Tales of Mystery and Imagination

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Manuel Rivas: Un saxo en la niebla

Manuel Rivas


Uno
Un hombre necesitaba dinero con ur­gencia para pagarse un pasaje a América. Este hombre era amigo de mi padre y tenía un saxo­fón. Mi padre era carpintero y hacía carros del país con ruedas de roble y eje de aliso. Cuando los hacía, silbaba. Inflaba las mejillas como pe­chos de petirrojo y sonaba muy bien, a flauta y violín, acompañado por la percusión noble de las herramientas en la madera. Mi padre le hizo un carro a un labrador rico, sobrino de cura, y luego le prestó el dinero al amigo que quería ir a América. Este amigo había tocado tiempo atrás, cuando había un sindicato obrero y este sindica­to tenía una banda de música. Y se lo regaló a mi padre el día en que se embarcó para América. Y mi padre lo depositó en mis manos con mucho cuidado, como si fuera de cristal.
—A ver si algún día llegas a tocar el Fran­cisco alegre, corazón mío.
Le gustaba mucho aquel pasodoble.
Yo tenía quince años y trabajaba de peón de albañil en la obra de Aduanas, en el puerto de Coruña. Mi herramienta era un botijo. El agua de la fuente de Santa Margarida era la más apre­ciada por los hombres. Iba por ella muy despa­cio, mirando los escaparates de los comercios y de la fábrica de Chocolate Exprés en la Plaza de Lugo. Había también una galería con tres jaulas de pájaros de colores y un ciego que vendía el cupón y le decía piropos a las lecheras. A veces, tenía que hacer cola en la fuente porque había otros chicos con otros botijos y que venían de otras obras. Nunca hablábamos entre nosotros. De regreso a la obra, caminaba deprisa. Los obreros bebían el agua y yo volvía a caminar ha­cia la fuente, y miraba el escaparate de la fabrica de Chocolate Exprés, y la galería con las tres jaulas de pájaros, y paraba delante del ciego que ahora le decía piropos a las pescaderas.
Cuando hacía el último viaje del día y de­jaba el botijo, cogía el maletín del saxo.
Durante dos horas, al anochecer, iba a cla­ses de música con don Luis Braxe, en la calle de Santo Andrés. El maestro era pianista, tocaba en un local nocturno de varietés y se ganaba la vida también así, con aprendices. Dábamos una ho­ra de solfeo y otra con el instrumento. La primera vez me dijo: "Cógelo así, firme y con cariño, como si fuera una chica". No sé si lo hizo adrede, pero aquélla fue la lección más importante de mi vida. La música tenía que tener el rostro de una mujer a la que enamorar. Cerraba los ojos para imaginarla, para ponerle color a su pelo y a sus ojos, pero supe que mientras sólo saliesen de mi saxo rebuznos de asno, jamás existiría esa chica. Durante el día, en el ir y venir a la fuente de San­ta Margarida, caminaba embrujado con mi bo­tijo, solfeando por lo bajo, atento sólo a las muje­res que pasaban. Como el ciego del cupón.


Llevaba poco más de un año de música con don Luis cuando me pasó una cosa extraordi­naria. Después de salir de clase, me paré ante el escaparate de Calzados Faustino, en el Cantón. Estaba allí, con mi maletín, mirando aquellos za­patos como quien mira una película de Fred As-taire, y se acercó un hombre muy grandote, calvo, la frente enorme como el dintel de una puerta.
—¿Qué llevas ahí, chaval? —me preguntó sin más.
—¿Quién, yo?
—Si, tú. ¿Es un instrumento, no?
Tan ancho y alto, embestía con la cabeza y llevaba los largos brazos caídos, como si estuvie­ra cansado de tirar de la bola del mundo.
—Es un saxo.
—¿Un saxo? Ya decía yo que tenía que ser un saxo. ¿Sabes tocarlo?
Recordé la mirada paciente del maestro. Vas bien, vas bien. Pero había momentos en que don Luis no podía disimular y la desazón asoma­ba en sus ojos como si, en efecto, yo hubiese de­jado caer al suelo una valiosa pieza de vidrio.
—Sí, claro que sabes —decía ahora aquel extraño que nunca me había escuchado tocar—. Seguro que sabes.
Así entré en la Orquesta Azul. Aquel hom­bre se llamaba Matías, era el batería y un poco el jefe. Necesitaba un saxo para el fin de semana y allí lo tenía. Para mis padres no había duda. Hay que subirse al caballo cuando pasa ante uno.
