Tales of Mystery and Imagination

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José de la Colina: El tercero

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1

El ruido de las balas y las bombas se había quedado a sus espaldas, y ahora llenaba sus oídos un silencio acaso más terrible, porque en él iba uno escuchando lo que se decía por dentro. La hilera culebreaba sobre la hierba amarilla; cuando una parte de ella se atrasaba, parecía una serpiente partida en dos y agonizante. Los hombres vestían aún el uniforme de milicianos; los guiaba un ex maestro de escuela que había sido montañista en su mocedad. Acompañaba al silencio un jadeo persistente, al que se mezclaban el gemir de los heridos o las voces de los sedientos. El terreno ascendía, cada vez más ralo de hierba, duro y resbaladizo. Luego, recogida en alargados cuencos de tierra, apareció la nieve, limpia como no podía estarlo la que los hombres habían visto en sus ciudades. Recordaba uno la nieve que se amontonaba sobre las trincheras, aquella nieve manchada de sangre de los compañeros caídos.

El terreno se empinaba, y los hombres redoblaron sus esfuerzos. El frío comenzaba a hostigarlos: se le sentía insinuarse sobre la carne.

—Ánimo, muchachos —dijo el maestro de escuela, jadeante—, no os acordéis de cansaros, que Francia no está muy lejos.

Algunos alzaron la cabeza y le vieron con mal disimulado rencor; les irritaba la pedantería y el tono protector con que hablaba siempre. Un espacio de silencio más apretado seguía las palabras del maestro, algo como un poco más de frío.

De cuando en cuando las cantimploras eran desprendidas de la cintura de sus portadores, pasadas de una mano a otra y alzadas sobre las gargantas sedientas, donde dejaban caer un chorro de aguardiente, y luego desandaban el camino, otra vez de mano en mano, para quedar prendidas y oscilantes en los cinturones. Después, por el calor debido al aguardiente, un halo vaporoso rodeaba a cada hombre, dándole un aspecto fantasmal.

El sol brillaba poco; a veces se oscurecía completamente, borrando la hilera de sombras que calcaba sobre la nieve la marcha de los hombres. Y era como si nadie existiera, como si nadie caminara por allí...


2

La noche llegó sin anunciarse, sin haber asomado una sola estrella por algún rincón del cielo. Se pensaba que había estado allí desde siempre, que eran ellos los que habían entrado en su oscuridad. Acaso debieron haber pensado unas horas antes, cuando las sombras nacieron de las raíces de los pinos y se alargaron poco a poco hacia los cansados pies de los hombres, que la noche debía llegar. Hubiera sido mejor que lo pensaran así, y de este modo no los habría sorprendido. Porque, sí, los ha sorprendido, y los ha asustado; la noche es para ellos algo más que la noche: un olvido gigantesco donde ningún corazón late por ellos.

José de la Colina: Eurídice

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Habiendo perdido a Eurídice, Orfeo la lloró largo tiempo, y su llanto fue volviéndose canciones que encantaban a todos los ciudadanos, quienes le daban monedas y le pedían encores. Luego fue a buscar a Eurídice al infierno, y allí cantó sus llantos y Plutón escuchó con placer y le dijo:

—Te devuelvo a tu esposa, pero sólo podrán los dos salir de aquí si en el camino ella te sigue y nunca te vuelves a verla, porque la perderías para siempre.

Y echaron los dos esposos a andar, él mirando hacia delante y ella siguiendo sus pasos…

Mientras andaban y a punto de llegar a la salida, recordó Orfeo aquello de que los Dioses infligen desgracias a los hombres para que tengan asuntos que cantar, y sintió nostalgia de los aplausos y los honores y las riquezas que le habían logrado las elegías motivadas por la ausencia de su esposa.

Y entonces con el corazón dolido y una sonrisa de disculpa volvió el rostro y miró a Eurídice.

