Tales of Mystery and Imagination

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Silvina Ocampo: La red

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Mi amiga Kêng-Su me decía:
—En la ventana del hotel brillaba esa luz diáfana que a veces y de un modo fugaz anticipa, en diciembre, el mes de marzo. Sientes como yo la presencia del mar: se extiende, penetra en todos los objetos, en los follajes, en los troncos de los árboles de todos los jardines, en nuestros rostros y en nuestras cabelleras. Esta sonoridad, esta frescura que sólo hay en las grutas, hace dos meses entró en mi luminosa habitación, trayendo en sus pliegues azules y verdes algo más que el aire y que el espectáculo diario de las plantas y del firmamento. Trajo una mariposa amarilla con nervaduras anaranjadas y negras. La mariposa se posó en la flor de un vaso: reflejada en el espejo agregaba pétalos a la flor sobre la cual abría y cerraba las alas. Me acerqué tratando de no proyectar una sombra sobre ella: los lepidópteros temen las sombras. Huyó de la sombra de mi mano para posarse en el marco del espejo. Me acerqué de nuevo y pude apresar sus alas entre mis dedos delicados. Pensé: "Tendría que soltarla. No es una flor, no puedo colocarla en un florero, no puedo darle agua, no puedo conservarla entre las hojas de un libro, como un pensamiento". Pensé: "No es un pájaro, no puedo encerrarla en una jaula de mimbre con una pequeña bañera y un tarrito enlozado, con alpiste".
—Sobre la mesa —prosiguió—, entre mis peinetas y mis horquillas, había un alfiler de oro con una turquesa. Lo tomé y atravesé con dificultad el cuerpo resistente de la mariposa —ahora cuando recuerdo aquel momento me estremezco como si hubiera oído una pequeña voz quejándose en el cuerpo oscuro del insecto. Luego clavé el alfiler con su presa en la tapa de una caja de jabones donde guardo la lima, la tijera y el barniz con que pinto mis uñas. La mariposa abría y cerraba las alas como siguiendo el ritmo de mi respiración. En mis dedos quedó un polvillo irisado y suave. La dejé en mi habitación ensayando su inmóvil vuelo de agonía.
A la noche, cuando volví, la mariposa había volado llevándose el alfiler. La busqué en el jardín de la plaza, situada frente al hotel, sobre las favoritas y las retamas, sobre las flores de los tilos, sobre el césped; sobre un montón de hojas caídas. La busqué vanamente.
En mis sueños sentí remordimientos. Me decía: ¿Por qué no la encerré adentro de una caja? ¿Por que no la cubrí con un vaso de vidrio? ¿Por qué no la perforé con un alfiler mis grueso y pesado?"
Kêng-Su permaneció un instante silenciosa. Estábamos sentadas sobre la arena, debajo de la carpa. Escuchábamos el rumor de las olas tranquilas. Eran las siete de la tarde y hacía un inusitado calor.
—Durante muchos días no vine a la playa —continuó Kêng-Su anudando su cabellera negra—, tenía que terminar de bordar una tapicería para Miss Eldington, la dueña del hotel. Sabes cómo es de exigente. Además yo necesitaba dinero para pagar los gastos.
Durante muchos días sucedieron cosas insólitas en mi habitación. Tal vez las he soñado.