—¿Sabes tocar el Francisco alegre? ¿Sabes, verdad? Pues ya está.
Me había dado una dirección para acudir al ensayo. Cuando llegué allí, supe que ya no había marcha atrás. El lugar era el primer piso de la fa­brica de Chocolate Exprés. De hecho, la Orquesta Azul tenía un suculento contrato publicitario.
Chocolate Exprés ¡Ay qué rico es!
Había que corear esa frase tres o cuatro veces en cada actuación. A cambio, la fábrica nos daba una tableta de chocolate a cada uno. Hablo del año 49, para que se me entienda. Había tem­poradas de insípidos olores, de caldo, de mugre, de pan negro. Cuando llegabas a casa con cho­colate, los ojos de los hermanos pequeños se en­cendían como candelas ante un santo. Sí, qué rico era el Chocolate Exprés.
Desde allende los mares, el crepúsculo en popa, la Orquesta Azul. ¡La Orquesta Azul!

En realidad, la Orquesta Azul no había pa­sado la Marola. Había actuado una vez en Pon-ferrada, eso sí. Pero era la forma garbosa de pre­sentarse por aquel entonces. América era un sueño, también para las orquestas gallegas. Co­rría la leyenda de que si conseguías un contrato para ir a tocar a Montevideo y Buenos Aires, po­días volver con sombrero y con ese brillo sano que se le pone a la cara cuando llevas la cartera llena. Si yo fuera con el botijo, tardaría día y no­che en recorrer una avenida de Buenos Aires y el agua criaría ranas. Eso me lo dijo uno de la obra. Muchas orquestas llevaban nombre americano. Había la orquesta Acapulco, que era de la parte de la montaña, y se presentaba así:
Tintintín, tírititín...
Nos dirigimos a nuestro distinguido público en castellano ya que el gallego lo hemos olvidado después de nuestra última gira por Hispanoamérica.
¡Manííiiii!
Si te quieres un momento divertir,
cómprate un cucuruchito de maní...

También había orquestas que llevaban el traje de mariachi. La cosa mejicana siempre gustó mucho en Galicia. En todas las canciones había un caballo, un revólver y una mujer con nombre de flor. ¿Qué más necesita un hombre para ser el rey?
La Orquesta Azul también le daba a los co­rridos. Pero el repertorio era muy variado: bole­ros, cumbias, pasodobles, cuplés, poleas, valses, jotas gallegas, de todo. Una cosa seria. Ocho hombres en el palco, con pantalón negro y cami­sas de color azul con chorreras de encaje blanco y vuelos en las mangas.
Macías trabajaba durante la semana en Correos. Lo imaginaba poniendo sellos y tam-pones como quien bate en platos y bombos. El vocalista se llamaba Juan María. Era barbero. Un hombre con mucha percha. Muchas chicas se consumían por él.
—¿Bailas conmigo, Juan María?
—¡Vete a paseo, perica!
Y también estaba Couto, que era contra­bajo y durante la semana trabajaba en una fun­dición. A este Couto, que padecía algo del vien­tre, el médico le había mandado comer sólo papillas. Pasó siete años seguidos a harina de maíz y leche. Un día, en carnaval, llegó a casa y le dijo a su mujer: "Hazme un cocido, con lacón, chorizo y todo. Si no me muero así, me muero de hambre." Y le fue de maravilla.
El acordeonista, Ramiro, era reparador de radios. Un hombre de oído finísimo. Llegaba al
ensayo, presentaba una pieza nueva y luego decía: "Ésta la cogí por el aire". Siempre decía eso, la cogí por el aire, acompañándose de un gesto con la mano, como si atrapara un puñado de mariposas. Aparte de su instrumento, tocaba la flauta de caña con la nariz. Un vals nasal. Era un número extra que impresionaba al público, tanto como el burro sabio de los titiriteros. Pero a mí lo que me gustaba era una de sus canciones misteriosas cogidas por el aire y de la que recuerdo muy bien el comienzo.
Aurora de rosa en amanecer nota melosa que gimió el violín novelesco insomnio do vivió el amor.
Y estaba también el trompeta Comesaña, el trombón Paco y mi compañero, el saxo tenor, don Juán. Un hombre mayor, muy elegante, que cuando me lo presentaron me pasó la mano por la cabeza como si me diese la bendición.
