LE sucedía con frecuencia: el tren acababa
de partir y no habría otro servicio antes de media hora. Permaneció de pie
sobre el área gris rugosa imaginando un monstruo de veinticinco minutos
acechándolo en la soledad de la estación. Mató el tiempo leyendo inscripciones
imbéciles dibujadas sobre el cobertizo de madera, titulares crípticos de una
realidad que no lo contenía. Grupos de música suburbana vencidos por el
barro; amenazas de fellatios y sodomizaciones; juramentos de venganza
por amor a unos colores; sugerencias de fármacos eléctricos, prometiendo
felicidad bajo lunas azules. No hace falta que mate el tiempo, pensó: en este
lugar el tiempo llega muerto. Podría rematarlo, a lo sumo, quizás. Sería bueno
rematarlo. Caminó una y otra vez a lo largo del andén, sin prestar demasiada
atención a las parejas que se acariciaban en las sombras. También había dos,
no, cuatro borrachos. Obreros ya no quedan, se dijo, sólo parejas y borrachos.
Nadie regresa a su hogar desde el trabajo. No hay trabajo. Tampoco hogar. Había
dos bancos despintados, que alguna vez fueron verdes, volviendo a su desnudez
primigenia gracias a las inscripciones hechas con navajas y cortaplumas. Un
modelo en escala de las otras, escritas a conciencia. En una de las idas y
vueltas, como si con eso hubiera podido disparar algún mecanismo para acelerar
la llegada del tren, se detuvo ante la planilla de horarios del ramal. Faltaban
trece minutos. Por lo que podía recordar esa línea no se caracterizaba por su tendencia
a honrar el horario. Doce minutos, que bien podían ser diecisiete. La planilla
lucía como si hubiera sido ubicada tras el cristal astillado ese mismo día,
aunque podía decirse que el golpe contundente que había dibujado la tela de
araña lo decoraba con eficiencia. Varios colores resaltaban determinadas
columnas, indicando si la formación correspondía al tramo del circuito que
empalmaba con la vía principal, o si se trataba de un transbordo en la
localidad cabecera. Tal vez todas fueran la misma cosa. Carecía de las claves
para descifrar los códigos de colores. De todos modos, era inútil tratar de
interpretar las combinaciones y el único dato relevante era el que informaba
que el tren debía llegar en nueve minutos, o trece. A él no le interesaba resolver
el método por el cual se podía llegar al mismo punto de partida desde el este
o el oeste, indistintamente, y se preguntó por qué razón alguien desearía
efectuar tal maniobra. Fastidiado por su propia incapacidad para encontrar un
rincón iluminado —la novela que estaba leyendo llegaba al desenlace— y a punto
de dar la espalda al tablero vidriado, un dato inusual repiqueteó en la
periferia de su atención. En la lista había una estación que no había oído
nombrar y por la que, estaba seguro, no había pasado nunca, aunque recordaba
ese recorrido por haberlo hecho en tramos parciales. Entre Los Álamos y
Sargento Gómez había nacido Santa María. Estaba resaltada en tostado rojizo y
ese color, en el vértice inferior izquierdo del horario, indicaba: estación
próxima a inaugurarse, servicio a habilitarse a la brevedad. Trató de
visualizar el tramo, recuperar imágenes de un barrio precario entrevisto a la
carrera. Tal vez un complejo de viviendas baratas construidas por el Banco de
Fomento y Desarrollo con los materiales menos nobles del universo. Aún pensando
en Santa María caminó hasta el borde del andén y siguió con la mirada la flecha
plateada de las vías en la dirección en la que debería divisarse el tren. Seis
minutos. Una luz amarilla, fluctuando en el límite mismo de la visión, indicaba
que tal vez llegaría a horario. Santa María. Buscó un sitio en el que los
faroles fueran capaces de iluminar lo suficiente, abrió el bolso, sacó el mapa.
