetearle
las piernas cubriéndolas de carne de gallina.
Se preguntó si, después de lo que iban a hacer con ella, podría volverá sentir
el sol en su piel, el agua en su pelo. Tendría que preguntárselo al doctor
Mendoza, que le diría que sí, seguro, había limitaciones por supuesto, ella lo
sabía, pero no iba a perder tanto como ella misma se figuraba, no era tan
trágico al fin y al cabo, existían leyes que regulaban sus prestaciones y en
Europa la ley se tomaba muy en serio.
Todo en Europa se tomaba muy en serio, particularmente el euro, el rey y dios
del viejo mundo. Y del nuevo. Y de todos los mundos posibles.
Eso era lo que la había llevado allí. Lo que los había llevado allí, se
corrigió, mirando de reo,o al hombre que compartía su espera. Era guapo,de piel
oscura y rasgos casi occidentales, con la nariz estrecha y recta y los pómulos
altos; caminaba erguido como una lanza y era tan alto que ella tenía que echar
la cabeza para atrás para verle el pelo, que le llegaba hasta los hombros,
peinado en centenares de pequeñas trenzas. Se
preguntó dequé país sería,
sabiendo que en la base no importaba. Vendría, como ella, de uno de los muchos
países africanos en vías de extinción. Su
familia, como la de ella, habría llegado
al límite
absoluto de la miseria y
él habría
llegado también a la conclusión
de que lo único que podría
darles una oportunidad de seguir
con vida
era la
de vender
lo poco que poseían,
lo que
aún tenía
valor en el mercado europeo,
si uno
era lo
bastante joven, lo bastante
guapo y lo bastante sano
como para que alguno de
los muchos millonarios de Europa quisiera comprarlo.
Y, sobre
todo, si, por un capricho
del destino, tus engramas cerebrales
se ajustaban
al diseño
de los
engramas del otro; algo casi milagroso que,
sin embargo, sucedía de vez en
cuando, como le había ocurrido
a ella, como le tenía que
haber ocurrido también a
él, si
estaba allí ahora, con la
bata azul y la mirada perdida en
el horizonte
del mar.