1
El ruido de las balas y las bombas se había quedado a sus espaldas, y ahora llenaba sus oídos un silencio acaso más terrible, porque en él iba uno escuchando lo que se decía por dentro. La hilera culebreaba sobre la hierba amarilla; cuando una parte de ella se atrasaba, parecía una serpiente partida en dos y agonizante. Los hombres vestían aún el uniforme de milicianos; los guiaba un ex maestro de escuela que había sido montañista en su mocedad. Acompañaba al silencio un jadeo persistente, al que se mezclaban el gemir de los heridos o las voces de los sedientos. El terreno ascendía, cada vez más ralo de hierba, duro y resbaladizo. Luego, recogida en alargados cuencos de tierra, apareció la nieve, limpia como no podía estarlo la que los hombres habían visto en sus ciudades. Recordaba uno la nieve que se amontonaba sobre las trincheras, aquella nieve manchada de sangre de los compañeros caídos.
El terreno se empinaba, y los hombres redoblaron sus esfuerzos. El frío comenzaba a hostigarlos: se le sentía insinuarse sobre la carne.
—Ánimo, muchachos —dijo el maestro de escuela, jadeante—, no os acordéis de cansaros, que Francia no está muy lejos.
Algunos alzaron la cabeza y le vieron con mal disimulado rencor; les irritaba la pedantería y el tono protector con que hablaba siempre. Un espacio de silencio más apretado seguía las palabras del maestro, algo como un poco más de frío.
De cuando en cuando las cantimploras eran desprendidas de la cintura de sus portadores, pasadas de una mano a otra y alzadas sobre las gargantas sedientas, donde dejaban caer un chorro de aguardiente, y luego desandaban el camino, otra vez de mano en mano, para quedar prendidas y oscilantes en los cinturones. Después, por el calor debido al aguardiente, un halo vaporoso rodeaba a cada hombre, dándole un aspecto fantasmal.
El sol brillaba poco; a veces se oscurecía completamente, borrando la hilera de sombras que calcaba sobre la nieve la marcha de los hombres. Y era como si nadie existiera, como si nadie caminara por allí...
2
La noche llegó sin anunciarse, sin haber asomado una sola estrella por algún rincón del cielo. Se pensaba que había estado allí desde siempre, que eran ellos los que habían entrado en su oscuridad. Acaso debieron haber pensado unas horas antes, cuando las sombras nacieron de las raíces de los pinos y se alargaron poco a poco hacia los cansados pies de los hombres, que la noche debía llegar. Hubiera sido mejor que lo pensaran así, y de este modo no los habría sorprendido. Porque, sí, los ha sorprendido, y los ha asustado; la noche es para ellos algo más que la noche: un olvido gigantesco donde ningún corazón late por ellos.