Surge a la superficie de los espejos, proveniente de las profundidades de la nada. Lo vio, con gran espanto, el hijo pequeño del marqués de la Mina cuando m peinaba para ir al colegio de nobles de Cordelles, recitando mentalmente la lección de matemáticas que el padre Tomás Cerda había dictado el día anterior. En llegando a la afirmación de que «Multiplicar una quantitat per una altra no es sino prendre aquesta quantitat tantes vegades com unitats hi ha en l'altra»1, vio al monstruo, que tenía un perfil inconcreto, flotando con campechanía en los espacios bruñidos e irreales del espejo. El niño se espantó, lloró desconsola damente, huyó de la habitación y se escondió debajo de la mesa del comedor. Tuvo que pasar mucho rato para apaciguarlo y, por fin, tranquilizarlo.
Por la tarde, el marqués convocó una junta científica para esclarecer el fenómeno. Asistieron Pedro Virgili, del Real Colegio de Cirugía y Antonio Palau Verdera, Martín d'Ardenya, Agustín Caselles y Francisco Salva Campillo, por la Academia de Ciencias Naturales, ahora elevada a «real» bajo la providencia del mismo marqués. Por último, y en representación de la de Buenas Letras, decana de las Academias barcelonesas, acudió el padre Mateo Aymerich, en virtud de su nueva vocación naturalista y no por su carácter de historiador, acreditado por su reciente episcopologio. Como invitado de honor, el famoso «abbé Desfontaines», colaborador de las Mémoires de Trévoux, que estaba en Barcelona de paso hacia Madrid, donde iba a ser huésped del padre Feijóo.
La junta científica observó al monstruo con meticulosidad y, sentados los académicos alrededor del espejo, después de prolijas deliberaciones respecto a la naturaleza, cualidad, posible especie del fenómeno, determinaron: 1) Que «aquello» no tenía consistencia física, y mal se podía hablar de una entidad real, sin límites tangibles y corpóreos; 2) que, siendo así, tampoco se podía afirmar la existencia en «aquello» de fluido vital, aunque se moviera y se desplazara ilusoriamente, yendo y viniendo de las entrañas del espejo; 3) que, en consecuencia, era unánime y vehemente la opinión de que se trataba de un espectro 0 de una imagen óptica, ajena al mundo físico, y 4) que, provisionalmente, aquel fenómeno de la naturaleza tenía un cierto parecido con los seres acuáticos, y que esta apariencia era reforzada por el hecho de que la ambulación fuese lenta y flotante, sin alas ni piernas y, por tanto, natatoria.
Se levantó acta de la reunión de la Junta con las conclusiones acordadas y se hizo constar que la conclusión cuarta había sido aprobada a propuesta del padre Aymerich, quien dejó deslumhrados a sus ilustres colegas por el conocimiento que poseía de las condiciones morales de los peces, fueran grandes o pequeños, sobre todo cuando, aprovechando la circunstancia de la conclusión cuarta, les leyó el siguiente fragmento, que casualmente llevaba en el bolsillo, de la Historia natural y geográfica del principado de Cataluña, que era la obra que actualmente escribía referente a los animales acuáticos y que acababa expresivamente de la siguiente forma: «Sin embargo del elogio muy cumplido de los pezes en lo moral y en lo physico, no les disimula una propiedad muy vergonzosa y reprehensible que es comerse unos a otros, y lo peor es que los grandes se comen a los pequeños. Si los pequeños se comiesen a los grandes, un solo Pez grande bastaría para muchos millares de los pequeños; pero, comiéndose los grandes a los pequeños, muchos millares de estos no bastan para saciar el hambre y llenar el buche de aquellos, y eso en lo moral y en lo physico tiene malísimas consequencias.»