Tenía una expresión serenísima en su cara sucia. En cambio, una mirada muy atormentada en sus ojos limpios. La barba crecida de varios días. El cabello arreglado solamente con los dedos.
Cuando caminaba, con su paso cansado, las puntas de sus alas arrastraban de vez en cuando en el suelo. Jaime quería recortárselas un poco para que no se ensuciaran tanto en las últimas plumas, que ya estaban lastimosamente quebradas. Pero temía. Temía como se puede temer de tocar un ángel. Bañarlo, peinarlo, arreglarle las plumas, vestirlo con un hermoso camisón de seda blanca en vez del viejo overol que lo cubría, eso deseaba el niño. Ponerle, además, en lugar de los gruesos y sucios zapatones oscuros, unas sandalias de raso claro.
Una vez se atrevió a proponérselo.
El pobre ángel no respondió nada, sino que miró fijamente a Jaime y luego bajó al jardín a regar sus pequeños rosales japoneses.
Siempre que hacía esta tarea se echaba ambas alas hacia atrás y las entrelazaba en sus puntas. Había en este gesto del ángel algo de la remangada de fustanes de la criada fregona.
En realidad, muy poco le servían las alas en la vida doméstica. Atizaba el fuego de la cocina con ellas algunas veces. Otras, las agitaba con rapidez extraordinaria para refrescar las casa durante los días de calor. El ángel sonreía extrañamente cuando había esto. Casi tristemente.
Es lógico que los ángeles denoten su edad por sus alas, como los árboles por sus cortezas. No obstante, nadie podía decir qué edad tenía aquel ángel. Desde que llegó al hogar de don José Ortiz Esmondeo – hace dos años más o menos – tenía la misma cara, el mismo traje, la misma edad inapreciable.
Nunca salía, ni siquiera para ir a misa los domingos. La gente del pueblo ya se había acostumbrado a considerarlo como un extraño pájaro celestial que permanecía a toda hora en la casa de Ortiz Esmondeo, enjaulado como une un nicho de una iglesia pajaril.
Los muchachos del pueblo que jugaban en el puente fueron los primeros que vieron al ángel cuando llegó. Al principio le arrojaron piedras y luego se atrevieron a tirarle de las alas. El ángel sonrió y los muchachos comprendieron en su sonrisa que era un ángel de verdad. Siguieron callados y miedosos su paso reposado, triste, casi cojo.
Así entró a la ciudad, con el mismo overol, con los mismos zapatos y con una gorrita a la cabeza. Con su mismo aspecto de ángel laborioso y pobre, con su misma sonrisa misteriosa.
Saludó con gesto de sus manos sucias a los zapateros, a los sastres, a los carpinteros, a todos los artesanos que suspendían asombrados sus trabajos al verlo pasar.
Y llegó así a la casa acomodada de don José Ortiz Esmondeo, rodeado por las gentes curiosas del barrio.
Doña Alba, la señora, abrió la puerta.
- “Soy un ángel pobre” – dijo el ángel.