Tales of Mystery and Imagination

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Alonso Zamora Vicente: Noche Arriba

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Toda la tarde ha estado lloviendo. A través de los cristales sucios, roto uno por un portazo, doña Lola ha visto caer agua horas y horas sin descanso. Se ha acercado a la ventana cada vez que ha salido alguna de las innumerables visitas, que, con buena voluntad, qué duda cabe, no faltaba más, han venido a darle el pésame. Lo malo es que con sus palabras y con sus consejos no han hecho más que reanimar su pena, una bola redonda trepando del estómago a la garganta, que sube, sube, ya llega, revienta y hay que volverla a tragar. Una buena gente todos estos vecinos. Doña Remedios, tan obsequiosa, tan bobalicona, pero tan buena persona, y don Arcadio, el solterón del tercero izquierda, siempre tan borrachín, pero tan galante, que la esperaba — ya antes de la enfermedad de Nicanor — en el rellano de la escalera y decía, cediéndole el paso "¡Calle abierta a la alegría de la casa!". Si, sí menuda alegría. Nicanor tieso como el mango de una pala, quién lo diría, un hombre tan joven aún, tan apuesto, un poco memo, es verdad, pero en fin, Señor, las cosas son como vienen, quince años de casados y sin ningún disgusto, porque no se puede llamar disgusto a aquello del cobrador de la luz, ¡Jesús, qué recuerdos ahora!... Y doña Lola se aprieta contra el cristal sano de la ventana, tan fresquito, no está bien que se asome al mirador, además aún no ha venido la peinadora, y habrá gente, y ese forense del bigotito rubio, tan afable, en fin, no pienses, Lola, y aguántate un poco, don Nicanor en la cama, las manos cruzadas sobre el pecho, apretando el rosario de Chuchita, la sobrina que se metió en las Salesas, habráse visto, con el porvenir que tenía de secretaria de don Cándido, el gerente de Molinos Reunidos, S. A.... Y doña Lola suspira, arrimada a la ventana, asustada de no oír crujir la cama donde Nicanor, algo más largo y flaco, llena la habitación, este Nicanor, quién lo hubiera dicho unos días antes, cuando sintió los primeros síntomas, broma va, broma viene, hasta que la angina lo dejó tieso que tieso, sin remedio posible, Nicanor muerto... Y llueve, llueve, la viuda no puede reconocer a muchos de los que, dejando abierta la portezuela del taxi, se atreven a cruzar la calle para dejar tarjeta en la mesita del portal, el cuello de la gabardina levantado, qué ridículos desde allí arriba, chapoteando en el arroyuelo... Si se habrán acordado de poner la escribanía de plata que Nicanor —el pobre Nicanor — tenía en la mesa de su despacho. . .

****

— ¡Qué día, qué barbaridad! ¡Qué manera de caer agua! Lo que es como mañana en el entierro llueva así, no sé qué va a ser de nosotros! ¿Has visto, Josefina, qué día?

— No me hables, mujer. ¡ Un horror de día!.

Josefina y Carmen, primas de doña Lola, están sentadas en un ángulo de la habitación convertida en capilla ardiente. En el mirador de la salita se oye el golpeteo de la lluvia en los cristales y, periódicamente, el paso de los tranvías, que hacen retemblar la casa ya vieja. El ataúd está en el suelo y los hachones bailan ligeramente a cada vehículo que pasa de prisa. Los portazos en la escalera hacen vacilar las llamas. Uno de los hacheros se ha apagado. Don Nicanor presenta un perfil más acusado y huesoso a la única luz de la cabecera.

— ¡Jesús, Josefina! ¿No ves? ¡Cualquiera diría que está vivo!