José de la Colina: El Perdido

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Tras arduas buscas un aviador lo percibió a la mitad del desierto, allá abajo, en la gran extensión de fulgurante arena y muy lejos del avión caído. En el viaje de retorno fue hundiéndose en un terco silencio, fijando la mirada en las nubes que pasaban como gigantescas ballenas espectrales tras la redonda ventanilla del avión del rescate. Se mantuvo indiferente a los flashes de los fotógrafos y a las preguntas de los reporteros, a las exclamaciones de sorpresa y de alegría de los amigos, a los abrazos de los hermanos y a los besos de la esposa y las caricias de los hijos. Tardó meses en adaptarse a la, como suele decirse, vida común y corriente, y a la ciudad, a la oficina, a la tertulia, a los partidos de fútbol vistos por la tele y al coito conyugal del sábado en la noche. Y todo, al parecer, iba bien, pero a veces, en la alta noche, salía del lecho procurando no despertar a la esposa, iba a la salita, se servía una copa de coñac, fumaba un lento cigarrillo y se enfrentaba al gran espejo de encima del trinchador para escudriñarse la mirada, y si aquella era su noche feliz veía surgir de sus ojos reflejados en el espejo un vasto, un silencioso, un soleado desierto, al que retornaba durante el tiempo de un parpadeo, y, así, en pijama, con la copa en la mano y el cigarrillo en los labios, tarareando mentalmente una vieja y querida cancioncilla, caminaba gozosamente sin rumbo y se perdía en el horizonte de infinita arena que se confundía con el horizonte de infinito cielo que era en realidad (¿en realidad?) el horizonte del infinito espejo.

José de la Colina: La ley de la herencia

José de la Colina


Durante más de diez años habíamos vivido sin problemas en este edificio habitado por empleados gubernamentales o profesores de escuela como yo hasta que un día en el terreno baldío que se ve desde la ventana de nuestro piso apareció una vieja y esquelética mendiga despiojándose al sol y como nos dios lástima le llevábamos por las noches mi mujer o yo las sobras de nuestra comida a aquel lugar de muebles despanzurrados y maquinarias paralíticas y latas herrumbrosas y ratas furtivas y la mendiga se arrojaba al plato de cartón apenas lo poníamos en el suelo y devoraba el contenido lanzando temerosas miradas a un lado y a otro como si alguien fuese a robarla pero al poco tiempo ya no se resignaba a esperarnos y poco después de caer la noche la oíamos subir la escalera con sus pies pesados y tocaba a nuestra puerta y gemía larga y rítmicamente si tardábamos en abrir y presentarle lo que sin duda ya consideraba un obligado tributo y así una noche tras otra y a veces nos hundíamos en la habitación más retirada conteniendo el aliento y mi mujer apretándose temblorosa contra mi pecho mientras la mendiga permanecía allá junto a la puerta del departamento lloriqueando sin pausa y mecánicamente de modo que como temíamos el escándalo de los vecinos, terminábamos saliendo y dándole la pitanza bajando los ojos ante los suyos resentidos o irónicos y ella se alejaba envolviendo el plato en su raída y remendada y sucia capa bajo cuyo peso se inclinaba y así inexorablemente por no sabemos cuánto tiempo hasta que los vecinos que ya se quejaban mucho ante nosotros hicieron que la policía se llevara a la mendiga y con algun remordimiento nos sentimos exentos de aquella servidumbre sin prever que una semana después se presentaría un hombre con aspecto de pulcro burócrata que decía venir de cierta Sociedad y nos entregó una caja con unos sucios andrajos que fácilmente reconocimos sobretodo por la remendada caja y nos hizo firmar un recibo informándonos de que éramos depositarios de esos bienes y no lo entendimos del todo sino hasta unos días después cuando mi mujer se asomó a la ventana y lanzó un grito y empezó a llorar y yo me asomé y allí en el terreno baldío había otra mendiga tal vez menos vieja y menos flaca enteramente desnuda y rascándose las costras y mirando hacia nuestra ventana y entonces comprendimos que había que bajar llevando mi mujer el plato de sobras y yo la caja con los andrajos y que no serviría de nada cambiarse de casa ni de colonia ni de ciudad ni tal vez de país.

José de la Colina: Todo exceso es malo

José de la Colina



El fantasma amante de los récords se ejercitó en lograr el mayor número de apariciones en el menor tiempo… y cuando logró aparecer sesenta veces por minuto descubrió con terror que se había vuelto un hombre vivo.


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