Silvina Ocampo: La sibila

Silvina Ocampo



Las herramientas de trabajo están en la sala del comisario: un reloj pulsera de oro, los guantes, un alambre, una caja de madera con llaves, la linterna, las tenazas, el destornillador y una valijita (para parecer más serio llevo siempre una valijita). ¿Armas? Nunca las quise. ¿Para qué me sirven las
manos?, digo yo. Son garras de fierro; si no estrangulan, dan puñetazos como Dios manda.
Solía desanimarme últimamente. Hay mucha competencia y pobreza.
¡Quién no lo sabe! La vida de un carnicero es menos sacrificada que la nuestra. De noche, no tenía a veces ganas de salir, y rondar por las manzanas para conocer un barrio determinado de Buenos Aires, o una casa; era francamente aburrido. Del Barrio Norte me gusta Palermo porque tiene fuentes y lagos, donde uno bebe y se lava las uñas de algunos dedos; del barrio Sur, Constitución, sin duda porque allí conocí a mis compañeros en la escalera mecánica subiendo y bajando, bajando y subiendo, entregados a nuestras ocupaciones. Me sentaba en las plazas, comiendo naranjas o pan, salame cuando tenía suerte, o queso fresco. A veces, los transeúntes me miraban como si vieran algo raro en mí. No llevo barba larga hasta el ombligo, ni llevo los dedos de los pies al aire, ni tengo lunares grandes entre las cejas, ni dientes de oro. Los otros días le pregunté a uno ",Tengo monos en la cara?", olvidando mi responsabilidad, mi edad, mi situación. Tal vez mi pantalón de paño azul sea llamativo, porque lleva, en lugar de botones en la bragueta, cierre relámpago: todo lo que uno hace por no llamar la atención, llama la atención. ¡Qué le vamos a hacer! Si me deslizo como un gusano, todo el mundo se fija en cómo camino. Si me visto como un puerco, del color de los árboles o de las paredes o de la tierra, todo el mundo se fija en mi vestimenta. Si trato de no elevar la voz ¡Dios me libre!, todo el mundo estira la oreja para oírme. Comer helados me resulta imposible. Las chicas me miran y se codean. A veces ser simpático a las mujeres, no es agradable; tengo que oír macanas todo el día. Felizmente que de una oreja no oigo nada. Quedé sordo a los dieciséis años. Me perforaron el tímpano con una astilla. Vivíamos con mis padres en Punta Chica, en una casa sobre pilotes. Mi padre, que es malhumorado, y mis hermanos, que son cascarrabias, una noche que en broma les puse bagres en las camas, se envalentonaron, me acostaron en el piso, y mientras unos me sujetaban, otro me clavó la astilla adentro de la oreja. Después, naturalmente, para que yo no hablara, me metieron en una bolsa que tiraron al río. Los vecinos me salvaron. Me pareció raro. Luego supe que lo hicieron para hacerme hablar. ¡Hay de curiosos! Todo el mundo me odia, salvo las mujeres; sin embargo, la señorita Rómula, que vive en el almacén, porque un día maté un gato de un cascotazo en la puerta de su cuarto, me interpeló.

Silvina Ocampo: El retrato mal hecho




A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.

Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.

La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.

La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa.

Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: "Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro" o bien: "Traje de visita para señora joven, vestido verde mirto", o bien: "punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado". Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: "Las hojas se hacen con seda color de aceituna" o bien: "los enrejados son de color de rosa y azules", o bien: "la flor grande es de color encarnado", o bien: "las venas y los tallos color albaricoque".

Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: "Las venas y los tallos color albaricoque". Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: "Lo he matado".

Silvina Ocampo: La expiación



Antonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa. Con voz imperiosa ordenó que nos sentáramos. La cama estaba tendida. Salió al patio para abrir la puerta de la pajarera, volvió y se echó en la cama.

-Voy a mostrarles una prueba -nos dijo.

-¿Van a contratarte en un circo? -le pregunté.

Silbó dos o tres veces y entraron en el cuarto Favorita, la María Callas y Mandarín, que es coloradito. Mirando el techo fijamente volvió a silbar con un silbido más agudo y trémulo ¿Era ésa la prueba? ¿Por qué nos llamaba a Ruperto y a mí? ¿Por qué no esperaba que llegara Cleóbula? Pensé que toda esa representación serviría para demostrar que Ruperto no era ciego, sino más bien loco; que en algún momento de emoción frente a la destreza de Antonio lo demostraría. El vaivén de los canarios me daba sueño. Mis recuerdos volaban en mi mente con la misma persistencia. Dicen que en el momento de morir uno revive su vida: yo la reviví esa tarde con remoto desconsuelo.

Vi, como pintado en la pared, mi casamiento con Antonio a las cinco de la tarde, en el mes de diciembre. Hacía calor ya, y cuando llegamos a nuestra casa, desde la ventana del dormitorio donde me quité el vestido y el tul de novia, vi con sorpresa un canario. Ahora me doy cuenta de que era el mismo Mandarín que picoteaba la única naranja que había quedado en el árbol del patio. Antonio no interrumpió sus besos al verme tan interesada en ese espectáculo. El ensañamiento del pájaro con la naranja me fascinaba. Contemplé la escena hasta que Antonio me arrastró temblando a la cama nupcial, cuya colcha, entre los regalos, había sido para él fuente de felicidad y para mí terror durante las vísperas de nuestro casamiento. La colcha de terciopelo granate llevaba bordado un viaje en diligencia. Cerré los ojos y apenas supe lo que sucedió después. El amor es también un viaje; durante muchos días fui aprendiendo sus lecciones, sin ver ni comprender en qué consistían las dulzuras y suplicios que prodiga. Al principio, creo que Antonio y yo nos amábamos parejamente, sin dificultad, salvo la que nos imponía mi inocencia y su timidez.

Tales of Mystery and Imagination