Santa María. Plano 361, tal vez. Estaba en el 361, por lo menos, y sólo habría
6 estaciones entre Andrés Rotundo y Santa María. Siguió la línea del trazado
del ferrocarril con el dedo y adivinó, más que ver, que se bifurcaba después de
Los Álamos: era otro ramal, u otro servicio del ramal. O lo sería, cuando las
autoridades del ferrocarril decidieran habilitarlo e inaugurar la estación.
Santa María podía estar en el mismo municipio que Los Álamos, o en otro, como
Sargento Gómez. Por cierto, en el mapa no existía. Pero ese mapa ya tenía dos
años, y la planilla del horario podía ser de esa misma semana. Había unos tres
kilómetros y medio, tal vez cuatro, entre las dos estaciones. No era ilógico
que la Empresa
hubiera decidido crear un lugar de parada nuevo. Santa María debía estar en
algún punto próximo al arroyo Las Ranas, donde el mapa indicaba, a ambos lados
de las vías, extensiones de veinte o treinta hectáreas sin urbanizar. Se habría
urbanizado aceleradamente, pensó, y no habían hecho más que rendirse ante la
evidencia. La bocina del tren entrando a la estación sonó, gimnástica, y lo
sobresaltó. Guardó el mapa con precipitación, desmañadamente (algunas hojas se
doblaron y quedaron marcadas para siempre) y trepó a la formación aún antes de
que ésta se detuviera, saboreando el sabroso descubrimiento.
Tales of Mystery and Imagination
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Sergio Gaut vel Hartman: Receta: hombre frito
—Cuando termines de contar —me dijo uno de los extraterrestres— encenderemos esta sartén y empezaremos a freírte, ¿de acuerdo?
Por alguna razón el tono de la frase me causó risa y eso hizo que olvidara dónde estaba, de lo fría y dura que se sentía la plancha en mi espalda y de lo precario de la situación.
—Hasta diez —dijo otro, con un tono que pretendía ser amenazador.
Era ridículo, absurdo, pero no tenía escapatoria y conté. Al llegar a "siete", el más pequeño de los extraterrestres —de por sí pequeños; ninguno medía más de sesenta centímetros— trepó por mis piernas y hamacándose en el cinturón alcanzó el pecho y se aferró con sus garras del abundante vello. Parecía una mezcla de zarigüeya y gorgojo, con ese hocico picudo y las pinzas chasqueando como castañuelas.
—Serás nuestra cena, te lo digo por si no lo advertiste —dijo el primer extraterrestre con esa voz melíflua y profunda de los naturales del Bajo Jockland.
—Soy duro y desabrido —dije interrumpiendo el conteo y tratando de conservar la calma; la situación no daba para más. Todavía no lograba explicarme de dónde había salido esa peste, aunque lo cierto era que me habían atado a la placa principal de la rampa de disparo de sondas; la desprendieron del puente con excesiva facilidad; tendría que presentar una queja formal a los fabricantes de la nave. Sabía que el frío en mi espalda duraría lo que tardaran en encender el fuego y que la dureza que sentía dejaría de serlo en cuanto el material —duroplas moldeado al circonio— se fundiera como cera.
Sergio Gaut vel Hartman - Miguel Dorelo: Un fuerte olor a podrido
Es terrible no sentirse limpio, se dijo. Lo obsesionaban todas las cosas que podían convertirlo en un ser inmundo: las bacterias, las liendres, los nanoseres microscópicos que las compañías de alimentos siembran en las viandas para controlar a las personas desde el comienzo de la liberalización productiva. Soy un descuidado montón de piezas indebidamente esterilizadas, casi cien kilos de materia contaminada; una criatura febril y sucia al mismo tiempo, no aguanto más los picores en el cuerpo, todos mis fluidos corporales sublevados, deslizándose por mi carne, empapándome hasta los huesos, esta repugnante sensación de estar inmerso en un gran tonel lleno de estiércol.
Y sobre todo me resulta totalmente imposible soportar este fuerte olor a podrido que ya invade todos y cada uno de los rincones de mi féretro.
Yo pedí expresamente ser cremado.
Y no me han hecho caso.
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