Descubrí que algo iba mal un día en que, al levantarme por la mañana, me encontré con un hermoso cardenal en la espinilla derecha. Yo no recordaba en absoluto haberme dado ningún golpe ni en la pierna ni en ninguna otra parte del cuerpo, pero a juzgar por el tamaño y el color del moretón el golpe debería haber sido de consideración... Y me dolía el condenado, me dolía como si me lo hubiera dado.
Intrigado por el origen de la magulladura, pero apremiado por la hora de entrada al trabajo, me apliqué apresuradamente una crema analgésica y salí pitando de casa. Con el ajetreo, primero del tren y después de la oficina (para ser lunes la jornada había comenzado fuertecilla), me olvidé completamente del cardenal... Hasta que al volver a casa me di un fuerte golpe en la espinilla lastimada al tropezar con el estribo del tren.
Maldije la maldita casualidad que había hecho que me diera dos golpes justo en el mismo sitio, pero al fin y al cabo, peor hubiera sido, me dije, fastidiarme las dos piernas. Además el cardenal no me dolía más que antes, con lo cual casi me di por contento.
Pasaron varias semanas y tanto el dolor como el hematoma acabaron desapareciendo, mientras la feroz rutina devoraba mi vida. Yo ya había olvidado el peculiar incidente, cuando una tarde comenzó a dolerme la muñeca de un modo terrible. Era domingo y yo estaba viendo tranquilamente una película en la televisión, con lo cual ni siquiera me quedaba el recurso de pensar que se hubiera tratado de una mala postura en la cama.
Recurrí de nuevo a la pomada analgésica, pero esta vez el dolor era demasiado fuerte y ni siquiera las pastillas que tomé a continuación consiguieron aplacarlo. Varias horas más tarde, en vista de que la muñeca me dolía cada vez más, decidí acudir al médico de urgencias. El ambulatorio estaba cerca de casa, apenas a diez minutos andando, por lo que resolví ir a pie. Entonces empezaron los problemas. Había llovidotodo el día y el suelo se encontraba encharcado. No había previsto esta circunstancia, y llevaba un calzado de suela lisa bastante inadecuado, así que ocurrió lo que tenía que ocurrir. Al saltar para evitar un charco resbalé y me caí cuan largo era en mitad de la calle. Más corrido que una mona y con el orgullo doliéndome más que cualquier otra parte del cuerpo —por fortuna apenas hubo espectadores del humillante tropiezo— volví a mi casa para cambiarme de ropa, ya que la que llevaba puesta había quedado bastante malparada... Y de zapatos, por supuesto, ya que la muñeca me dolíacada vez más y no podía eludir una visita al médico.