El piso de Ángel era pequeño, sucio y olía mal. No es que fuera demasiado viejo, pero todo en aquel apartamento realquilado parecía desgastado, como si una pequeña capa de suciedad se hubiese infiltrado justo por debajo de la superficie de cada objeto.
Tampoco era grande, ni siquiera mediano; un somier oxidado, un escritorio de contrachapado con las esquinas abiertas, dos estanterías apenas cubiertas con revistas viejas y un tubo fluorescente que iluminaba entre parpadeos enfermizos. La cocina conservaba dos fogones ennegrecidos y una nevera cuyo interior presentaba manchas que Ángel no había logrado limpiar. El cuarto de baño apenas dejaba sitio para una mísera ducha sin plato y un servicio minúsculo, tan estrecho y bajo que para utilizarlo casi había que ponerse de cuclillas.
Unos finos rayos de luz atravesaban la única ventana de la casa, puerta abierta a un callejón abandonado donde los yonquis solían terminar las noches espantando a parejas en busca de rincones oscuros.
A Ángel, sin embargo, no le molestaba nada de aquello. Si acaso el papel pintado, azul en sus orígenes, que acumulaba humedades, cucarachas y diversos insectos. Por lo demás, teniendo en cuenta la miseria que pagaba por aquel cuchitril, era perfecto.