Tales of Mystery and Imagination

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José Carlos Somoza: La quima


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La historia de la quima me la contó mi abuelo. No es bueno- decía- ponerse a mirar el cielo durante mucho tiempo, porque puedes ver una quima, y ay de ti si eso sucede.
¿Y qué es una quima?, preguntaba yo.
Pues un pájaro, pero más veloz. Como una paloma, pero más blanca. Tan blanca que te hiere los ojos y te hace verlo todo gris: la nieve, las nubes de verano, los rayos de la luna, el alabastro, la piel de los muertos, el papel sobre el que escribo..hasta las sagradas formas ( y aquí mi abuelo se santiguaba), que Dios me perdone.
Cuando ves una quima, ya no hay remedio: todo lo que miras después se vuelve gris.

Ya soy viejo y no creo en las quimas. Pero acabo de recordar algo.

Era una niña. Nunca supe su nombre. Tenía el pelo color almiar. La vi por primera vez en la iglesia, durante mi primera comunión.
Tan embobado quedé al verla que un compañero decidió empujarme para que avanzara hacia el altar.
Ella pertenecía a otro colegio, y después de la comunión se marchó. Yo no tardé en olvidarla.

Hasta hoy.

La memoria de los viejos es rara.

José Carlos Somoza: Carta a Franz Kafka

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Muy Sr. mío:
En relación con su petición de silencio.
Habiendo examinado la documentación aportada junto al formulario de solicitud con fecha... del corriente, esta Pre-comisión Pre-estima:

Que la solicitud debe hacerse mediante lenguaje. Es decir, no se puede pedir silencio en silencio.
Gestos, miradas, emociones, etc., no son aceptables en la tramitación. La tramitación ha de ser tramitada, y es imperativo en todo trámite el uso correcto de la palabra. La palabra es el trámite del trámite. La tramitación silenciosa del silencio conlleva un problema de fondo y forma: la imposibilidad de Pre-determinar si se desea el silencio porque no se quiere hablar o se reclama el lenguaje porque no se puede hablar.
Pedir silencio en silencio es una tautología. Si se pide silencio en silencio ya se ha obtenido lo que se pide.

Examinada la documentación aportada, esta Pre-comisión encuentra el siguiente vacuus:

El sueño.
La muerte.
...

Resultando que el punto señalado con el dígito 3 (tres) no ha sido rellenado por Ud., bien sea por ignorancia u omisión intencionada o involuntaria, punto indispensable para cualquier decisión ulterior, ya que la ley establece (v. infra) que no puede haber vacuus tras la muerte —como así consta en la normativa vigente del horror vacui—, de modo y manera que los componentes de esta Pre-comisión se han sentido Pre-inclinados, por primera vez en sus miserables vidas, a rellenar el vacío, si bien, hasta el momento, nada coherente ha podido añadir esta Pre-comisión en relación con el susodicho vacío, pero ya veremos, con el tiempo todo se andará; quizá la cosa consista en bajar un punto los anteriores supuestos y evitar el vacuus del primer punto con una obviedad, de forma tal que:

El nacimiento.
El sueño.
La muerte.

Por todo ello, esta Pre-comisión ha llegado a las siguientes Pre-conclusiones:

José Carlos Somoza: Womanbed

José Carlos Somoza


Hubo una vez una cama. Y una mujer dentro de ella.
No encima. Ni debajo. Dentro.
Es sabido que se trataba de un castigo muy frecuente para la adúltera en el Renacimiento. Quizás no tanto. Puede que sólo alguna que otra dama se haya visto sometida realmente a este difícil trance. Lo cierto es que Guido Farniessi refiere, en la edición in quarto de su célebre Opúsculo dedicado a la decoración florentina, que así fue ajusticiada la hermosa Verónica Vinebuolla, segunda esposa del noble Giuseppe Vinebuolla, uno de los hombres de confianza de los Médicis. Según este autor, no era para menos. Farniessi cuenta que la disoluta Verónica "pecó varias veces, en su propio lecho conyugal, con distintos amantes, por lo que merecía la pena capital" (sic).
Ser encamada viva es una muerte lenta y horrible como pocas, aunque, siempre según Farniessi, prime el detalle estético: la cama utilizada para tal fin era un modelo apropiadamente alto, de dosel decorado con la hermosa obsesión renacentista por las formas, cuyo cuerpo central, horadado, se adaptaba para recibir una caja paralepípeda en todo similar a un ataúd, aunque forrada con más primor para evitar que la podrida
conclusión en que terminamos de resumirnos infestara el dormitorio de hedores innecesarios. En esta caja se introducía a la culpable, sin vestidura alguna, tapiándose el acceso con lindas planchas de pino, roble o nogal. Su compleja disposición de espacios y agujeros impedía que la desdichada pudiera realizar otra actividad que no fuera respirar con suma dificultad. Por último, se colocaba encima el pesado ajuar de los grandes lechos de la época, y se invitaba al marido ultrajado a dormir en ella. Tal era el rito final de la sentencia: esa última noche (tan opuesta a la primera) que la condenada y su esposo pasaban juntos. Fácil resulta imaginar lo que Farniessi no cuenta: los gemidos, súplicas, gritos y jadeos de la víctima sobre los que se dormiría su cornudo cónyuge, esa canción de cuna que terminaría meciendo dulcemente a su venganza; un tormento adecuadamente terrorífico para el círculo del infierno quattrocentista. Según algunos, el castigo era absoluto, no dejaba resquicios de injusticia: ¿qué mayor pena que morir bajo el marido, para aquélla que ha gozado tanto bajo otros hombres? No en vano advierte Farniessi, con un repunte irónico deplorable, que el encamamiento era una ejecución homeopática: torturar con un terrible simulacro del delito.
Camas con mujeres dentro sobreviven pocas.