Se lo agradecí. Dentro de nada, iba a ser mi debut. En Santa Marta de Lombas, según in­formó Matías.
—Sí, chaval—asintió Juan María—. ¡San­ta Marta de Lombas, irás y no volverás!
Dos
El domingo, muy temprano, cogimos el tren de Lugo. Yo iba, más que nervioso, en las nubes, como si todavía no hubiese despertado y el tren fuese una cama voladora. Todos me trata­ban como un hombre, como un colega, pero te­nía la sensación de que por la noche había enco­gido, de que había encogido de la cabeza a los pies, y que todo en mí disminuía, incluso el hilo de voz, al tiempo que se agrandaba lo de fuera. Por ejemplo, las manos de Macías, enormes y pesadas como azadas. Miraba las mías y lo que veía eran las de mi hermana pequeña envolvien­do una espiga de maíz como un bebé. ¡Dios! ¿Quién iba a poder con el saxo? Quizás la culpa de todo la tenía aquel traje prestado que me que­daba largo. Me escurría en él como un caracol.
Nos bajamos en la estación de Aranga. Era un día de verano, muy soleado. El delegado de la comisión de fiestas de Santa Marta de Lombas ya nos estaba esperando. Se presentó como Boal. Era un hombre recio, de mirada oscura y mosta­cho grande. Sujetaba dos muías en las que cargó los instrumentos y el baúl en el que iban los trajes de verbena. Uno de los animales se revolvió, asus­tado por el estruendo de la batería. Boal, amenaza­dor, se le encaró con el puño a la altura de los ojos.
—¡Te abro la crisma, Carolina! ¡Sabes que lo hago!
Todos miramos el puño de Boal. Una enorme maza peluda que se blandía en el aire. Por fin, el animal agachó manso la cabeza.
Nos pusimos en marcha por un camino fresco que olía a cerezas y con mucha fiesta de pájaros, Pero luego nos metimos por una pista pol­vorienta, abierta en un monte de brezos y tojos. Ya no había nada entre nuestras cabezas y el fo­gón del sol. Nada, excepto las aves de rapiña. El palique animado de mis compañeros fue transfor­mándose en un rosario de bufidos y éstos fueron seguidos de blasfemias sordas, sobre todo cuando los zapatos acharolados, enharinados de polvo, tropezaban en los pedruscos. En cabeza, recio y con sombrero, Boal parecía tirar a un tiempo de hombres y muías.
El primero en lanzar una piedra fue Juan María.
—¿Visteis? ¡Era un lagarto, un lagarto gi­gante!
Al poco rato, todos arrojaban piedras a los vallados, rocas o postes de la luz, como si nos ro­deasen cientos de lagartos. Delante, Boal man­tenía implacable el paso. De vez en cuando se volvía a los rostros sudorosos y decía con una sonrisa irónica:" ¡Ya falta poco!".
—¡La puta que los parió!
Cuando aparecieron las picaduras de los tá­banos, las blasfemias se hicieron oír como estalli­dos de petardos. La Orquesta Azul, asada por las llamaradas del sol, llevaba las corbatas en la mano y las abanicaba como las bestias el rabo para es­pantar los bichos. Para entonces, el baúl que car­gaba una de las muías parecía el féretro de un di­funto. En el cielo ardiente planeaba un milano.
¡Santa Marta de Lombas, irás y no volverás! Nada más verse el campanario de la parro­quia, la Orquesta Azul recompuso enseguida su aspecto. Los hombres se anudaron las corbatas, se alisaron los trajes, se peinaron, y limpiaron y abrillantaron los zapatos con un roce magistral en la barriga de la pierna. Los imité en todo.
Sonaron para nosotros las bombas de pa­lenque.
¡Han llegado los de la orquesta!
Si hay algo que uno disfruta la primera vez es la vanidad de la fama, por pequeña e infunda­da que sea. Los niños, revoloteando como mari­posas a nuestro alrededor. Las mujeres, con una sonrisa de geranios en la ventana. Los viejos asomando a la puerta como cucos de un reloj.
¡La orquesta! ¡Han llegado los de la or­questa!
Saludamos como héroes que resucitan a los muertos. Me crecía. El pecho se me llenaba de aire. Pero, de repente, comprendí. Nosotros éramos algo realmente importante, el centro del mundo. Y volví a encogerme como un caracol. Me temblaban las piernas. El maletín del saxo me pesaba como robado a un mendigo. Me sen­tía un farsante.
