Toda la tarde ha estado lloviendo. A través de los cristales sucios, roto uno por un portazo, doña Lola ha visto caer agua horas y horas sin descanso. Se ha acercado a la ventana cada vez que ha salido alguna de las innumerables visitas, que, con buena voluntad, qué duda cabe, no faltaba más, han venido a darle el pésame. Lo malo es que con sus palabras y con sus consejos no han hecho más que reanimar su pena, una bola redonda trepando del estómago a la garganta, que sube, sube, ya llega, revienta y hay que volverla a tragar. Una buena gente todos estos vecinos. Doña Remedios, tan obsequiosa, tan bobalicona, pero tan buena persona, y don Arcadio, el solterón del tercero izquierda, siempre tan borrachín, pero tan galante, que la esperaba — ya antes de la enfermedad de Nicanor — en el rellano de la escalera y decía, cediéndole el paso "¡Calle abierta a la alegría de la casa!". Si, sí menuda alegría. Nicanor tieso como el mango de una pala, quién lo diría, un hombre tan joven aún, tan apuesto, un poco memo, es verdad, pero en fin, Señor, las cosas son como vienen, quince años de casados y sin ningún disgusto, porque no se puede llamar disgusto a aquello del cobrador de la luz, ¡Jesús, qué recuerdos ahora!... Y doña Lola se aprieta contra el cristal sano de la ventana, tan fresquito, no está bien que se asome al mirador, además aún no ha venido la peinadora, y habrá gente, y ese forense del bigotito rubio, tan afable, en fin, no pienses, Lola, y aguántate un poco, don Nicanor en la cama, las manos cruzadas sobre el pecho, apretando el rosario de Chuchita, la sobrina que se metió en las Salesas, habráse visto, con el porvenir que tenía de secretaria de don Cándido, el gerente de Molinos Reunidos, S. A.... Y doña Lola suspira, arrimada a la ventana, asustada de no oír crujir la cama donde Nicanor, algo más largo y flaco, llena la habitación, este Nicanor, quién lo hubiera dicho unos días antes, cuando sintió los primeros síntomas, broma va, broma viene, hasta que la angina lo dejó tieso que tieso, sin remedio posible, Nicanor muerto... Y llueve, llueve, la viuda no puede reconocer a muchos de los que, dejando abierta la portezuela del taxi, se atreven a cruzar la calle para dejar tarjeta en la mesita del portal, el cuello de la gabardina levantado, qué ridículos desde allí arriba, chapoteando en el arroyuelo... Si se habrán acordado de poner la escribanía de plata que Nicanor —el pobre Nicanor — tenía en la mesa de su despacho. . .
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— ¡Qué día, qué barbaridad! ¡Qué manera de caer agua! Lo que es como mañana en el entierro llueva así, no sé qué va a ser de nosotros! ¿Has visto, Josefina, qué día?
— No me hables, mujer. ¡ Un horror de día!.
Josefina y Carmen, primas de doña Lola, están sentadas en un ángulo de la habitación convertida en capilla ardiente. En el mirador de la salita se oye el golpeteo de la lluvia en los cristales y, periódicamente, el paso de los tranvías, que hacen retemblar la casa ya vieja. El ataúd está en el suelo y los hachones bailan ligeramente a cada vehículo que pasa de prisa. Los portazos en la escalera hacen vacilar las llamas. Uno de los hacheros se ha apagado. Don Nicanor presenta un perfil más acusado y huesoso a la única luz de la cabecera.
— ¡Jesús, Josefina! ¿No ves? ¡Cualquiera diría que está vivo!