I.
Puedo saltar hacia el socavón de mi izquierda justo a tiempo. Evito la explosión, evito la mortífera metralla, pero no logro burlar a la muerte. Cuando vuelvo a mi posición, Toni no existe, y a Joseph le falta la mitad inferior de su cuerpo.
―¿Qué ha pasado? ―grita entre sollozos―. ¿Qué ha sido eso?
Pobre diablo. ¿Qué más te da? Estás muriéndote, Joseph. ¿Eres consciente de que te acaban de matar? Te quedan unos interminables minutos de vida, aunque eso puedo evitarlo también. Mi teniente se asoma por la galería, echa un vistazo, asiente y vuelve por donde ha venido; yo cojo mi pistola, remato a mi amigo muerto y sigo a mi oficial.
Las cosas no están demasiado bien tampoco en esta trinchera. Hay heridos apoyados en el parapeto, y el capellán castrense no sabe donde acudir primero. Un chaval de unos dieciséis llora junto a un cabo con barba al que le falta un ojo y parte de la cabeza. Franqueo el paso a un zapador cubierto de barro y desciendo a la sala (caverna) de oficiales. Mi teniente me ofrece una taza de café. Me siento en un banco de madera adosado a la pared.
―Bruselas ha caído ―dice el coronel Gianella, y a mí se me cae el mundo encima, por enésima vez en lo que va de semana. Caer significa dejar de existir, evaporarse: ellos no conquistan, sólo destruyen.
Mi teniente abofetea al teniente Gómez, que se ha puesto a llorar y a pedir clemencia a un enemigo imaginario que, en su cabeza, debe estar justo junto a Gianella. Le doy un sorbo a mi café.
―Bruselas ha caído ―repite el oficial al mando como un autómata. Noto un deje de melancolía en él. Ya está echando de menos la sede del gobierno, la academia de cadetes, el Hospital Militar Central, la cerveza de Deux Moulins y las fiestas de la primavera. Y los tulipanes de importación. Y los turistas franceses en pantalón corto.
―Qué haremos. ―No es una pregunta. El sargento Wilcox, mi camarada, el que desvirgó mi cerebro con sus drogas, nunca hace preguntas, se limita a obedecer. Sopesa un último momento su pitillera y la deja caer en su regazo. Yo vuelvo a concentrar mi atención aparente en el café, mientras pienso en el pobre Wilcox. Nadie puede ordenarle nada ahora. Nos han descabezado, y ninguno de los oficiales puede mandarle al frente, o a la retaguardia, o a cualquier otro sitio, con la conciencia tranquila ahora que no hay nadie arriba a quien obedecer, ahora que la guerra parece definitivamente perdida.
Ojalá nos obligaran a echarnos en el suelo y dejarnos morir. Wilcox lo haría con gusto, y yo también.
Mi café se ha acabado.
―La tropa aún sigue luchando ―comento, y mis palabras vienen de muy lejos. Es como si mi padre, allá en Granada, las hubiera dicho desde su sillón de orejas.
―La tropa seguirá luchando hasta que Mando Táctico diga lo contrario ―afirma el coronel―. Se ha trasladado a Le Havre. Esperaremos órdenes.