Tales of Mystery and Imagination

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Juan Miguel Aguilera: El bosque de hielo




1
Abrí los ojos y vi a Manuel, flotando en mitad de la habitación. Una sonrisa triste llenaba su rostro.
—Hola Diana —me dijo—, sabes que nunca he creído en fantasmas.
Alargué la mano, y mis dedos tocaron su mejilla; resbalaron por su cara hasta llegar a los labios. Él los besó suavemente. Aparté la mano.
—Pareces muy sólido —musité.
Él avanzó hacia mí; con todas mis fuerzas deseé retroceder, apartarme de él, pero permanecí inmóvil.
Yo sólo llevaba encima una delgada camiseta de algodón. Él apretó mis pechos a través de la tela, se acercó aún más, y noté su cálida respiración en mi cuello. Mis manos se deslizaron hacia arriba por su espalda, hasta alcanzar su nuca, más arriha mis dedos se perdieron entre su pelo, y tiré hacia atrás hasta que su rostro quedó frente al mío. Nos miramos durante un minuto o dos, sin querer comprender lo que estaba pasando. Sus lahios se apretaron contra los míos y nos besamos lentamente, con una intensidad enloquecedora. Nuestros cuerpos se entrelazaron en medio de la oscuridad y giraron uno en tomo al otro, flotando en aquella gravedad casi inexistente. En un lugar así, incluso una locura como aquélla parecía poseer una oportunidad de convertirse en algo real.
El placer se abrió paso hacia mi interior, y estalló como una supemova ardiendo en algún punto de mi abdomen. Su intensidad fue casi dolorosa, durante un instante sentí cómo la respiración me faltaba y luces brillantes danzaban locamente ante mis ojos...
—Manuel...
No sé qué me despertó. Abrí los ojos en la oscuridad, y sentí el cuerpo de Pablo durmiendo a mi lado. Me incorporé con cuidado de no despertarlo; algo que hubiera resultado del todo imposible en una gravedad normal.
El apartamento estaba casi a oscuras; sólo la débil luz de la pantalla de la terminal creaba un halo de luminosidad que lo teñía todo de color índigo.
Me acerqué a la terminal y pulsé la opción que anulaba la comunicación verbal. Me volví brevemente hacia Pablo que seguía durmiendo en la hamaca.

Juan Miguel Aguilera: Todo lo que nadie pueda imaginar



De acuerdo con la hora fijada, me presenté en la residen­cia situada en el número uno de la Rué Charles Dubois. Era una casa grande, pero modesta, con pesadas ventanas de madera pintada de azul. Justo delante de la casa discurría un pedazo de la vía férrea que cruzaba Amiens. Los sones de la banda del regimiento local que tocaba en una plaza de la ciudad me llegaron confundidos con el pitido de un tren que anunciaba su salida. Pensé que esa combinación de sonidos, el estrépito de la máquina y el romance de la música, le iba muy bien al hombre que habitaba desde hacía muchos años la casa que ahora tenía enfrente: el escritor Julio Verne.
Le dije a la anciana empleada que abrió la puerta que había concertado una cita con el señor Verne. Ella asintió, dándome a entender que ya me estaban esperando, y me condujo a través de un patio pavimentado que atravesaba el jardín de la casa. Estábamos a finales del verano y las hayas cobijaban con su sombra grandes extensiones de un césped bien cuidado, donde no se veía ni una sola hoja caída.
Una escalera en forma de espiral, con los barrotes pintados de rojo, nos condujo a las habitaciones del piso superior. Comprendí que habíamos llegado a los dominios privados del autor, donde había permanecido encerrado una gran parte de su vida y donde escribió muchos de sus famosísimos libros. Cruzamos por un pasillo alfombrado, cuyas paredes estaban decoradas con mapas antiguos, y nos detuvimos frente a una sólida puerta de madera de roble situada al final de éste.
La criada llamó un par de veces con los nudillos y abrió sin esperar repuesta.
—El señor De Chardin —dijo.
Escuché la voz de Verne invitándome a pasar. Así lo hice, y la criada cerró la puerta detrás de mí.
¿Cómo describir el primer encuentro con una persona a la que has admirado desde hace tanto tiempo, cuyos libros has devorado desde que eras un niño, intentando imaginar cómo sería el gigante de la imaginación capaz de crear tales obras?

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