El Profesor N pasaba su consulta en el Hospital de la Beneficencia. Era aquélla la sala Psiquiátrica, y la mañana se presentaba cargada de trabajo. Pero todos los días ocurría lo mismo: docenas de enfermos mentales pasaban por aquel cuarto desnudo y aséptico en el que el Jefe de la Sala, rodeado de sus ayudantes, recibía a los pacientes.
El Profesor N había ya explorado a tres retrasados mentales, cinco alcohólicos y un psicópata. Parecía aburrido de la monotonía de los casos. Decididamente, la mayor parte de los enfermos psiquiátricos padecían, sobre todo, una vida harto vulgar, que se abría como un enorme bostezo cada vez que brotaban a la superficie sus antecedentes personales, sus problemas íntimos y hasta sus síntomas patológicos. ¿Dónde estaban aquellas historias clínicas que el Profesor N había leído y seguía leyendo en los Manuales de Psiquiatría o plastificadas por novelistas ingeniosos? Porque la imaginación de los escritores sobrepasaba la misma naturaleza: por cada caso verdaderamente interesante que entraba por aquella puerta de la consulta, noventa y nueve enfermos le repetían la misma cantilena.
Pero aquel individuo de facciones afiladas, que, conducido por la enfermera, ocupó la silla todavía caliente por el contacto glúteo de un rollizo alcohólico a punto de cirrosis hepática, seducía con su sola presencia.
—Dígame su nombre, por favor —preguntó rutinariamente el Profesor N.
—A-l.347.208 —contestó impasible el enfermo.
—No le he preguntado a usted el número del Documento Nacional de Identidad. Dígame su nombre.
—A-l. 347.208.
El Profesor N miró con aire de triunfo a sus ayudantes. Acababa de explicar aquel mismo día en la Facultad en qué consistía la desorientación autopsíquica. Pero el interrogatorio debía continuar.
—Natural de...