Retrato de Azorín por Alejandro Cabeza
La especie humana perecía. Miles de siglos antes de que extinto el Sol, congelado el planeta, fuese la Tierra inhabitable, ya el hombre, nostálgico de reposo perenne in este perenne flujo y reflujo de la substancia universal, luí na acabado. La Tierra estaba desierta.
Los hombres eran muertos. Poco a poco los mató el hastío de las bienandanzas que la ciencia, la industria y el arte realizaron al trocar en realidad presente el ensueño de pensadores prehistóricos.
Poco a poco, predicado y afirmado el generoso altruismo, fueron desapareciendo del trato humano la ambición, la envidia, la crueldad, la ira, los celos, la codicia. Y los hombres, sojuzgadas las fuerzas de la Naturaleza, dueños del complicado tecnicismo del arte, amándose lodos, trabajadores todos y fuertes todos, vivían, sin odios y sin pasiones, sin el ensueño de la esperanza y sin la voluptuosidad del desconsuelo, dichosos en la Naturaleza y en el arte. De este modo, transcurrieron cuatro, seis, diez siglos. Inactivos, quieto el pensamiento y sosegados los músculos, fiado todo el trabajo terrestre a la maquinaria triunfadora, paseábanse los felices humanos hora tras hora, día tras día, año tras año, siempre igual, sin esperanzas de mudación, por sus ciudades y por sus campos. Ni la Naturaleza en sus paisajes, de todos conocidos, ni el arte en sus obras maestras, por todos admiradas, lograban despertar en nadie un nuevo estremecimiento estético.
La vida se había simplificado. No había derecho porque no había deber, no había deber porque no había coacción, no había justicia porque no había iniquidad, no había verdad porque no había error, no había belleza porque no había fealdad...
Desaparecidos los irreductibles antagonismos que en las viejas sociedades dieron nacimiento a las ideas absolutas, las ideas absolutas —Verdad, Belleza, Justicia-— eran desconocidas de las nuevas generaciones. ¿Cómo pudiera conocer la luz quien nunca hubiese conocido las sombras? ¿Cómo pudiera conocer el movimiento quien nunca hubiese conocido el reposo? ¿Cómo pudiera conocer el placer quien nunca hubiese conocido el dolor?
Así, mientras el dolor —que es error, que es fealdad, que es injusticia— se desintegraba de la vida, la vida se reducía de sus antiguos grandiosos límites: y así —por paradoja extraordinaria— la amplia y fecundadora ley del progreso tornábase en deprimente ley de ruina y acabamiento. La tierra se despoblaba. Cansada e inactiva, la especie humana desaparecía de siglo en siglo.
Y llegó un momento supremo en que solo un hombre sobrevivió a la humanidad muerta.