Hicimos un alto en el crucero y Macías posó su brazo de hierro en mi hombro.
—Ahora, chaval, nos van a llevar a las ca­sas en las que nos alojan. Tú no tengas reparo. Si tienes hambre, pides de comer. Y que la cama sea buena. Ése es el trato. Y luego se dirigió sentencioso a Boal: "El chaval que esté bien atendido".
—Eso está hecho —respondió el hombre, sonriendo por primera vez—. Va a dormir en casa de Boal. En mi casa.
En la planta baja estaban también los esta­blos, separados de la cocina por pesebres de pie­dra, así que lo primero que vi fueron las cabezas de las vacas. Engullían la hierba lamiéndola como si fuera una nube de azúcar. Por el suelo de la cocina habían extendido broza. Había un humo de hogar que picaba un poco en los ojos y envolvía todo en una hora incierta. En el extre­mo de la larguísima mesa cosía una muchacha que no dejó su trabajo ni siquiera cuando el hombre puso cerca de ella la caja del saxo.
—¡Café, nena!
Se levantó sin mirarnos y fue a coger un cazo del fregadero. Luego lo colocó en la trébede e, inclinándose y soplando lentamente, con la sa­biduría de una vieja, avivó el fuego. Fue entonces cuando noté con asombro rebullir el suelo, cerca de mis pies. Había conejos royendo la broza, con las orejas tiesas como hojas de eucalipto. El hom­bre se debió de dar cuenta de mi trastorno.
—Hacen muy buen estiércol. Y buenos asados.
Boal me enseñó, con orgullo, el ganado de casa. Había seis vacas, una pareja de bueyes, un caballo, las dos muías que habían traído nuestro equipaje, cerdos y equis gallinas. Así lo dijo: equis gallinas. El caballo, me explicó, sabía sumar y restar. Le preguntó cuánto eran dos y dos y él golpeó cuatro veces en el suelo con el casco.
—Aquí no vas a pasar hambre, chaval. A ver, nena, trae el bizcocho. Y el queso. Mmm. No me digas que no quieres. Nadie dice que no en casa de Boal.
Fue entonces, con la fuente de comida en la mano, cuando pude verla bien por vez primera. Miraba hacia abajo, como si tuviese miedo de la gente. Era menuda pero con un cuerpo de mujer. Los brazos remangados y fuertes, de lavandera. El pelo recogido en una trenza. Ojos rasgados. Alar­gué la mano para coger algo. ¿Qué me pasaba? ¡Cielo santo! ¿Qué haces tú aquí, chinita? Era como si siempre hubiese estado en mi cabeza. Aquella niña china de la Enciclopedia escolar. La miraba, hechizado, mientras el maestro hablaba de los ríos que tenían nombres de colores. El Azul, el Amarillo, el Rojo. Quizá China estaba allí, poco después de Santa Marta de Lombas.
—No habla —dijo en voz alta Boal—. Pero oye. Oír sí que oye. A ver, nena, muéstrale al músico la habitación de dormir.
La seguí por las escaleras que llevaban al piso alto. Ella mantenía la cabeza gacha, incluso cuando abrió la puerta de la habitación. La ver­dad es que no había mucho que ver. Una silla, una mesilla con crucifijo y una cama con una col­cha amarilla. También un calendario de una fe­rretería con una imagen del Sagrado Corazón. —Bien, está muy bien —dije. Y palpé la cama por mostrar un poco de interés. El col­chón era duro, de hojas de mazorca.
Me volví. Ella estaba a contraluz y parpa­deé. Creo que sonreía. Bien, muy bien, repetí, buscando su mirada. Pero ahora ella volvía a tener los ojos clavados en alguna parte de ningún lugar.
Con el traje de corbata, la Orquesta Azul se reunió en el atrio. Teníamos que tocar el him­no español en la misa mayor, en el momento en que el párroco alzaba el Altísimo. Con los ner­vios, yo cambiaba a cada momento de tamaño. Ya en el coro, sudoroso con el apretón, me sentí como un gorrión desfallecido e inseguro en una rama. El saxo era enorme. No, no iba a poder con él. Y ya me caía, cuando noté en la oreja un aliento salvador. Era Macías, hablando bajito.
—Tú no soples, chaval. Haz que tocas y ya está.