Alonso Zamora Vicente: Un pobre hombre

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Es muy probable que, entre esta gente que se agolpa en la estación a la llegada de los trenes, encuentre al hombre que busco. Es también probable que, al matarle, le haga un favor. Muchas veces he observado desde la barandilla, en el pasadizo de salida, la cara de los viajeros. Gentes malhumoradas, fatigadas, con el mirar vacilante. Destrozados por alguna desgracia familiar, un duelo, un descalabro económico, quizás un adulterio. Otros, con esos ojos agrandados, despoblados y mansos del que acaba de ser desahuciado por un médico. Sí, seguramente que en ese montón de vidas que llega en el tren de las nueve, o entre los que van al cine de actualidades a llenar la espera, encuentre al hombre que he de matar. Porque he de matar a un hombre. No pasará de hoy. Todos están fuera y podré disponer de mi casa a mi antojo. Será una experiencia valiosísima. Un hombre sin apellidos, sin dirección, quizás alguno que haya pensado suicidarse. Un hombre que llevará en las rayas de la mano el deslumbrante aviso de que hoy, sábado, se encontrará conmigo.

No me ha sido difícil encontrarle. Hay mucha gente que piensa en la muerte, que la llama, que se sueña tendido y descansando. Me apoyé, como siempre, en las rejas que separan el corredor de la Aduana. Aunque hubiera habido diez mil personas más lo habría encontrado enseguida. Una creciente luz, un irrefrenable desmayo le envolvían cada vez que doblaba las corvas al andar. Ahí está. Lanzó sus maletas en el banco de los vistas como quien se desprende de... Bueno, no sé. Demasiado levantar los hombros, angustiosa la línea de los labios con exceso para un acto tan impersonal como abrir las maletas delante de un carabinero. Creo que fue entonces cuando me vio por vez primera. No voy a cometer la tontería de decir que me sonrió. Él ya no podía sonreír. Pero quizá sus ojos... Se debía de estar preguntando, como tantos en la Aduana: ¿dónde poner ahora la mirada? Todos los contrabandistas se lo preguntan; yo también me lo he preguntado alguna vez. Pero él no lo hacía por eso. Es que yo no tenía dónde ponerla. Por eso me vio.

Quizá por eso tampoco dijo nada cuando le quitaron con grandes aspavientos un collar de perlas, un proyector de cine, algunos cartones de tabaco americano y un fajo de marcos alemanes. Ya no podía hablar más que conmigo; su vida me pertenecía, y yo no podía entrar en la Aduana. Cuando, cumplido el requisito, me acerqué a él, se guardaba, arrugándolo, el recibo de los objetos retenidos y lo metía en el bolsillo de aquel abrigo grande, de piel de camello, que llamaba la atención de los empleados del ferrocarril, de los guardias de orden público, de los policías. Hasta los soldados del Destacamento de Ferrocarriles se volvían a mirar. Tendré que hacer desaparecer ese abrigo. Al pensarlo, sentí frío.

Nos hemos sentado un ratito en la cafetería del vestíbulo. Me confesó qui no había tomado nada en todo el día. Apenas hemos hablado. Era como si todo estuviese ya dicho, ya en lo nuevo y caminando. Detrás de los cristales se estaba bien. Afuera se veía el alboroto de la estación, carretillas con equipajes, grupo de excursionistas que emprenden el regreso con la mochila más llena que a la venida y, colgando de las manos, cacharritos de recuerdo. Gentes con su pasaporte en la mano, haciendo cola en la ventanilla de la policía, y en las divisas, y en la Sanidad. Unos novios se besan desesperadamente; él es militar; mi compañero de mesa los mira, no sonríe, dice: ¡Bah! Suben y bajan gentes por la escalera de los urinarios. Un ciego, pregonando lotería, golpea insistente la pared con su bastón. La mujer del tenderete de postales y periódicos entrega la cuenta a un hombre bajo y jorobado que viene a hacer el turno de noche. Ya se han encendido las luces de seis trenes distintos sobre el tablero alto donde se anuncian. Seis veces el mismo apelotonamiento de gente y de cansancio en la salida, y los gritos de ¡Taxi!, ¡Taxi!, y ¿Busca hotel? ¿Pensión económica? Es entonces cuando he invitado a mi huésped a venir a casa. Estaremos solos, podrá descansar. No sé qué me contestó, porque, mientras hablaba, el altavoz del cine de actualidades gritó violentamente, anunciando un nuevo programa con las inundaciones de Baviera y no pude oírle. Noté, en cambio, al mirarle pretendiendo adivinar su respuesta, que tenía los ojos claros y profundos, contrastando con su barba negra y crecida. Temí que se muriera antes de que yo pudiese... No sé qué me contestó, pero se vino conmigo.

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