¿Sí, señora? No llore, por favor, no la entiendo ¿Cómo? Sí, sí, la hemos encontrado. Sí, en el bosque. ¿Perdón? ¿Quiere saber cómo está su hija? Deme una M. Deme una U. Deme una E. Deme una R. Deme una T. Deme una A.
Tales of Mystery and Imagination
Tales of Mystery and Imagination
" Tales of Mystery and Imagination es un blog sin ánimo de lucro cuyo único fin consiste en rendir justo homenaje a los escritores de terror, ciencia-ficción y fantasía del mundo. Los derechos de los textos que aquí aparecen pertenecen a cada autor.
Las imágenes han sido obtenidas de la red y son de dominio público. No obstante, si alguien tiene derecho reservado sobre alguna de ellas y se siente perjudicado por su publicación, por favor, no dude en comunicárnoslo.
Showing posts with label Santiago Eximeno. Show all posts
Showing posts with label Santiago Eximeno. Show all posts
Santiago Eximeno: Dormido
La mujer avanzaba entre la multitud, sosteniendo al niño entre sus brazos. Nadie prestaba atención, nadie le miraba. Hora punta, salida del trabajo, vuelta a casa; todos se refugiaban en sus propias preocupaciones. Al pasar a mi lado vi que la mujer lloraba.
Fue entonces cuando pensé que el niño no estaba dormido.
Santiago Eximeno: Te quiero
Como todas las mañanas, mamá me prepara el desayuno. Sonríe mientras me sirve la leche. Papá me pasa la mano por el pelo, bromea. Me hace cosquillas y se burla de mi hermana pequeña, que lucha en su trona por tomar otra cucharada de su papilla. Termino el desayuno. Mamá me abraza y me besa. Papá también. Me revuelve el pelo. Antes de salir por la puerta, mamá me coloca la mochila a la espalda. En su interior están los explosivos.
Santiago Eximeno: En mi piscina
En mi piscina habita el fantasma de un niño ahogado. Se acurruca en un rincón y con mirada triste me suplica que la llene.
Santiago Eximeno: Ella trabaja en una guardería
Ella trabaja en una guardería, él es gerente en una gran empresa. Han discutido por la niña, como siempre. Asia –así se llama su hija, el deseo confeso de su madre– está en una edad difícil: hace unos meses cumplió los dos años y, como dice su abuela, todos los días son fiesta. Rabietas y llantos continuos que doblegan una y otra vez a sus padres, que desmoronan los castillos de paciencia que con tanto cariño erigen, que les llevan hasta la temible frontera del odio. A veces, como hoy, ambos sienten la necesidad física de hacer daño. Ambos sienten odio.
Él siente deseos de romper cosas, de golpear en el rostro a su hija, de humillar a su mujer. Siente, en una palabra, odio. Pero lo controla, lo retiene y cuando llega a la oficina, canaliza todo ese odio sobre sus empleados: humillándolos, vejándolos, despreciándolos.
Ella ha aprendido a hacer lo mismo.
Él es gerente en una gran empresa.
Ella trabaja en una guardería.
Santiago Eximeno: Días de peste, José Hernanpérez
Siempre he sentido predilección por los géneros literarios considerados menores —entre ellos, por ejemplo, la ficción mínima, que tan a menudo he cultivado—, lo que me ha llevado una y otra vez a bucear en un mar poblado de cardúmenes de letras en busca de esa pieza especial, ese coral oculto que me ofreciera algo distinto, sugerente, alejado de las corrientes literarias más recorridas.
En esa búsqueda me he topado con todo tipo de obras y autores, pero si existe un autor cuya obra me ha marcado profundamente ese es, sin duda, José Hernampérez. No encontrarás nada de él en la red, me temo, pues sus libros apenas se han distribuido más allá de la provincia que le vio nacer, Soria. José Hernampérez, oriundo de Castillejo de Robledo, un pequeño pueblo perdido en la confluencia de las provincias de Segovia, Burgos y Soria, escribió toda su obra en el silencio del que se sabe querido por los suyos pero teme abrirse a otro público quizá más exigente, quizá menos preparado para lo que él quería mostrarles. Me imagino al autor con su pequeño teatrillo a cuestas, recorriendo en su carro el camino de tierra que conducía a Maderuelo, deteniéndose sobre el puente que hoy cubre el agua a contemplar el pueblo y preparar su obra, y siento nostalgia de tiempos y personas que no he conocido. Falsa nostalgia de un pasado que no es el mío, pero que me hubiera gustado compartir. Porque José Hernampérez llevó una vida tranquila, oculta tras bastidores y títeres, ajeno a glorias y famas pero siempre ofreciendo a su público fiel lo mejor de sí mismo.