Y eso mismo fue lo que hice en la sesión vermú, ya en el palco de la feria. Era un pequeño baile de presentación, antes de que la gente fue­se a comer. Cuando perdía la nota, dejaba de so­plar. Mantenía, eso sí, el vaivén, de lado a lado, ese toque de onda al que Macías daba tanta im­portancia.
—Hay que hacerlo bonito —decía.
¡Qué tipos los de la Orquesta Azul! Tenía la íntima sospecha de que nos lloverían piedras en el primer palco al que había subido con ellos. ¡Eran tan generosos en sus defectos! Pero pronto me llevé una sorpresa con aquellos hombres que cobraban catorce duros por ir a tocar al fin del mundo. "¡Arriba, arriba!", animaba Matías. Y el vaivén revivía, y se enredaban todos en un ritmo que no parecía surgir de los instrumentos sino de la fuerza animosa de unos braceros.
Yo te he de ver y te he de ver y te he de ver aunque te escondas y te apartes de mi vista,
Intentaba ir al mismo ritmo que ellos, por lo menos en el vaivén. Por momentos, parecía que un alma aleteaba virtuosa sobre mí, y me sor­prendía a mí mismo con un buen sonido, pero enseguida el alma de la orquesta huía como un petirrojo asustado por un rebuzno.
Fui a comer a casa de Boal y de la mu­chacha menuda con ojos de china.
Desde luego, no iba a pasar hambre.
Boal afiló el cuchillo en la manga de su brazo, como hacen los barberos con la navaja en el cuero y luego, de una tajada, cortó en dos el lechón de la fuente. Me estremeció aquella bru­tal simetría, sobre todo cuando descubrí que una de las mitades, con su oreja y su ojo, era para mí.
—Gracias, pero es mucho.
—Un hombre es un hombre y no una ga­llina —sentenció Boal sin dejar salida, como si resumiese la historia de la Humanidad.
—¿Y ella? —pregunté buscando alguna complicidad.
-¿Quién? —dijo él con verdadera sorpre­sa y mirando alrededor con el rabo del lechón en la mano. Hasta que se fijó en la muchacha, senta­da a la luz de la ventana del fregadero—. ¡Bah! Ella ya comió. Es como un pajarito.
Durante unos minutos masticó de forma voraz, por si en el aire hubiese quedado alguna duda de lo que había que hacer con aquel cerdo.
—Vas a ver algo curioso —dijo de repente, después de limpiar la boca con aquella manga tan útil—. ¡Ven aquí, nena!
La chiquita vino dócil a su lado. Él la co­gió por el antebrazo con el cepo de su mano. Temí que se quebrase como un ala de ave en las manos de un carnicero.
—¡Date la vuelta! —dijo al tiempo que la hacía girar y la ponía de espaldas hacia mí.
Ella llevaba una blusa blanca y una falda es­tampada de dalias rojas. La larga trenza le caía has­ta las nalgas, rematada por un lazo de mariposa. Boal empezó a desabotonar la blusa. Asistí atónito a la escena, sin entender nada, mientras el hombre forcejeaba torpemente con los botones, que se le es­currían entre las manos rugosas como bolitas de mercurio en el corcho de un alcornoque.
Por fin, abrió la blusa a lo largo de la es­palda.
—¡Mira, chico! —exclamó con intriga Boal.
Yo estaba hechizado por aquel lazo de ma­riposa y el péndulo de la trenza. —¡Mira aquí! —repitió él, señalando con el índice una flor rosa en la piel.
Cicatrices. Había por lo menos seis man­chas de ésas.
—¿Sabes lo que es esto? —preguntó Boal.
Yo sentía pudor por ella y una cobardía que me atenazaba la garganta. Me gustaría ser uno de aquellos conejos con orejas puntiagudas como hojas de eucalipto.
Negué con la cabeza.
—¡El lobo! —exclamó Boal—. ¿Nunca habías oído hablar de la niña del lobo? ¿No? Pues aquí la tienes. ¡La niña del lobo!
Aquella situación extraña y desagradable entró repentinamente en el orden natural de los cuentos. Me levanté y me acerqué sin pudor para mirar bien las cicatrices en la espalda des­nuda.
—Aún se ven las marcas de los dientes —di­jo Boal, como si recordase por ella.
—¿Cómo rae? —pregunté por fin.
