Tales of Mystery and Imagination

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Manuel Rivas: Un saxo en la niebla

Manuel Rivas


Uno
Un hombre necesitaba dinero con ur­gencia para pagarse un pasaje a América. Este hombre era amigo de mi padre y tenía un saxo­fón. Mi padre era carpintero y hacía carros del país con ruedas de roble y eje de aliso. Cuando los hacía, silbaba. Inflaba las mejillas como pe­chos de petirrojo y sonaba muy bien, a flauta y violín, acompañado por la percusión noble de las herramientas en la madera. Mi padre le hizo un carro a un labrador rico, sobrino de cura, y luego le prestó el dinero al amigo que quería ir a América. Este amigo había tocado tiempo atrás, cuando había un sindicato obrero y este sindica­to tenía una banda de música. Y se lo regaló a mi padre el día en que se embarcó para América. Y mi padre lo depositó en mis manos con mucho cuidado, como si fuera de cristal.
—A ver si algún día llegas a tocar el Fran­cisco alegre, corazón mío.
Le gustaba mucho aquel pasodoble.
Yo tenía quince años y trabajaba de peón de albañil en la obra de Aduanas, en el puerto de Coruña. Mi herramienta era un botijo. El agua de la fuente de Santa Margarida era la más apre­ciada por los hombres. Iba por ella muy despa­cio, mirando los escaparates de los comercios y de la fábrica de Chocolate Exprés en la Plaza de Lugo. Había también una galería con tres jaulas de pájaros de colores y un ciego que vendía el cupón y le decía piropos a las lecheras. A veces, tenía que hacer cola en la fuente porque había otros chicos con otros botijos y que venían de otras obras. Nunca hablábamos entre nosotros. De regreso a la obra, caminaba deprisa. Los obreros bebían el agua y yo volvía a caminar ha­cia la fuente, y miraba el escaparate de la fabrica de Chocolate Exprés, y la galería con las tres jaulas de pájaros, y paraba delante del ciego que ahora le decía piropos a las pescaderas.
Cuando hacía el último viaje del día y de­jaba el botijo, cogía el maletín del saxo.
Durante dos horas, al anochecer, iba a cla­ses de música con don Luis Braxe, en la calle de Santo Andrés. El maestro era pianista, tocaba en un local nocturno de varietés y se ganaba la vida también así, con aprendices. Dábamos una ho­ra de solfeo y otra con el instrumento. La primera vez me dijo: "Cógelo así, firme y con cariño, como si fuera una chica". No sé si lo hizo adrede, pero aquélla fue la lección más importante de mi vida. La música tenía que tener el rostro de una mujer a la que enamorar. Cerraba los ojos para imaginarla, para ponerle color a su pelo y a sus ojos, pero supe que mientras sólo saliesen de mi saxo rebuznos de asno, jamás existiría esa chica. Durante el día, en el ir y venir a la fuente de San­ta Margarida, caminaba embrujado con mi bo­tijo, solfeando por lo bajo, atento sólo a las muje­res que pasaban. Como el ciego del cupón.

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