La obra de José Hernampérez abarca desde el poema hasta el relato —nunca cultivó la novela, al menos yo no he logrado encontrar referencias ni textos en el exhaustivo recorrido que he realizado de su obra—, si bien la mayor parte de su creación se centra en los títeres. He recorrido los pueblos de la zona que frecuentaba para hablar con los más ancianos, aquellos que quizá recordaban su carro y su teatro (el Teatro de la Tía Norica lo llamaba), pero no he tenido fortuna. Apenas una sonrisa a medias, un comentario fugaz, una recomendación para hablar con otro parroquiano. Cuando les he mostrado el legajo con parte de sus obras he visto el brillo del reconocimiento en sus ojos, pero nada más me han dicho. Yo siempre les preguntaba lo mismo: ¿han visto a José Hernampérez representando estas obras?
Porque los papeles que yo poseo, encontrados bajo uno de los bancos de la pequeña iglesia románica de Castillejo de Robledo cuando realizaron las obras de restauración, muestran obras escritas que, francamente, no veo cómo un hombre pudo representar. Y no me detengo a valorar su temática, ya de por sí extremadamente grotesca e inusual para la época, sino a su estructura alejada de las formas clásicas, a sus diálogos faltos de ritmo y a la gran cantidad de personajes y decorados que algunas de ellas implican. ¿Fue capaz José Hernampérez de representar estas obras, tal y como nos cuenta en su diario de viaje? Si fue así, ¿por qué nadie le recuerda? ¿Por qué parece haber sido olvidado?
Incluso en Castillejo de Robledo poco o nada saben de él. Visité el viejo cementerio, situado en una colina a poca distancia del pueblo, y allí encontré su tumba, apenas una cruz oxidada y un pequeño túmulo perdido junto al muro de piedra desmoronado. Algunos le recordaban, o habían oído hablar de él. Un ermitaño, un hombre de pocos amigos que nunca pisó el único bar del pueblo. Ahora, claro, es distinto.
Santiago Eximeno: Primero
¡Primero las mujeres y los niños!, gritó el capitán, y los tiburones exhibieron sus mejores sonrisas mientras esperaban.
Santiago Eximeno: Escombros
...basílicas de escombros, levantadas
trombas
de
fuego, sangre, cal, ceniza.
Rafael Alberti
tuve la certeza de que, una vez muerto,
me violarías.
David Foronda
Durante cuatro días consecutivos los niños me llamaron a casa, aprovechando momentos en
los que su madre se encontraba enzarzada en agrias discusiones con su nuevo
novio —o, al menos, esa fue la reconfortante imagen que forjé en mi mente—, con
la intención de involucrarme en una aventura que los profesores les habían propuesto
en el colegio. Durante esos cuatro días, sonriendo en mi interior por ser el
afortunado padre elegido, escuché con atención sus diálogos entrecortados a
través del teléfono y sus exposiciones desordenadas del asombroso
acontecimiento que se avecinaba. El último año se habían agrandado las
distancias entre nosotros, y si bien procuraba verlos un fin de semana sí y
otro no, Laura ponía todo su empeño para que esos pocos instantes de intimidad
resultaran lo más incómodos posible. En el fondo ella mostraba una actitud
defensiva, hasta cierto punto comprensible, intentando no perder el afecto de
unos niños demasiado pequeños para comprender lo que había sucedido entre
nosotros. Habíamos perdido nuestra condición conjuntiva, y ahora
representábamos a dos frágiles figuras, papá y mamá, mutuamente excluyentes.
Atraído
por la excitación de los niños, busqué información acerca del lugar, y
descubrí que la visita que preparaban en el colegio tendría como destino unos
refugios subterráneos que databan del principio de la Guerra Civil.
