Tales of Mystery and Imagination

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Alfredo Álamo: Indiferencia como un pecado



El piso de Ángel era pequeño, sucio y olía mal. No es que fuera demasiado viejo, pero todo en aquel apartamento realquilado parecía desgastado, como si una pequeña capa de suciedad se hubiese infiltrado justo por debajo de la superficie de cada objeto.

Tampoco era grande, ni siquiera mediano; un somier oxidado, un escritorio de contrachapado con las esquinas abiertas, dos estanterías apenas cubiertas con revistas viejas y un tubo fluorescente que iluminaba entre parpadeos enfermizos. La cocina conservaba dos fogones ennegrecidos y una nevera cuyo interior presentaba manchas que Ángel no había logrado limpiar. El cuarto de baño apenas dejaba sitio para una mísera ducha sin plato y un servicio minúsculo, tan estrecho y bajo que para utilizarlo casi había que ponerse de cuclillas.

Unos finos rayos de luz atravesaban la única ventana de la casa, puerta abierta a un callejón abandonado donde los yonquis solían terminar las noches espantando a parejas en busca de rincones oscuros.

A Ángel, sin embargo, no le molestaba nada de aquello. Si acaso el papel pintado, azul en sus orígenes, que acumulaba humedades, cucarachas y diversos insectos. Por lo demás, teniendo en cuenta la miseria que pagaba por aquel cuchitril, era perfecto.

Alfredo Álamo: La cirugía del azar



Morir es un arte como cualquier otro.

John Faré, 1965

Nunca antes había tallado un pulgar humano. En 1964 muchos me consideraban uno de los mejores prostéticos de Dinamarca; mi trabajo sobre articulaciones, cadera y clavícula sobre todo, me había otorgado cierta fama en círculos médicos. En una galería de arte moderno de Copenhague incluso realizaron una pequeña exposición con mis bocetos y mode­los de trabajo. Me gustaba codearme con escultores y fotógrafos. En el fondo yo siempre me había considerado más un artista que un simple médico. Y quizás por eso acudieron a mí.
Llovía, recuerdo eso. En mi taller siempre olía a alcantarilla en cuanto caían cuatro gotas. Puede que por eso asociara al principio aquel olor a la persona de Gilbert Aridoff, el prime­ro de los compañeros de Faré que llegué a conocer. Siempre que me encontraba con él me llegaba ese olor almizclado y levemente nauseabundo. En aquella primera ocasión no habla­mos demasiado, Aridoff quería saber si podía realizar la réplica exacta de un pulgar humano. Le dije que sí, pero que mi trabajo se orientaba a moldes y prótesis genéricas. Dijo entenderlo y se marchó sin más explicaciones.
Volvió unas semanas más tarde. Llevaba con él una caja de cartón del tamaño de un puño. La dejó sobre mi mesa de trabajo y se encendió un cigarrillo mentolado que no pudo apartar aquel olor que parecía desprender.
—Debe usted comprender —me dijo, tras un par de caladas profundas al cigarro— que lo que le voy a proponer no tiene nada que ver con la ciencia o la medicina. Tiene que ver con el arte.
El arte. En aquella época el arte podía ser tanto pintar un globo gigante de azul o saltar desde un segundo piso. No quiero decir que haya cambiado demasiado ahora, pero entonces todo el mundo experimentaba cierto vértigo ante el arte. Sobre todo si el que hablaba era capaz de pronunciar aquella palabra con mayúsculas.
—Represento a un artista muy especial —continuó, alguien dispuesto a romper todas las barreras que el stablishmeni ha dispuesto durante años sobre la verdadera expresión artística. Trabajamos en un proyecto arriesgado, una idea revolucionaria. Y créame si le digo que necesitamos su ayuda para seguir adelante.
El porqué un artista de vanguardia necesitaba a un especialista en prostética para romper con los valores establecidos mi intrigó. Aridoff señaló la caja que había traído.

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