Otra vez se movió la plataforma intermitente para llevarse al que acababa de plantear su caso y acercar otro a su ventanilla. El recién llegado era un viejo rústico, de anacrónica barba y nada tipificado, de los que hacía muchos años ya no se veían por las urbes y suburbes mundiales. Venía desconcertado por los vertiginosos ascensores y por las plataformas mecánicas.
La máquina interrogadora entró en acción.
_¿Número? _preguntó su altavoz.
Como el silencio del viejo la dejara sin impresionar, la máquina pasó a la insistencia explicatoria. _Debe declarar su número de identidad.
_No tengo _repuso el viejo_. Yo me llamo Nohé.
En el despacho del controlador se encendió la luz de «caso anormal». Entre tanto la máquina hizo girar la plataforma y, mientras otro peticionario se enfrentaba con el altavoz, el viejo se vio llevado por los suelos móviles, entre barandillas y vástagos, como los botes de conserva en las máquinas empaquetadoras que asombraban a los antiguos del siglo XX. Cuando todo paró, Nohé se vio ante el controlador, que ya había recibido un televisionama de las palabras del viejo.
_¿Dice que no tiene número?
_Así es. Sólo nombre. Nohé.
_¿No_Sé?
El controlador pronunciaba con dificultad aquellas voces arcaicas.
_Nohé _corrigió el viejo, ya como avergonzado de tener nombre.