Situados en la sierra para proteger a los ciudadanos de los bombardeos, habían
sido objeto de una restauración exhaustiva gracias al esfuerzo desinteresado de
varias personas con conocimientos de albañilería y pintura. Desde el
Ayuntamiento se pretendía ofrecer visitas guiadas a grupos de escolares para
recordarles el terrible espíritu de la guerra. A primera vista no me convencía
como opción más atractiva para el fin de semana, pero no dudaba que los profesores
habrían sabido vender con suficiente habilidad el producto a unos alumnos
ávidos de nuevas experiencias.
Dediqué un par de tardes, al salir del trabajo, a comprarme unas
botas de montaña y una pequeña mochila, ya que desde donde nos dejaba el
autobús hasta el lugar de la visita tendríamos que caminar algo más de un
kilómetro. No conocía el terreno de primera mano, pero todo me hacía suponer
que necesitaría un equipo adecuado. Me sentía alegre, ajeno a los problemas
cotidianos, dispuesto a disfrutar de la compañía de mis dos hijos en un
ambiente agradable y, de paso, compartir con ellos algo de la historia de nuestro
país. Siempre había escuchado las historias de la guerra que me narraba mi
padre con cierto desinterés, debido más a la repetición a la que me sometía cada
día que a otros motivos. Ahora, sin embargo, veía la posibilidad de transmitirles
a mis hijos algo del legado de nuestra familia de forma indirecta, y una cierta
nostalgia de aquellas conversaciones apenas susurradas en el salón —mi madre
prefería no recordar nada de aquellos tristes años— me embargaba sin que
pudiera —ni quisiera— hacer nada para evitarlo.
Santiago Eximeno: ¿Por qué a mí, señor Campbell?
Cuando cayó en mis manos por vez primera una novela de corte fantástico, no una de aquellas donde brotan por doquier dragones y caballeros, ni siquiera una poblada de criaturas mitológicas enfrascadas en una eterna batalla entre el bien y el mal, sino una que reflejaba con estricta pulcritud las finas hebras de espíritu que mezclan el mundo de la vida y la muerte, no pude menos que permitir que mi corazón fuera asaeteado con flechas de admiración y naciera en lo más profundo de mi alma el ansia por, de alguna ignota forma, replicar con mi propia voz aquella experiencia narrativa. Intenté transmitir a mi padre el mensaje que había hallado escondido entre aquellas líneas de letra menuda y grandes márgenes, entre las grises ilustraciones que reflejaban sensaciones de pesadilla imposibles de describir con mayor precisión que el autor, pero su atención derivaba por aquellos años hacia las escenas que protagonizaba con mi madre debido a su adicción al alcohol y las extrañas costumbres de una hija que se resistía a aceptar el mundo tal y como era. Fue por ello que, impelido por un deseo que no había conocido en toda mi vida anterior, decidí iniciar una búsqueda desesperada que me permitiera compartir con otras personas aquella abrasadora pasión por la literatura.
Compartía yo en aquel tiempo una amistad con Ricardo Vidal (aquel que luego sería conocido como Vidales; un estudioso de la obra de los huéspedes, y un compañero inolvidable), un joven delgado y de mirada vidriosa aficionado a los tebeos de superhéroes que realizaba sus primeros pinitos como dibujante en varias revistas del barrio. Aunque nuestra amistad siempre se había conducido por otros derroteros, no dudé en confiarle mi íntimo deseo de comenzar una carrera literaria sin precedentes en nuestro país. Acogió la idea con una sonrisa condescendiente, pues era bien sabido que me apasionaba por una empresa y me lanzaba a ella con furor, pero transcurridos los primeros meses y observados los fracasos abandonaba y volvía a sumergirme en la melancolía de una vida rutinaria, jalonada de borracheras y relaciones con el sexo opuesto que siempre terminaban mal. Sin embargo, cuando tuvo la ocasión de leer mis primeros balbuceos como autor, un cuento breve que bebía de la inspiración de nombres míticos como Quiroga o Rulfo, aderezado con detalles estilísticos de un Luengo en sus mejores tiempos, no pudo menos que replantearse sus convicciones y acompañarme en el que sería, con el paso de los años, el viaje más fascinante que nunca había iniciado.
