Tales of Mystery and Imagination

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Amado Nervo: El diablo desinteresado

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- I -

Cipriano de Urquijo, muchacho hispanoamericano, llegó a París hace pocos años, con el propósito de ser el pintor 10.801° de los que albergaba la Ciudad-Luz, donde, según las estadísticas, había la sazón diez mil ochocientos (número cerrado).

Buscó en el barrio de Montparnasse uno de esos modestos «estudios», a los que da acceso un patinillo con toldo rústico de trepadoras.

El estudio estaba dividido en dos compartimientos por una cortina de cretona. Detrás de la cortina, sobre una especie de andamio, al que se subía por una escalerilla de madera, se hallaba el dormitorio, compuesto de un catre-jaula, un lavabo comprado por cinco francos en el bazar de la Gaîté, y una mesa de noche, de pino, sin pintar; sobre la cual se posaba majestuosamente la lámpara.

En la parte anterior de la habitación estaba el estudio propiamente dicho, ¿Describirlo? ¡Para qué!, o a quoi bon!, si le place más al lector, quien, sin duda, habrá conocido diez mil ochocientos estudios de este género, o si la cifra le parece exagerada, cinco mil cuatrocientos, dos mil setecientos, mil trescientos cincuenta...

Baste decir que había un biombo, fabricado y pintado por Cipriano; algunos lienzos del joven artista; estampas viejas, persas, japonesas; tres o cuatro chucherías sobre mesitas y repisas; un viejo diván con su corte de sillas, adquiridas en diversas subastas, con lo cual dicho está que cada una acusaba una «fisonomía propia», etc., etc., etc.

Por lo demás, yo no sé con qué objeto estoy describiendo el estudio de Cipriano de Urquijo, puesto que en el instante en el lector va a trabar conocimiento con el artista, éste ha salido...

Sí, ha salido; por lo que no le haremos una visita en la rue Campagne-Prémiére, donde vive, sino que le encontraremos en el Bulevar Malesherbes, tan distante de aquélla.

Es una tarde otoñal y nubilosa; una de esas tardes envueltas en cendales tenues, que tanto enmisterian (perdón por el verbo) y envaguecen las deliciosas perspectivas de París.

Cipriano de Urquijo pasea por el ancho bulevar silencioso.

Vamos a decirlo de una vez: Cipriano de Urquijo está enamorado, está bestialmente enamorado (lo de bestial es sólo ponderar).

Amado Nervo: El obstáculo

Amado Nervo



Por el sendero misterioso, recamado en sus bordes de exquisitas plantas en flor y alumbrado blandamente por los fulgores de la tarde, iba ella, vestida de verde pálido, verde caña, con suaves reflejos de plata, que sentaba incomparablemente a su delicada y extraña belleza rubia.
Volvió los ojos, me miró larga y hondamente y me hizo con la diestra signo de que la siguiera.
Eché a andar con paso anhelado; pero de entre los árboles de un soto espeso surgió un hombre joven, de facciones duras, de ojos acerados, de labios imperiosos.
-No pasarás –me dijo, y puesto en medio del sendero abrió los brazos en cruz.
-Sí pasaré –respondíle resueltamente y avancé; pero al llegar a él vi que permanecía inmóvil y torvo.
-¡Abre camino! –exclamé.
No respondió.
Entonces, impaciente, le empujé con fuerza. No se movió.
Lleno de cólera al pensar que la Amada se alejaba, agachando la cabeza embestí a aquel hombre con vigor acrecido por la desesperación; mas él se puso en guardia y, con un golpe certero, me echó a rodar a tres metros de distancia.
Me levanté maltrecho y con más furia aún volví al ataque dos, tres, cuatro veces; pero el hombre aquel, cuya apariencia no era de Hércules, pero cuya fuerza sí era brutal, arrojóme siempre por tierra, hasta que al fin, molido, deshecho, no pude levantarme…
¡Ella, en tanto, se perdía para siempre!
Aquella mirada reanimó mi esfuerzo e intenté aún agredir a aquel hombre obstinado e impasible, de ojos de acero; pero él me miró a su vez de tal suerte, que me sentí desarmado e impotente.
Entonces una voz interior me dijo:
-¡Todo es inútil; nunca podrás vencerle!
Y comprendí que aquel hombre era mi Destino.