—¡Anda, vístete! —le dijo a la muchacha. Y con un gesto me invitó a volver a mi asiento—. Ella tenía cuatro años. Fui a cuidar el ganado y la llevé conmigo. Había sido un invierno rabio­so. ¡Sí, señor! ¡Un invierno realmente duro! Y los lobos, hambrientos, me la jugaron. ¡Carajo si me la jugaron!
Aparte de lo que había pasado con la niña, Boal, por lo visto, estaba personalmente muy dolido con los lobos.
—Fue una conjura. Estábamos en un prado que lindaba con el bosque. Uno de los cabrones se dejó ver en el claro y huyó hacia el monte bajo. Los perros corrieron rabiosos detrás de él. Y yo fui de­trás de los perros. La dejé allí, sentadita encima de un saco. Fue cosa de minutos. Cuando volví, ya no estaba. ¡Cómo me la jugaron los cabrones!
Aquel hombre era dueño de una historia. Lo único que yo podía hacer era esperar a que la desembuchara cuanto antes.
—Nadie entiende lo que pasó... Se salvó porque no la quiso matar. Esa es la única ex­plicación. El que la atrapó no la quiso matar. Sólo la mordió en la espalda. Podía hacerlo en el cue­llo y adiós, pero no. Los viejos decían que ésas eran mordeduras para que no llorara, para que no avisara a la gente. Y vaya si le hizo caso. Quedó muda. Nunca más volvió a hablar. La encontra­mos en una madriguera. Fue un milagro.
—¿Y cómo se llama?
—¿Quién?
—Ella, su hija.
—No es mi hija —dijo Boal, muy serio—. Es mi mujer.
Tres
—Se engancha de las cosas. Queda em­bobada. Como algo le llame la atención, ya no lo suelta. Noté el calor en mis mejillas. Me sentía rojo como el fuego. Ella, mi esquiva chinita, no dejaba de mirarme. Había bajado de la habita­ción preparado para la verbena, con la camisa de chorreras.
—Es por el traje —dijo algo despectivo Boal. Y después se dirigió a ella para gritar—: ¡Qué bobita eres!
Aquellos ojos de luz verdosa me iban a seguir toda la noche, para mi suerte, como dos luciérna­gas. Porque yo también me enganché de ellos.
La verbena era en el campo de la feria, adornada de rama en rama, entre los robles, con algunas guirnaldas de papel y nada más. Cuando oscureció, las únicas luces que iluminaban el baile eran unos candiles colgados a ambos lados del pal­co y en el quiosco de las bebidas. Por lo demás, la noche había caído con un tul de niebla montañesa que envolvía los árboles con enaguas y velos. Se­gún pasaba el tiempo, se hada más espesa y fue arropando todo en una cosa fantasmal, de la que sólo salían, abrazados y girando con la música, las parejas más alegres, enseguida engullidas una vez más por aquel cíelo tendido a ras del suelo.
Ella sí que permanecía a la vista. Apoyada en un tronco, con los brazos cruzados, cubiertos los hombros con un chal de lana, no dejaba de mirarme. De vez en cuando, Boal surgía de la niebla como un inquieto pastor de ganado. Lan­zaba a su alrededor una mirada de advertencia, de navaja y aguardiente. Pero a mí me daba igual. Me daba igual porque huía con ella. Íba­mos solos, a lomos del caballo que sabía sumar, por los montes de Santa Marta de Lombas, irás y no volverás. Y llegábamos a Coruña, a Aduanas, y mi padre nos estaba esperando con dos pasajes del barco para América, y todos los albañiles aplaudían desde el muelle, y uno de ellos nos ofrecía el botijo para tomar un trago, y le daba también de beber al caballo que sabía sumar.
Macías, pegado a mi oreja, me hizo abrir los ojos.
—¡Vas fenomenal, chaval! ¡Tocas como un negro, tocas como Dios!
Me di cuenta de que estaba tocando sin preocuparme de si sabía o no. Todo lo que había que hacer era dejarse ir. Los dedos se movían so­los y el aire salía del pecho sin ahogo, empujado por un fuelle singular. El saxo no me pesaba, era ligero como flauta de caña. Yo sabía que había gente, mucha gente, bailando y enamorándose entre la niebla. Tocaba para ellos. No los veía. Sólo la veía a ella, cada vez más cerca.
Ella, la Chinita, que huía conmigo mientras Boal aullaba en la noche, cuando la niebla se des­pejaba, de rodillas en el campo de la feria y con el chal de lana entre las pezuñas.

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