Santiago Eximeno: 200
«No había previsto que ese recuerdo me iba a
atenaza!
de forma tan mala. Creo que es por el olor de las quemaduras, creo que no es natural que unos hombres
maten a otros con fuego» Una temporada de
machetes, Jean Hatzfeld
—¡Papá! —gritó una voz a mi espalda.
Me volví, me acuclillé y esperé con los brazos
abiertos a mi hijo, que corría hacia mí con una sonrisa radiante en su rostro.
Nos abrazamos durante varios segundos, sintiendo el roce de nuestra piel
contra las ropas, respirando el olor de nuestros cuerpos recién bañados. Mi
mujer caminaba tras el niño, con las manos entrelazadas en el regazo. Descubrí
en su mirada preocupación y me incorporé para besarla en los labios. Una de
las cámaras situada en las torres de acceso se giró para inmortalizar el
momento. Acaricié el pelo de mi hijo, sonreí. Ella se limitó a apoyar su
rostro contra mi cuello, aspirar mi olor, abrazarme.
—Es tarde —dije, liberándome por un instante de
su abrazo. De pronto me sentía molesto por su contacto—. Deberíamos entrar.
Nos situamos en una de las doce colas de acceso
al recinto, el niño agarrado a mi mano derecha, mi mujer acariciando
discretamente mi mano izquierda. Aún tendríamos que esperar varios minutos para
llegar hasta las taquillas, pequeños cubículos de cristal y aluminio donde
operarios anónimos que nunca aparecían en las pantallas, vestidos con ridículos
trajes verdes y blancos, nos entregarían nuestros billetes.
—¿Qué veremos hoy, papá? —preguntó mi hijo, y yo
me encogí de hombros.
Santiago Eximeno: Huerto de cruces
Si terminase así el pueblo, resultaría de una fórmula de perfección o de simulación intelectualista
Gabriel Miró
Cuánto tarda el tren en llegar, pensó Gabriel. Moría la tarde en el horizonte, envuelta en un charco de sangre desteñida, y las copas de los árboles más lejanos extendían sus ramas hacia las vías como ancianas artríticas. Cuándo tarda en llegar, pensó Gabriel, y sintió pereza y quiso levantarse, pero se arrepintió en el último momento. Se removió sobre el banco de piedra, inquieto, y miró a un lado y a otro, a la gente que como él esperaba en el andén a que llegara el último tren. Dónde irán todos éstos, pensó, que no tienen más necesidad que la que les crea su avaricia, y volvió su atención a las vías. Una moneda brillaba bajo los rayos del sol, olvidada entre listones de madera, quizá de un viajero que ya no la necesitaba, quizá de un niño que no pudo comprar su helado. Gabriel apoyó las manos a ambos lados de su cuerpo, sintiendo el frío del asiento de piedra en las palmas, y se meció adelante y atrás. No puede tardar ya mucho el tren, se dijo, no me hará esperar mucho más. No dejaba de llegar gente, advirtió mirando hacia las vallas de entrada. Hombres de piel morena y rostros surcados de arrugas; mujeres envueltas en vestidos negros, el pelo cubierto por un pañuelo; niños vestidos con trajes caros o con harapos, el rostro congelado en una mueca triste y seria. Les habían robado incluso la risa de los niños, tan querida y necesitada por todo el pueblo. Los hombres de blanco, con su rostro de cristal y sus armas, les habían arrebatado todo lo que tenían, y ahora les conminaban a marcharse, a abandonar todo lo que una vez había sido suyo. Abandonar el pueblo para siempre en un tren que les conduciría a las calles sucias y oscuras de una lejana ciudad. Los hombres de blanco, con sus falsas sonrisas y sus amenazas veladas. Así debía ser, pensó Gabriel, así debía ser, desde el momento que Tomás decidió volver a casa. Y, mientras esperaba, escuchando el ruido de las voces de los hombres silenciando los llantos de los niños, escuchando el arrastrar de las maletas llenas a rebosar sobre el empedrado de la estación, escuchando los suspiros contenidos de las mujeres al volverse y mirar más allá de las vallas, Gabriel recordó a Tomás, al viejo Tomás, y su terca decisión de volver a ver a su familia.
Subscribe to:
Posts (Atom)