Tales of Mystery and Imagination

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Norberto Luis Romero: El relicario de Lady Inzúa

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Lady Inzúa, Elizabeth Sheridan de soltera, llevaba casada con Gon­zalo Inzúa Aguirre poco más de tres años. Era éste acaudalado comer­ciante y eminente miembro de la sociedad porteña, proveniente de las Vascongadas españolas, perseguido en 1819 acusado de afrancesado y liberal por el gobierno absolutista de Fernando VII, y aunque no lo pa­reciera a simple vista, dados su tamaño y aspecto rústico y campecha­no, era hombre de excelsa cultura, refinados modales, carácter retraído y taciturno, que casi rozaba la melancolía. Si bien eran parte de su ca­rácter estos sentimientos sombríos, es verdad que, para sorpresa de to­dos y de la misma lady Inzúa, y contrariamente a lo esperado, dado el amor sostenido durante el noviazgo y que continuaban profesándose, los sentimientos sombríos, repito, iban gradualmente acentuándose a medida que pasaban los años y comprobaba, con profunda tristeza, cómo los sueños de perpetuar su estirpe se desvanecían con cada pri­mavera. Gonzalo le llevaba a su esposa veinte años y esta diferencia de edad le provocaba un profundo aunque infundado sentimiento de cul­pa, así como una continua tendencia a infravalorarse.

Elizabeth apenas frisaba los veintitrés años, tenía esa piel de aspecto transparente y frágil que refleja una exquisita procedencia familiar, un privilegiado linaje y los mayores cuidados recibidos a lo largo de todas las etapas de su vida. Su cabello, de un negro azulado, habitualmente partido al medio y recogido en un moño a la nuca, brillaba con más fuerza a medida que pasaban los años, y en sus ojos no había indicio al­guno de su íntima y oculta tristeza. Su carácter abierto, jovial y extre­madamente dulce, contrastaba con el de su marido, que se agriaba año tras año volviéndose más huraño a causa de ese hijo anhelado que se re­sistía a venir al mundo y llenar sus vidas de plenitud.

Esa relampagueante noche, los Inzúa Sheridan celebrarían en su casona de Palermo una fiesta por todo lo alto. No había sido Elizabeth la única responsable en concebir y convocar esta fiesta, lo fue sólo en parte, como un intento más de los que habitualmente hacía para distraer a su amado esposo procurando paliar su tristeza; porque las verdaderas artífices, quienes vislumbraron la idea original del espectáculo que habría de quedar registrado en los anales de la historia de Buenos Aires, fueron tres importantes damas de la rancia sociedad porteña, íntimas amigas, sí, de lady Inzúa, quienes inocentemente conspiraron a espaldas de Gonzalo. Una de estas damas, Celeste Rocamora, apodada en la intimidad «la pizpireta», había sido, meses antes, quien le había sugerido a Elizabeth lo de la momia.
-Querida -le había dicho-, es lo que se lleva en los salones de Londres y París. ¡Hace furor!
En efecto, el mayor refinamiento y esnobismo que podía exhibirse por entonces en una fiesta de aristócratas que se preciara de serlo, consistía en desenvolver ante los invitados atónitos una momia traída de Egipto. Abundaban de tal forma estas reliquias en los desiertos, que los barcos llegaban a Liverpool cargados de sarcófagos cuya dudosa utilidad hacía que acabaran en su mayor parte en los hornos de los telares a vapor de las industrias textiles de Inglaterra.
Al oír la propuesta de su amiga, Elizabeth se había llevado una mano al pecho con un marcado mohín de disgusto. Escandalizada, le había respondido que la idea le parecía de mal gusto y una afrenta a los muertos.
—¡Pero querida, mi conciencia me impide hacer semejante cosa! —protestó-. Jamás me perdonaría si llegase a cometer tal afrenta a la naturaleza humana y divina. No volvería a pegar ojo y el remordimiento acabaría conmigo.
Dos años antes, los señores Rocamora Stegman, padres de Celeste y Blanca, con ocasión de un viaje de placer por Europa, asistieron a una velada en un salón londinense, donde se llevó a cabo el desenvolvimiento de una momia especialmente traída desde El Cairo. Según palabras del matrimonio: «Una experiencia inolvidable, sublime y muy inquietante». A su regreso a Buenos Aires, la señora de Rocamora había comentado a sus amigas más íntimas mientras tomaban el té:

