1. El sol quemaba como metal fundido. La tierra humeaba ardiente. Quinientos hombres recorrían el desierto. Quinientos supervivientes al hambre que la falta de agua había repartido sobre los campos. Mil fueron al principio: los que salieron de la zona más castigada, ya muy lejos detrás de ellos. Andaban sin fuerzas, depauperados, agotados y hambrientos; casi perdida la esperanza de llegar vivos a un lugar donde el murmullo del agua y el paisaje de los prados devolviese la sonrisa a los ojos y la vida a la carne...
I. Klaunio miró a su compañero. Klasba tenía las facultades supranormales de levitación y de transporte en tensión, pero todo iba mal porque continuaban perdiendo dirección y altura a velocidad supersónica, la operación contacto parecía destinada al fracaso. gotas de rosado sudor empezaban a brotar sobre la piel de los astronautas. Klaunio se concentró más aun, intentando sostener la cohesión molecular de la burbuja psíquica de traslado... el miedo iba introduciéndose en sus espíritus... el esfuerzo fabuloso había tintado de violeta intenso el rostro de los dos mensajeros...
2. La pobre gente, embrutecida e ignorante, marchaba hacia utópicos campos de trigo que nadie sabía dónde estaban. Entre palabrotas algunas voces pedían comida. Y, en efecto, era lo que necesitaban. Pero, ¿quién tenía la posibilidad de dársela? ¿La arena? Todos sabían que la arena no podía producir alimentos.
II. Klaunio y Klasba no podían más, contemplaban asustados cómo el sol venía hacia ellos y cómo, por momentos, sus facultades mentales energéticas perdían eficacia, la causa del fracaso no podían figurársela, las moléculas de la burbuja estaban a punto de esparcirse en todas direcciones.
Los sudorosos y violetas navegantes iban adquiriendo la certidumbre de que la proyectada teletransportación discurría hacia el fracaso. Klasba, rígido y tembloroso, con un gemido que reflejaba angustia infinita, habló precipitadamente:
—Continúa, resiste, yo estoy acabado, no puedo más. —E inmediatamente desapareció, como si nunca hubiese existido.
3. Algunos pensaban que era mejor dejarse caer al suelo para, al menos, reposar hasta que la muerte fuera a buscarlos. Sólo un viejo profesor monologaba sin cesar, no por convencer, sino con el único propósito de darse valor a sí mismo. Los demás ya no se quejaban.