Amado Nervo: El país en que la lluvia era luminosa

Amado Nervo



Después de lentas jornadas a caballo por espacio de medio mes y por caminos desconocidos y veredas sesgas, llegamos al país de la lluvia luminosa.
La capital de este país, ignorado ahora, aunque en un tiempo fue escenario de claros hechos, era una ciudad gótica, de callejas retorcidas, llenas de sorpresas románticas, de recodos de misterio, de ángulos de piedra tallada, en que los siglos acumularon su pátina señoril, de venerables matices de acero.
Estaba la ciudad situada a la orilla de un mar poco frecuentado; de un mar cuyas aguas se debe a bacterias que viven en la superficie de los mares, a animálculos microscópicos que poseen un gran poder fotogénico, semejante en sus propiedades al de los cocuyos, luciérnagas y gusanos de luz.
Estos microorganismos, en virtud de su pequeñez, cuando el agua se evapora, ascienden con ella, sin dificultad alguna. Más aún: como sus colonias innumerables son superficiales, la evaporación las arrebata por miríadas, y después, cuando los vapores se condensan y viene la lluvia, en cada gota palpitan incontables animálculos, pródigos de luz, que producen el bello fenómeno a que se hace referencia.
A decir verdad, el mar a cuyas orillas se alzaba la ciudad término de mi viaje no siempre había sido fosforescente. El fenómeno se remontaba a dos o tres generaciones. Provenía, si ello puede decirse, de la aclimatación en sus aguas de colonias fotogénicas (más bien propias de los mares tropicales), en virtud de causas térmicas debidas a una desviación del Gulf stream, y a otras determinantes que los sabios, en su oportunidad, explicaron de sobra. Algunos ancianos del vecindario recordaban haber visto caer, en sus mocedades, la lluvia oscura y monótona de las ciudades del Norte, madre del esplín y de la melancolía.


Amado Nervo: La serpiente que se muerde la cola



Me pasa frecuentemente, doctor – dijo el enfermo -, que al ejecutar un acto cualquiera, paréceme como que ya lo he ejecutado. No sé si usted experimenta alguna vez esta sensación tan rara y penosa. Hay amigos que afirman, quizá por consolarme, que a ellos les sucede otro tanto, de vez en cuando. Pero en mí el caso es frecuentísimo. Hablo, y apenas he pronunciado una frase, recuerdo, con vivacidad punzante, que ya la he pronunciado otra vez. Veo un objeto, e instantáneamente me doy cuenta de que ya lo he mirado de la misma suerte, con la misma luz, en el mismo sitio… Le aseguro, doctor, que esto se vuelve insoportable. Acabaré en un manicomio… Ahora mismo – prosiguió – siento, recuerdo, estoy seguro de que ya, en otra u otras ocasiones, he descrito mi enfermedad a usted; sí, a usted, en iguales términos, en la misma habitación esta… Usted sonríe, como sonríe ahora. ¡Es horrible! Hasta el chaleco de piqué labrado que lleva usted lo llevaba entonces. Todo igual. La teoría de las reencarnaciones pudiera dar una sombra de explicación al caso; pero sólo una sombra, porque si he vivido ya otras vidas, han sido diferentes …, en distintas épocas, con distintos cuerpos. ¿Por qué entonces veo las mismas cosas?
El doctor se acarició la barba ( que usaba en forma de abanico ). Esto de acariciarse la barba es un lugar muy común que viene muy bien en las narraciones … Se acarició la barba y empezó así:

Amado Nervo: El angel caído



Érase un ángel que, por retozar más de la cuenta sobre una nube crepuscular teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente a la tierra.
Su mala suerte quiso que, en vez de dar sobre el fresco césped, diese contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el ala derecha, por más señas.
Allí quedó despatarrado, sangrando, y aunque daba voces de socorro, como no es usual que en la tierra se comprenda el idioma de los ángeles, nadie acudía en su auxilio.
En esto acertó a pasar no lejos un niño que volvía de la escuela, y aquí empezó la buena suerte del caído, porque como lo niños sí suelen comprender la lengua angélica (en el siglo XX mucho menos, pero en fin), el chico allegóse al mísero y sorprendido primero y compadecido después, tendióle la mano y le ayudó a levantarse.
Los ángeles no pesan, y la leve fuerza del niño bastó y sobró para que aquél se pusiese en pie.
Su salvador ofrecióle el brazo y vióse entonces el más raro espectáculo: un niño conduciendo a un ángel por los senderos de este mundo.
Cojeaba el ángel lastimosamente, ¡es claro! Acontecíale lo que acontece a los que nunca andan descalzos: el menor guijarro le pinchaba de un modo atroz. Su aspecto era lamentable. Con el ala rota, dolorosamente plegada, manchado de sangre y lodo el plumaje resplandeciente, el ángel estaba para dar compasión.

Amado Nervo: Los que ignoran que están muertos


Los muertos — me había dicho varias veces mi amigo el viejecito espiritista, y por mi parte había encontrado, varias veces también, la misma observación en mis lecturas, — los muertos, señor mío, no saben que se han muerto.
No lo saben sino después de cierto tiempo, cuando un espíritu caritativo se los dice, para
despegarlos definitivamente de las miserias de este mundo.
Generalmente se creen aún enfermos de la enfermedad de que murieron; se quejan, piden medicinas... Están como en una especie de adormecimiento, de bruma, de los cuales va desprendiéndose poco a poco la divina crisálida del alma.
Los menos puros, los que han muerto más apegados a las cosas, vagan en derredor nuestro, presas de un desconcierto y de una desorientación por todo extremo angustiosos.
Sienten dolores, hambre, sed, exactamente como si vivieran, no de otra suerte que el amputado siente que posee y aun que le duele el miembro que se le segregó.

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