José Carlos Somoza: La dama número trece


La sombra se deslizaba entre los árboles. La maleza y la noche le otorgaban el aspecto de una figura incorpórea, pero era un hombre joven, de cabello largo, vestido informalmente. Al llegar al límite de la espesura se detuvo. Tras una pausa, como para asegurarse de que el camino se hallaba libre, atravesó el jardín en dirección a la casa. Era grande, con una galería de columnas blancas en la fachada a modo de peristilo. El hombre subió las escalinatas de la galería, penetró en la casa con tranquila sencillez, recorrió la planta baja sin encender una sola luz y se paró frente a la puerta cerrada del primer dormitorio. Entonces sacó del bolsillo uno de los objetos que llevaba. La puerta se abrió sin ruido. Había una cama, un bulto bajo las sábanas; se oía una respiración. El hombre entró como la niebla, más leve que una pesadilla, se acercó al lecho y vio la mano, la mejilla, los ojos cerrados de la muchacha dormida. Apartó con delicadeza la mano y, segundos antes de que despertara, levantó su pequeño mentón descubriendo el cuello desnudo, un punteado de lunares, la vida latiendo bajo la piel; apoyó la punta del objeto cerca de la nuez y ejerció una ligera y exacta presión. Un rastro como de pétalos
rojos lo acompañó hasta el segundo dormitorio, donde se hallaba la mujer obesa. Cuando salió de este último, sus manos estaban más húmedas, pero no las secó. Regresó por donde había venido en busca de las escaleras que llevaban a la planta superior. Sabía que arriba se encontraba su verdadera víctima.
Las escaleras desembocaban en un pasillo. Era largo, estaba alfombrado y se adornaba de bustos clásicos colocados sobre pedestales. La sombra del hombre eclipsaba los bustos conforme pasaba frente a ellos: Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Shakespeare..., silenciosos y muertos dentro de la piedra, inexpresivos como cabezas decapitadas. Llegó al final del corredor y cruzó una antecámara
mágicamente revelada por la intensa luz verde de un acuario sobre un pedestal de madera. Era un objeto llamativo, pero el hombre no se detuvo a contemplarlo. Abrió una puerta de doble hoja junto al acuario, y, con una linterna, convocó las formas de una lámpara de araña, varias butacas y una cama con dosel. Sobre la cama, una figura imprecisa. El brusco tirón de las sábanas la despertó.
Era una mujer joven, de cabello muy corto y anatomía delgada, casi frágil.
Estaba desnuda, y al incorporarse, los pezones de sus pequeños senos apuntaron hacia la linterna. La luz cegaba sus ojos azules.

José Carlos Somoza: La luz de la noche



Adriana perdió el sueño el día en que perdió a su madre. Esa noche la pasó en vela, sin llorar; sin pensar en nada; simplemente no pudo dormir. Y a partir de entonces ya no durmió más.

Lo curioso era que por las mañanas se sentía estupenda y seguía tan bonita como siempre. Pero llegaba la noche y no se dormía. Adriana vivía en la ciudad con su padre, en una casa de dos plantas, y la escalera que daba a su habitación era de madera. Durante una de aquellas noches de insomnio subió y bajó por ella veinte veces, para distraerse. Luego, se asomó a la ventana y le sorprendió ver luz, ya que siempre había creído que la noche era oscuridad. Supuso que, como había pasado todas las noches de sus catorce años de vida durmiendo, no se había enterado de que la noche también tenía luz.

No era como la del sol, claro, sino blanca y fría. Adriana ignoraba si procedía de las farolas o de la Luna. Poseía la virtud de dibujar el contorno de las cosas y otorgarles otra apariencia: su colcha era un rectángulo pintado de blanco; su espejo, un cristal fosforescente, y el reflejo de ella misma sobre él una figura plateada de largo cabello.

Sintió curiosidad por contemplar la calle bajo aquella luz extraña. Se vistió y salió de puntillas para no despertar a su padre. Quedó asombrada. ¡Oh, Dios, era como si hubiese nevado! (Y no nevaba, ni podía nevar, porque era primavera). Pero todo, absolutamente todo, asfalto, aceras, techos de coches, tejados de casas, copas de árboles, todo parecía como bajo una capa de nieve. Pero no era nieve, sino luz: ¡era increíble! Esto no lo sabe nadie porque la gente se duerme, y si alguien pasa una noche en vela, casi siempre termina durmiéndose a la siguiente. Pero Adriana llevaba ya muchas noches sin pegar ojo. ¡Y era tan bonito lo que veía a su alrededor!

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