1
Abrí los ojos y vi a Manuel, flotando en mitad de la habitación. Una sonrisa triste llenaba su rostro.
—Hola Diana —me dijo—, sabes que nunca he creído en fantasmas.
Alargué la mano, y mis dedos tocaron su mejilla; resbalaron por su cara hasta llegar a los labios. Él los besó suavemente. Aparté la mano.
—Pareces muy sólido —musité.
Él avanzó hacia mí; con todas mis fuerzas deseé retroceder, apartarme de él, pero permanecí inmóvil.
Yo sólo llevaba encima una delgada camiseta de algodón. Él apretó mis pechos a través de la tela, se acercó aún más, y noté su cálida respiración en mi cuello. Mis manos se deslizaron hacia arriba por su espalda, hasta alcanzar su nuca, más arriha mis dedos se perdieron entre su pelo, y tiré hacia atrás hasta que su rostro quedó frente al mío. Nos miramos durante un minuto o dos, sin querer comprender lo que estaba pasando. Sus lahios se apretaron contra los míos y nos besamos lentamente, con una intensidad enloquecedora. Nuestros cuerpos se entrelazaron en medio de la oscuridad y giraron uno en tomo al otro, flotando en aquella gravedad casi inexistente. En un lugar así, incluso una locura como aquélla parecía poseer una oportunidad de convertirse en algo real.
El placer se abrió paso hacia mi interior, y estalló como una supemova ardiendo en algún punto de mi abdomen. Su intensidad fue casi dolorosa, durante un instante sentí cómo la respiración me faltaba y luces brillantes danzaban locamente ante mis ojos...
—Manuel...
No sé qué me despertó. Abrí los ojos en la oscuridad, y sentí el cuerpo de Pablo durmiendo a mi lado. Me incorporé con cuidado de no despertarlo; algo que hubiera resultado del todo imposible en una gravedad normal.
El apartamento estaba casi a oscuras; sólo la débil luz de la pantalla de la terminal creaba un halo de luminosidad que lo teñía todo de color índigo.
Me acerqué a la terminal y pulsé la opción que anulaba la comunicación verbal. Me volví brevemente hacia Pablo que seguía durmiendo en la hamaca.