Norberto Luis Romero: La bruja

Norberto Luis Romero


Ahíta después de comerse a Hansel y Gretel, abandonó a toda prisa la casita de chocolate para acudir al palacio de una bella princesa y entregarle un huso que la dejó dormida, de allí a la casa de una tal Caperucita donde le informaron que llegaba tarde y habían puesto a un lobo, corriendo acudió al bosque para ver a Blancanieves y darle una manzana emponzoñada… En su casa, se quitó los pesados zapatos, y mientras descansaba en la mecedora rogó a dios que llegase pronto el realismo.

Norberto Luis Romero: Capitán Seymour Sea



Hacía un frío intenso la noche en que el capitán Seymour Sea perdió un ojo durante la tempestad. La botavara se soltó, giró en redondo arrastrando varios cabos, y el extremo desgarrado de uno de ellos le dio un violento latigazo en pleno rostro.

Combatiendo contra el viento embravecido, el capitán únicamente sintió el golpe que lo dejó confuso, pues el frío le impidió acusar el dolor. Al cabo de un rato, notó un calor intenso en una mejilla. Sin abandonar su lucha, se llevó una mano a la zona dolorida, y al examinarla la encontró manchada de rojo. El viento helado pronto congeló la sangre, y fue cuando un dolor agudo se fue apoderando rápidamente de ese lado de la cara, mientras un frialdad inusual penetraba su ojo derecho. Se palpó suavemente el párpado fláccido y, sorprendido, también el interior de la cuenca ahora vacía. Miró hacia abajo instintivamente, como esperando hallar sobre la cubierta el ojo contemplándolo, creyendo que en cualquier momento vería su propia imagen mirándose a sí misma sin espejo. Allí se arremolinaba el agua con furia, azotando sus piernas. De inmediato coligió que su ojo estaría siendo devorado en ese preciso momento por los peces hambrientos, y que lo habría perdido para siempre. No obstante, y a pesar del enorme sufrimiento, no dejó de dar órdenes a sus hombres, ni de combatir valerosamente contra la tempestad, hasta lograr dominar la nave sujetando los cabos de las velas, impidiendo que ésta escorara y se fuera a pique con toda la tripulación.

Norberto Luis Romero: El banquete del señorito



El hombre obeso se enjuga el sudor de la frente y exige a sus criadas que lo abaniquen con más ímpetu: ¡Inútiles!, les recrimina. ¡No servís para nada!
Adormecido en la hamaca, bebe sorbetes helados de limón y resopla. Su espíritu mezquino le señala que no debe olvidar decirle a la gobernanta que él y su venerable madre están antojados de cenar niño una de estas noches.
La gobernanta se desvive cumpliendo su deber, lleva cuarenta y cinco años sirviendo en la casa; desde que el señorito era un niño que gateaba. Ya entonces era una criatura rolliza que señalaba las alacenas con un dedo en alto y se enrabietaba si no satisfacían sus caprichos. Suspira por su señorito, pero también tiene conciencia de que ya no es como antes, que ella ha perdido las fuerzas y el ímpetu de la juventud, y conformar los deseos del señorito se le hace cada día más cuesta arriba, sobre
todo desde que falleció la señora madre.
La gobernanta se sorprende esta vez del antojo, pero oculta su confusión y se limita a obedecer. Baja a las cocinas y ordena a dos de los criados más fuertes que acudan a la ciudad a buscar un niño para la cena, y procuren que no sea hijo de campesinos ni estibadores, porque la carne de los que trabajan
duro con los músculos es correosa, imposible de ablandar.
A los criados se les ilumina el rostro cada vez que la gobernanta les pide un espécimen humano. Los de buena familia son los mejores porque son tiernos y bien alimentados, y fáciles de cazar pues tienen costumbres disipadas y nocturnas, además frecuentan los arrabales donde no hay vigilancia ni policías. Es sencillo embaucarlos y abatirlos cuando van borrachos y hartos de sexo, basta un golpe seco en
la nuca con un mazo y meterlos en el carro cubiertos de heno, pero esta vez ella ha dicho un niño, y nunca antes han dado caza a un niño.

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