Vivo en un pueblo adosado al casco urbano de Valencia cuyo nombre, por seguridad, prefiero mantener en el anonimato. A poco de mudarme comencé a observar a dos mujeres que vivían frente a mi casa y que se comportaban de forma un tanto extravagante. En aquel momento no les di demasiada importancia, pero más tarde comencé a recelar de su comportamiento y acabé convencido de que escondían algo oscuro. Desgraciadamente estaba muy lejos de sospechar la auténtica verdad. Si entonces hubiese sabido la gravedad de lo que se desarrollaba tan cerca de mí, tal vez habría actuado de otra forma. Pero de haber contado a alguien mis sospechas, nadie me hubiese creído y habría hecho el ridículo más espantoso. Pero mejor empezaré por el principio.
Por la edad que representaban parecían ser madre e hija y el parecido entre ellas no dejaba ninguna duda al respecto. Las dos eran muy delgadas, tenían la nariz prominente, los ojos azules y medían un metro cuarenta aproximadamente. Llevaban siempre el pelo muy corto. Vestían ropas disparejas de colores muy chillones y se adornaban con sombreros, bolsos o pañuelos estrafalarios. Para cualquier observador habrían pasado por un par de chifladas con síndrome de Diógenes. Como ya he dicho, al verlas la primera vez no les di importancia, pero tuve un presentimiento extraño que me hizo observarlas cuando me cruzaba con ellas, o al verlas pasar bajo mi balcón. Mis recelos aumentaron cuando comencé a coincidir con ellas en la calle al salir a trabajar muy temprano o cuando volvía a casa de madrugada. Observé que dibujaban un itinerario extraño, como si realizasen un ritual arcano. Cada noche salían y recorrían las calles parloteando en una jerga extraña, sin ropas de abrigo, a pesar de las inclemencias del húmedo invierno valenciano. A veces una de ellas se quedaba parada en una esquina mirando al infinito, mientras tanto la otra se iba hacia la siguiente y hacía lo mismo; después se hablaban a gritos de esquina a esquina. Las conversaciones parecían ser en castellano, pero nunca fui capaz de comprender lo que decían. Daba la impresión de que esperaban la llegada de alguien que, noche tras noche, no llegaba.
Durante el día también salían, paseaban por el barrio mirando escaparates, charlando o discutiendo entre ellas, como si fuesen dos vecinas más. La gente comentaba que eran dos locas y que su casa olía muy mal porque la tenían llena de trastos y basura.
Al verlas tan a menudo el presentimiento de que algo ominoso se cernía sobre nosotros se fue fortaleciendo. Poco a poco mis sospechas aumentaron y comencé a vigilarlas en secreto. Cuando me iba a trabajar salía un rato antes y me quedaba escondido escuchándolas, intentando comprender sus chácharas y anotando sus movimientos, a fin de encontrarle sentido a sus idas y venidas por las calles. Al poco tiempo creí descubrir su estrategia, un plan sutil y probablemente despiadado. Fui madurando la teoría de que eran dos brujas y que realizaban encantamientos malignos. Me las imaginaba añadiendo exóticos ingredientes a una gran olla hirviente, tal vez preparando una poción maligna para hechizar niños incautos y atraerlos a su guarida para devorarlos vivos. Según leí una vez, se puede distinguir a una bruja por una marca que llevan en un ojo, pero no me atreví a acercarme tanto como para comprobarlo. Todo eso me preocupaba tanto que comencé a padecer insomnio.